»Tanto ella como su marido tenían el pelo gris. Esto despertó mi curiosidad, pues el chico representaba unos tres años. Les pregunté qué edad tenía, pero no me respondieron. Insinué, prudentemente, que el niño daba una impresión de madurez, y el padre me dijo entonces que tenía dieciocho años. La madre replicó con una risa histérica y aguda.
»Gradualmente, me gané la confianza de los dos viejos. (Les había dicho que pasaba mis vacaciones pescando en una isla vecina). Los halagué diciendo que los niños deformes —según había leído— se convierten a veces en genios. Mientras tanto trataba de derribar las defensas del muchacho y examinar su mente. No puedes imaginar qué clase de jugarreta me hizo. Eligió la única arma efectiva de que disponía, un arma diabólica. Sucedió así. Yo había dejado de hablar con sus padres, y me dirigía a él deseando ganar su amistad. El chico clavaba en mí unos ojos inexpresivos. Yo trataba vanamente de abrir la ostra, y estaba a punto de abandonar, disgustado, cuando, Dios mío, la resistencia cedió de pronto. Y aquí viene lo indescriptible. Debo continuar con la misma comparación. La ostra mental se abrió de par en par y trató de devorarme. Era el pozo negro e insondable del infierno. Por supuesto, la frase te parecerá tonta y romántica. Pero así era. Me sentí caer en un espantoso precipicio de nieblas, mentales y espirituales. No había allí más que odio insatisfecho y una especie de atmósfera húmeda y envenenada donde todo lo que había deseado en mi vida se transformaba en podredumbre. No puedo explicarlo. No puedo explicarlo.
Juan se había sentado en el ángulo de mi escritorio. Se levantó de pronto y caminó hasta la ventana.
—Agradezcamos la existencia de la luz —dijo, mirando el cielo gris—. Si alguien pudiese entenderlo, se lo diría y olvidaría para siempre. Pero contarlo a medias me hace recordar… ¡Y dicen algunos que no existe el infierno! —Calló unos instantes y miró otra vez por la ventana. Luego dijo—: Mira ese cormorán. Ha pescado un congrio más grueso que su cuello.
Me acerqué y vimos al pez que se retorcía. A veces el pájaro y la presa desaparecían juntos bajo el agua. En una ocasión el congrio logró librarse, pero fue nuevamente capturado. Al fin el cormorán lo tomó de la cabeza y lo devoró rápidamente. Por un momento sólo se vio la cola del pescado y una gran hinchazón en el cuello del ave.
—Y ahora —dijo Juan—, será digerido. Eso fue lo que casi me ocurrió. Sentí que los jugos digestivos de ese joven y diabólico molusco me desintegraban la mente. No sé qué ocurrió luego. Debí de librarme de algún modo, pues me encontré tendido en la hierba a cierta distancia de la casa, solo, y cubierto de sudor. Miré la casa, y me estremecí de pies a cabeza. No podía pensar. Veía aún ante mí su mueca infantil y demoníaca, y la estupidez que le volvía a la cara. Al rato sentí frío. Me levanté y caminé hasta la bahía de los botes, preguntándome qué era realmente aquella criatura. ¿Era uno de «nosotros», u otra cosa diferente? Pero en realidad, no había por qué preguntárselo. Era, por supuesto, uno de nosotros, más poderoso quizá que Jones o yo. Pero algo había marchado mal desde un principio. El cuerpo enfermo lo atormentaba. Su espíritu estaba tan mutilado como su cuerpo, y sus padres le cerraban todas las salidas. No le quedaba otra posibilidad que el odio. Y había cultivado de veras ese odio. A medida que me alejé de esa experiencia vi más claramente que en ese odio había un verdadero desinterés. No odiaba por razones personales. Me odiaba. Pero también se odiaba a sí mismo. Lo odiaba todo, incluso el odio. Y odiaba con una especie de fervor. ¿Por qué? Porque, empecé a comprender, en el fondo de su infierno brillaba una minúscula estrella. Todo lo ve bajo la luz de la eternidad, y tal vez más claramente que yo; pero imagina que su parte es la del diablo y la interpreta, como un gran artista, con pasión y desapego a la vez. Y tiene razón. Es lo único que puede hacer, y lo hace con elegancia, sin duda. Le rindo mi voluntario homenaje, a pesar de todo; pero en realidad es algo horrible. Piensa en la vida que lleva: la de un niño; ¡y con ese poder! Me parece que si vive lo suficiente, un día hará volar el planeta. Y hay algo más. Debo estar alerta, o volverá a sorprenderme. Puede alcanzarme en cualquier parte del mundo. ¡Por Dios! ¡Ahora mismo lo puedo sentir! Dame una manzana y hablemos de otra cosa.
Mordisqueando una segunda manzana, Juan se tranquilizó. Dijo luego:
—No he hecho mucho desde entonces. Tardé un tiempo en recuperarme. Me sentía deprimido. ¿Encontraría a alguien de mi especie y que fuera, sin embargo, cuerdo? Pero diez días después inicié nuevamente la búsqueda. Encontré una gitana que era, a medias, una de «nosotros». Es una vieja achacosa que dice la buenaventura y vislumbra a veces el porvenir. Pero es tan vieja como las colinas, y sólo tiene dos preocupaciones: decir la buenaventura y el ron. Sin embargo, es sin duda uno de nosotros, aunque no intelectualmente. Tiene reputación de mujer penetrante. Ve la verdad de las cosas, pero de un modo confuso.
»Hay algunos otros en los manicomios. Son casos desesperados. Y un adolescente hermafrodita en una especie de hospital de incurables. Y un hombre condenado a cadena perpetua por asesinato. Si no hubiera sufrido de niño un golpe en la cabeza, podría haber sido uno de los que busco. Además, hay un rapidísimo calculador. No es en verdad uno de nosotros, pero tiene algunas de las cualidades esenciales. Y a esto se reduce la especie del
Homo Superior
en las Islas Británicas.
Juan empezó a caminar por la habitación, rápida y metódicamente, como un oso polar enjaulado. De pronto se detuvo, apretó los puños, y gritó:
—¡Ganado! ¡Ganado! ¡Un mundo entero de ganado! ¡Dios mío, cómo hieden!
Miró fijamente la pared. Luego suspiró y, volviéndose hacia mí, dijo:
—Lo siento, Fido. Fue un
lapsus
. ¿Qué te parece una caminata antes del almuerzo?
Problemas de ingeniería
Poco después de hablarme de sus esfuerzos por conocer a otros seres supernormales, Juan me confió sus planes para el futuro. Estábamos en el taller subterráneo. Juan trabajaba en un nuevo invento, una especie de generador-acumulador. Cubrían su mesa tubos de ensayo, probetas, piezas metálicas, alambres, voltímetros y minerales. Estaba tan absorto en su trabajo que le dije:
—Parece que regresas a la infancia. Con tus viejos entusiasmos te has olvidado de Escocia.
Te equivocas —dijo—. Este aparato es parte importante de mi plan.
Discutimos sus proyectos ante una taza de café. Estaba decidido a recorrer el mundo con la esperanza de descubrir a otros de su especie. Debían ser bastante jóvenes como para ayudarlo a fundar una colonia en algún lugar remoto de la Tierra. Para ello necesitaba urgentemente un yate capaz de cruzar el océano, y un pequeño aeroplano, o una máquina voladora cualquiera, que pudiera llevarse en el yate. Cuando le dije que no sabía pilotar y menos diseñar aviones, me respondió.
—Oh, sí. Ayer aprendí a volar.
Parece que cierto joven aviador le había permitido pilotar su aparato.
—Luego de los primeros ensayos —dijo— es bastante fácil. Aterricé dos veces, levanté vuelo otras dos, e hice un poco de acrobacia. Por supuesto, todavía tengo mucho que aprender. Y en cuanto al diseño, ya estoy trabajando en eso, así como también en el yate. Mucho depende de este nuevo aparatito. Es difícil de explicar. No me entenderías. Últimamente he estado estudiando física atómica, y a la luz de mis experiencias escocesas se me ocurrió una idea. No ignorarás (aunque eres un genio para mantenerte alejado de la ciencia) que el núcleo atómico encierra una enorme cantidad de energía muy difícil de liberar. Para superar la fuerza que une los protones y los electrones se requeriría, por ejemplo, una corriente eléctrica de una potencia fantástica. Bueno, he descubierto un medio más accesible. No de carácter físico, sino psíquico. De nada vale intentar superar esas tremendas fuerzas; debes abolirlas, dormirlas, por así decirlo. Las fuerzas de cohesión, como las explosivas, son sólo expresiones elementales de las unidades físicas básicas, que puedes llamar electrones y protones, si así prefieres. Mi método consiste en influir mentalmente sobre esos duendecillos, de modo que durante unos instantes aflojen sus lazos. Entonces se lanzan en salvaje libertad, y lo único que falta es conseguir que ese libre movimiento mueva tu máquina.
Me reí y le dije que me gustaba su metáfora.
—¡Qué metáfora ni ocho cuartos! —dijo—. Sería una metáfora si los protones y electrones fuesen personajes ficticios. No son en verdad entidades independientes, sino puntos locales de un sistema, el cosmos de naturaleza psicofísica. Por supuesto, si crees que la física
sapiens
es la verdad de Dios, y no la abstracción de una verdad más profunda, estas ideas te parecerán una locura. Pero a mí me pareció digna de estudio, y descubrí su eficacia. Desde luego, hay dificultades, y la primera es de índole psicológica. La mente
sapiens
sería aquí impotente; pero la supernormal tiene suficiente poder, y la práctica hace la tarea razonablemente fácil y segura. Las dificultades físicas —dijo mirando su aparato— están relacionadas con la selección de los átomos y la canalización de la energía. Actualmente estoy trabajando en estos problemas. El barro del río es bastante conveniente. Contiene, en un ínfimo y apropiado porcentaje, el elemento necesario.
Con unas pinzas recogió un poquito de barro de un tubo de ensayo y lo colocó en una vasija de platino. Abrió la puerta trampa, y llevó afuera la vasija. Volvió a entrar cerrando la puerta. Miramos el recipiente por una rendija.
—Ahora, electrones y protones, idos a dormir —dijo sonriendo—, y no despertéis hasta que mamá os diga. —Volviéndose hacia mí, agregó—: El discursito es para el auditorio, no para los conejos del sombrero mágico.
Una expresión grave y concentrada le cubrió el rostro. Respiraba con mayor rapidez.
—¡Ahora! —dijo.
Hubo un furioso relámpago y una detonación. Juan se secó la frente con un pañuelo sucio. Volvimos a nuestro café y sus planes.
—Debe de haber algún medio para conservar la energía hasta que llegue el momento preciso. No se puede hipnotizar electrones y gobernar un barco al mismo tiempo. Una dinamo y un acumulador serían una solución, aunque existe otra posibilidad más interesante. Una especie de sugestión posthipnótica, por ejemplo, de modo que las partículas actúen después de despertar, en respuesta a cierto estímulo. ¿Comprendes?
Me reí. Tomamos nuestro café. Sólo diré que el sistema posthipnótico fue ensayado y adoptado.
—Bueno, ya ves que este aparatito tiene grandes posibilidades. Y una vez que el yate y el avión estén listos, vendrás conmigo al continente. Creo que Berta se alegrará de que le des vacaciones. Quiero investigar un poco. Hay, sin ninguna duda, una mente supernormal en París, y otra en Egipto, y tal vez algunas más muy lejos. Cuando tenga el yate y el avión, daré la vuelta al mundo, y si encuentro algunos jóvenes adecuados, buscaré en el Pacífico una isla para la colonia.
Durante los dos meses siguientes, Juan se dedicó a diseñar el yate y el avión, perfeccionar su nueva fuente de energía, y aprender a volar.
Frecuentemente se lo veía jugar con barcos en el lago del parque o en el río como cualquier muchacho común. Tenía más de dieciocho años, pero en apariencia menos de quince, de modo que su conducta no llamaba la atención. Construyó numerosos modelos, con motores eléctricos o de vapor. Los lanzaba al agua en días de buen y mal tiempo, observándolos atentamente. Tenía en cuenta al diseñarlos, que el yate debía llevar un aeroplano a bordo, con las alas plegadas. La elección final fue una nave extraordinaria que los
yachtmen
locales consideraban mera caricatura. Juan hizo un modelo especial de más de un metro, muy ancho de manga y de poco calado. Su casco recordaba las lanchas de carrera; era, en verdad, una especie de cruza entre lancha de carrera y bote salvavidas con algún plato entre sus antecesores. Un hermoso juguete, sin duda. Creo que Juan gozó del modelo como juguete, y trabajó en él mucho más de lo necesario. El modelo representaba una nave del tamaño de un remolcador, y no faltaba un solo detalle. Había cabinas para nueve personas, pero podían vivir a bordo unas veinte, y bastaba para conducirlo un solo navegante. El comedor era muy completo, con mesas, sillas y aparadores; había también un baño, ojos de buey de vidrio, y diminutos controles de navegación. Estos controles eran accionados por radio desde la costa, y el motor reproducía el aparato atómico que Juan proyectaba instalar en el barco real.
Las hazañas que Juan realizaba con su modelo nos divertían mucho. En el lago lo lanzaba en persecución de los patos, y en el río, durante la marea alta, lo hacía salir mar afuera y le pedía a algún miembro amable del club náutico que salvara su juguete. Cuando el sudoroso remero alcanzaba el modelo y extendía la mano para tomarlo, Juan, desde la costa, a varios cientos de metros de distancia, lo alejaba uno o dos metros y observaba los repetidos esfuerzos del hombre. Por fin lo hacía regresar a toda velocidad a la orilla. El barco volvía como un perro bien adiestrado.
Juan había estado trabajando también en varios modelos de avión. Pasaba mucho tiempo probándolos, pero en secreto; temía que sus vuelos sorprendentes llamasen demasiado la atención. Por lo tanto, solía llevarlos a las zonas deshabitadas del norte de Gales en su motocicleta o en mi automóvil. Allí probaba sus modelos enfrentándolos con el viento cambiante de las montañas. La energía atómica les permitía realizar acrobacias imposibles para cualquier modelo común.
Su elección final fue una máquina sorprendente, que podía ser desmantelada y guardada a bordo. Con este aparato se divertía y me divertía haciéndolo levantar vuelo en cualquier parte (estaba dotado de ruedas y flotadores), y elevarse hasta que debíamos seguirlo con prismáticos. Mantenía automáticamente el equilibrio, pero era gobernado por radio desde el suelo. Cuando aprendió a manejar este pájaro mecánico, comenzó a practicar una forma nueva de halconería, enviándolo en persecución de chorlos y cuervos. Este deporte le exigía una percepción muy delicada y un perfecto dominio del aparato. En general, apenas comprendía que la perseguían, la presa se alejaba velozmente. Entonces el avión la acosaba y hasta se lanzaba sobre ella. Pero un cuervo le hizo frente, y antes que Juan pudiese aumentar la velocidad del modelo, el duro pico del pájaro desgarró una de las alas de seda y el avión cayó entre las malezas.