Los diseños del yate y el avión estuvieron listos antes que Juan cumpliera los diecinueve años. No es necesario narrar mis entrevistas con armadores y fabricantes de aviones. Finalmente ordené la construcción real, adquiriendo fama de millonario loco, pues los diseños parecían irrealizables. Pero no acepté ninguna objeción. La principal dificultad consistía en que tanto en el avión como en el yate, el espacio reservado al motor era, según las normas, totalmente insuficiente. Distribuí entre varias firmas los contratos para la fabricación de los generadores y demás máquinas, a fin de despertar la menor curiosidad posible.
Jacqueline
Cuando estos problemas técnicos fueron resueltos, Juan pudo volver su atención a las investigaciones telepáticas. Como todavía parecía demasiado joven para pasearse solo por el continente, insistió en que yo lo acompañara a París. En el viaje dio muestras de impaciencia. Esperaba encontrar un ser que lo recibiría como a un igual, y le proporcionaría una compañía mucho más satisfactoria que cualquier otra que hubiera conocido. Pero cuando nos alojamos en el hotelito de la Rue Bertholet (junto a la avenida de Claude Bernard), parecía casi desanimado. Cuando lo interrogué, se rió y dijo:
—Tengo una sensación nueva. Me siento tímido. Mi llegada no parece alegrarla mucho. Sé que está en alguna parte del Barrio Latino. Pasa muy seguido por esta esquina. Sé que sabe que alguien la busca, pero no quiere ayudar. Es, además, muy vieja y muy inteligente. Recuerda la Guerra Franco-Prusiana. He tratado de ver lo que ve cuando se mira a un espejo, para conocer su rostro, pero nunca la he sorprendido en el momento preciso.
En ese instante Juan sacudió la cabeza y dijo sin detenerse:
—Mientras te hablaba, mi verdadero yo estaba en contacto con ella. Se encuentra en cierto café, y estará allí algún tiempo. Vamos.
Juan pensaba que el café estaba cerca del Odeón y allá fuimos. Después de algunas vacilaciones eligió un establecimiento. Entramos. Enseguida Juan susurró excitado:
—Aquí es. Éste es el salón que ve en este momento.
Se detuvo un segundo, forastero de aspecto extraño, empujado por los camareros y la gente. Luego avanzó hacia una mesa vacía en el otro extremo del café.
—Allí está —dijo Juan casi con temor.
Seguí su mirada y vi dos mujeres en una mesa vecina. Una estaba de espaldas, pero, por su figura delgada y la curva casi juvenil de su mejilla, me pareció que tendría menos de treinta años. La otra era extremadamente anciana. Su rostro era un mapa en relieve, lleno de valles y colinas. La observé decepcionado. Tenía una cara inexpresiva y displicente, y miraba a Juan con ofensiva curiosidad.
Entonces la mujer joven volvió la cabeza y miró a su alrededor.
No había modo de confundir esos ojos grandes. Eran los de Juan, aunque con párpados más pesados. Me miraron un instante, y luego miraron a mi amigo. Los párpados se alzaron y revelaron los ojos oscuros, más profundos aún que los de Juan. La comprensión y la alegría le iluminaron el rostro. Se levantó y avanzó hacia Juan, quien también se puso de pie. Se enfrentaron en silencio y la mujer dijo:
—
¡Alors c'est toi qui me cherches toujours!
No era lo que yo esperaba. Pese a sus grandes ojos, casi podría haber pasado por una mujer normal, un tipo algo excéntrico de la especie común. Su cabeza, aunque grande, no era desproporcionada con relación a su cuerpo, pues la joven era alta, y el cabello, que apenas se veía bajo el sombrero ajustado, aumentaba muy poco el tamaño del cráneo. La anchura de la boca había sido hábilmente reducida por el maquillaje.
Pero aunque aceptablemente humana, según las normas del
Homo Sapiens
, era extraña. Si yo fuera un escritor dotado de imaginación, y no un mero periodista, podría quizá sugerir, simbólicamente, el curioso efecto que me causó y esa sensación de poder latente y lejano. Pero sólo recuerdo algunos rasgos obvios, y esa curiosa combinación de lo infantil, y aun lo fetal, con lo maduro. La frente saliente, la nariz ancha y corta, la distancia entre los grandes ojos, el tamaño sorprendente de la cara, el marcado surco entre la nariz y los labios. Todos estos caracteres eran definidamente fetales, y no obstante, los labios cincelados con precisión, y la delicadeza del modelado de los párpados sugerían la sutil experiencia de una divinidad inmemorial. Por lo menos para mí, acostumbrado a Juan, ese extraño rostro combinaba la universalidad con la idiosincrasia. A pesar de su rareza vagamente repulsiva, era un símbolo viviente de la feminidad. Y, además, era un ser totalmente distinto de cualquier otro, absolutamente individual y único. La miré y miré luego a la muchacha más atractiva del salón. Comprobé, estremeciéndome, que era la belleza normal la repulsiva. Con algo parecido al vértigo, volví los ojos a esa mujer adorable y grotesca.
Mientras tanto, Juan y ella se miraban en perfecto silencio. De pronto, la Nueva Mujer, como yo cínicamente la había bautizado, nos pidió que nos sentáramos a su mesa. Así lo hicimos. Nos dijo su nombre: Jacqueline Castagnet. La anciana, presentada como Mme. Lemaitre nos miró con hostilidad, pero tuvo que resignarse. Era una persona muy común, pero algo indescriptible en la voz y la expresión la asemejaban a Jacqueline. Supuse que las mujeres eran madre e hija. Más tarde se reveló que había acertado, y que, sin embargo, me equivocaba.
Siguieron algunos comentarios sin importancia, y luego Jacqueline empezó a hablar en un lenguaje que yo no conocía. Por un momento Juan pareció sorprendido. Luego se rió y respondió en la misma lengua. Continuaron hablando una media hora, mientras yo me esforzaba por conversar con Mme. Lemaitre en un mal francés.
Por fin la anciana recordó a Jacqueline que tenían un compromiso en otra parte. Cuando las dos mujeres se fueron, Juan y yo nos quedamos un rato en la mesa. Juan estaba silencioso y absorto. Le pregunté qué idioma hablaban.
—Inglés —dijo—. Quería contarme muchas cosas sin que la anciana se enterara, de modo que me habló con las palabras al revés, de atrás hacia delante. Yo nunca lo había intentado, pero es fácil para nosotros. —Juan, que había acentuado levemente el «nosotros», reconoció sin duda que yo me sentía de más, porque agregó—: Te diré lo esencial. La anciana es su hija, pero no lo sabe.
»Jacqueline se casó con un hombre llamado Cazé hace ochenta y tres años, y lo dejó cuando su hija tenía cuatro. Hace poco encontró a la anciana, supo que era su hija, y se relacionó con ella. Mme. Lemaitre le mostró una foto. «Ésta es mi madre», le dijo. «Murió cuando yo era muy pequeña, y se parecía extraordinariamente a usted. Quizás sea usted mi sobrina, o mi sobrina nieta». Jacqueline nació en 1765…
Resumiré aquí la vida asombrosa de Jacqueline. Merecería ser narrada en un grueso volumen, pero mi tema es Juan.
Los padres de Jacqueline eran campesinos de esa triste región situada entre Chalons-sur-Mame y el Bosque de Argonne. Vivían en la miseria. Jacqueline, con su inteligencia y sensibilidad supernormales, y su inmenso deseo de vivir, creció en condiciones muy difíciles. Éste fue, probablemente, el origen de su afición a los placeres y el poder, tan importante en los primeros años de su carrera. Como Juan, creció lentamente. Esto enojaba a sus padres, que esperaban con impaciencia su ayuda en la casa y el campo. Protestaron aún más al ver que a una edad en que otras jóvenes están ya casadas, Jacqueline era todavía una niña. Su vida en ese entonces era físicamente saludable, pero devastadora para su espíritu. Pronto advirtió que poseía ciertas virtudes incomprensibles para el resto de los hombres, y que su salvación radicaba sobre todo en el ejercicio de esas aptitudes. Pero su existencia monótona y mezquina le impedía librarse del anhelo menos refinado de su naturaleza: un hambre creciente de poder. Comprendió quizás que habitaba un mundo de seres inferiores al notar que las hijas de los campesinos, mucho más atractivas que ella, eran demasiado estúpidas para utilizar este don como arma de conquista.
Antes de entrar en la adolescencia, cuando tenía diecinueve años, ya estaba resuelta a derrotarlas en ese juego, y a convertirse en una reina entre las mujeres. En la ciudad vecina de Sainte Menehould veía a veces hermosas damas que iban en sus coches a París o se detenían brevemente en la hostería local. Jacqueline las observaba con espíritu científico, y preparaba las bases de su futura técnica.
Cuando llegó a la pubertad, sus padres la comprometieron con un granjero vecino. Jacqueline huyó. Utilizando al máximo sus dos únicas armas, el sexo y la inteligencia, pasó de la prostitución más humilde y brutal al puesto de querida de un rico comerciante de París. Durante algunos años vivió de él, sin concederle, en los últimos tiempos, más que el terrible encanto de su compañía, cenando con él una vez por semana.
A los treinta y cinco años se enamoró por primera vez. Amaba a un joven artista, uno de los precursores de la escuela de París. Esta nueva experiencia llevó al paroxismo sus conflictos. Después de haber practicado la más antigua de las profesiones sin repugnancia, estaba ahora horrorizada de sí misma. El joven pintor había despertado en ella esas facultades latentes que su vida anterior había sofocado. Jacqueline se propuso seducirlo, y lo consiguió con facilidad. Vivieron juntos y durante algunos meses fueron felices. Sin embargo, la muchacha llegó gradualmente a comprender que, desde su propio punto de vista, se había unido con un hombre apenas superior a un mono. Sus clientes campesinos, sus clientes de París, y su rico protector le habían parecido siempre, como es natural, subhumanos. El artista, se había dicho, era una excepción. Romper ahora con el ser a quien había entregado su alma, aunque por error, podía significar la muerte. Genuina, aunque irracionalmente, todavía lo quería. Velaba por él como velaría por su caballo una solterona afecta a la caza. El artista no era más que un animal, casi humano, y nunca podría ser un compañero espiritual; pero Jacqueline se enorgullecía con sus éxitos animales, es decir, sus triunfos en la esfera del arte subhumano. Colaboraba, entusiasmada, en su obra. No sólo era su fuente de inspiración. Poco a poco se iba apoderando de sus facultades artísticas, y el joven comprendía, con una claridad cada vez mayor, que la fértil imaginación de Jacqueline estaba sofocando su talento. La suya era una compleja tragedia. Reconocía que los cuadros pintados bajo la influencia de la muchacha eran más osados, y estéticamente superiores, a la obra que podía realizar por sí mismo. Pero su fama decrecía, pues ni siquiera los más inteligentes de sus amigos eran capaces de apreciarlos. Dio un paso hacia la independencia y reconquistó su reputación y su respeto de sí mismo; pero despertó al mismo tiempo todo el reprimido disgusto de Jacqueline. Cada uno luchaba para librarse del otro, sin embargo, se necesitaban mutuamente. Hubo una disputa en que Jacqueline desempeñó el papel de la divinidad que desciende para elevar al hombre a su propio nivel, y es rechazada. Al día siguiente el pintor se pegó un tiro.
Esta tragedia afectó profundamente el espíritu juvenil de Jacqueline. Sintió desde entonces una nueva ternura y un nuevo respeto por los seres subhumanos que la rodeaban. Esa muerte disminuía, de algún modo, la distancia que la separaba de ellos. Pronto volvió a ella, sin embargo, la necesidad de afirmarse a sí misma, y aunque a veces cedía despiadadamente a esa necesidad, la atemperaba el recuerdo de haber matado a la única persona del mundo que por un mes entero le había parecido superior. Durante varios años, después de la muerte del artista, Jacqueline vivió pobremente con el dinero que le había dado el comerciante. Trató de ganar fama como escritora, con un seudónimo masculino, pero su obra tenía algo de remoto que no agradaba a los críticos. A los cuarenta años, en los comienzos de su juventud, su obsesión de poder y de lujo volvió con tal insistencia que, aterrorizada, se hizo monja. No creía en ninguna de las doctrinas explícitas de la Iglesia; pero se obligó a aceptar, por lo menos exteriormente, cualquier superstición, a cambio de una posible experiencia religiosa genuina. Sin embargo, su presencia en el convento causó muy pronto tales disturbios, que la institución se disolvió, y Jacqueline, con una amarga risa en su corazón, volvió a su vocación anterior.
Descubrió, sorprendida, que la prostitución le ofrecía ahora algo más que un camino hacia la riqueza y el poder. Su experiencia en el convento no había sido del todo estéril. Había visto de cerca las necesidades espirituales de la especie, y podía aplicar ahora ese conocimiento. Sus motivos para volver a la prostitución habían sido puramente egoístas, pero pronto descubrió que muchos hombres deseaban inconscientemente algo más que una mera satisfacción física. Su antiguo disgusto ante el intercambio con seres inferiores, cedía ante la alegría de su nueva actividad. Muchos hombres que anhelaban un momento de intimidad con una mujer sensible y sin prejuicios, y otros que necesitaban ayuda en la tarea aparentemente desesperada de entenderse con el universo hallaron en Jacqueline un nuevo manantial de energía. Su fama crecía diariamente y eran cada vez mayores las demandas que debía cumplir. Para salvarse de un colapso, buscó discípulas, jóvenes que estuvieran dispuestas a acompañarla en su trabajo. Algunas tuvieron éxito, pero ninguna como ella. La tensión creció hasta que por fin enfermó gravemente. Cuando se recobró, reinició la búsqueda de sí misma. Usando de toda su habilidad, se abrió paso en la sociedad europea, hasta que, a los cincuenta y siete años, en el umbral de su plenitud, se casó con un príncipe ruso, aun sabiendo que era una criatura sin valor. Jugó sus cartas con tal habilidad, que hubiese podido instalar al príncipe en el trono. Sin embargo, un disgusto y un horror crecientes la llevaron a una nueva confusión mental, de la que volvió a surgir su verdadero yo. Escapó disfrazada, y volvió a París. De vez en cuando se encontraba con alguno de sus antiguos y envejecidos clientes. Como ella conservaba la misma apariencia, les decía que era sobrina de la otra Jacqueline.
Nunca hasta entonces había tenido un hijo, ni había concebido. En los primeros años se había cuidado de semejante desastre, pero en la madurez, aunque no se sentía inclinada a la maternidad, había sido menos temerosa y menos cauta. A medida que pasaban las décadas, empezaba a sospechar que era estéril, y por fin dejó de lado toda precaución. A su regreso de Rusia, la oscura sensación de haber perdido una valiosa experiencia se convirtió muy pronto en el deseo de tener un hijo.