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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Intriga, #Policíaco

Ira Divina (23 page)

BOOK: Ira Divina
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El suelo de la celda estaba recubierto de azulejos blancos. Había dos pequeñas ventanas en el techo y un retrete en una esquina. Era realmente difícil moverse en aquel espacio: había demasiada gente. Cuando Ahmed comentó la situación, recibió una pregunta inesperada por respuesta.

—¿Tienes dinero?

El recién llegado miró con desconfianza al hombre que le había hecho la pregunta.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Porque el dinero compra favores. ¿Tienes dinero?

Sin entender aún el propósito de la pregunta, Ahmed sacó del bolsillo una moneda de veinte piastras. A su alrededor, los presos miraron la moneda como buitres.

—No es suficiente —dijo el hombre—. ¿Tienes más?

Con aire vacilante, Ahmed sacó otra moneda de veinte piastras del bolsillo.

—Cuarenta piastras. Puede que alcance.

El hombre se acercó a la puerta de la celda y gritó:

—¡Guarda! ¡Guarda!

Instantes después, se abrió una ventanita en la puerta y el guarda, un hombre gordo y mal afeitado, miró al interior de la celda.

—¿Qué queréis?

—Aquí dentro no se puede respirar. Abre la puerta diez minutos, por favor.

—¿Y qué gano yo con eso?

El hombre volvió la cabeza y miró a Ahmed.

—Enséñaselo.

Entendiendo al fin lo que pasaba, el nuevo recluso mostró las dos monedas al guarda.

—Cuarenta piastras.

La cerradura giró con tres
clacs
sonoros, se abrió la puerta y el aire fresco entró en la celda como un río. El interior se volvió de repente más respirable y menos sofocante, y un frescor agradable acarició los rostros delgados y sudados. Pero este bálsamo duró poco. Diez minutos más tarde, el guarda se acercó y cerró de nuevo la puerta de aquella ratonera.

Sólo volvió a sentir aquel alivio al caer la noche, cuando la puerta de la celda se abrió de nuevo y condujeron a los prisioneros como borregos por los pasillos de la prisión. Asustado, Ahmed tocó en el hombro al prisionero que caminaba delante de él y le preguntó adónde iban.

—A cenar.

Desembocaron en un salón con una mesa grande en cuyos extremos se sentaban tres guardas. Los reclusos formaron una fila y, uno por uno, se acercaron a los guardas. Cuando llegó el turno de Ahmed, el guarda, al notar que tenía delante a un preso nuevo, lo miró de arriba abajo, como si lo inspeccionara.


Ya ibn al Kalb, ismakeh
? —le preguntó—. ¿Cómo te llamas, hijo de perra?

—Ahmed ibn Barakah.

El guardia le dio un plato de aluminio y le mandó sentarse. Un cocinero se acercó con una olla grande y le puso arroz, coles y queso de oveja en el plato. Como no le dieron cubiertos, Ahmed tuvo que comer con las manos. Sin embargo, no se sintió mal por eso: al fin y al cabo, así comía el Profeta, y para él era un orgullo comer como el mensajero de Dios.

Al final de la cena, condujeron a los reclusos a su celda, situada en el segundo piso del edificio. Volvió a sentir la sensación de claustrofobia cuando cerraron la puerta. Ya era noche cerrada y los presos se echaron sobre el suelo de azulejos para intentar dormir. La impresión de que no eran más que sardinas en lata fue en ese momento más fuerte. Al mirar la escena a su alrededor, Ahmed se dio cuenta de que cada persona sólo podía ocupar dos azulejos y medio. Sentía que los pies de otro preso le tocaban la cabeza, y también sus propios pies se encontraban con la cabeza de otra persona. Intentó abstraerse y dormir.

No lo consiguió. Por más que lo intentaba, seguía despierto.

No dejaba de preguntarse qué hacía allí y cómo le podía haber pasado algo así. Quería volver a casa, ir a la madraza; quería recorrer el
souq
en busca de clientes para la tienda de pipas de agua; quería deleitarse con la figura de Adara a la hora del almuerzo en la cocina de Arif. ¡Por Alá, había perdido todo eso! ¿Y ahora? ¿Cómo sería su vida? Sintió que las lágrimas le inundaban los ojos y se le escaparon algunos gemidos.

Llegó a la conclusión de que todo era culpa del Gobierno. Sólo así podía entenderse que, en su propio país, un
kafir
valiera más que un creyente.

Daba vueltas y más vueltas en el estrecho espacio que ocupaba. El sentimiento de injusticia le ensombrecía el corazón. Pensó que en la época del Profeta algo así no habría ocurrido. ¡Si presentara su caso directamente al apóstol de Dios, seguro que Mahoma no sólo lo liberaría de toda culpa, sino que lo felicitaría por no haber dejado al
kafir
humillarlo! ¿Cuántos creyentes habían sido perdonados por matar a muchos
kafirun
? ¿No le perdonarían a él por haber defendido su honor? ¡Definitivamente, el Gobierno estaba en manos de
kafirun
!

Pasado un rato, sintió que la vejiga le apretaba y tuvo ganas de orinar. Se levantó y sorteó los cuerpos tumbados en el suelo camino del retrete. Allí el hedor a heces era especialmente fuerte. Había una nube de moscas zumbando alrededor de la letrina, y Ahmed sintió pena de los que dormían en aquella parte de la celda. ¿Cómo podían dormir allí? Cierto que junto al retrete había más espacio que en el resto de la celda, lo que no le sorprendía: todos se alejaban lo más posible de aquella inmundicia. Aun así, al haber tanta gente, algunos sólo encontraban hueco en ese rincón.

Ahmed orinó largamente en el agujero fétido y, cuando hubo acabado, emprendió el regreso a su sitio. Sin embargo, cuando llegó, vio que su hueco había desaparecido. Los cuerpos se habían acercado, ocupando el espacio vacío que había dejado. Buscó en otro rincón de la celda, pero se encontró en las mismas. No había hueco. Cada vez más desesperado, anduvo de un lado para otro, pero los presos estaban apretujados entre sí, sin que quedara un azulejo visible que pudiera ocupar.

—Queremos dormir —protestó un recluso, incomodado con aquel tipo que andaba por la celda.

—No tengo sitio —se quejó Ahmed.

Un coro de voces chirriantes e irritadas respondió a su queja.

—¡Acuéstate ya!

El nuevo preso volvió a mirar a su alrededor, ya desesperado. Entonces comprendió cómo funcionaba aquel lugar. Claro que había espacio. Claro. Era donde se acostaban aquellos que no encontraban otro hueco. Resignado, derrotado y horrorizado, sorteó lentamente los cuerpos por última vez y, con un gesto de enfado, se tumbó en el único hueco que quedaba libre: al lado del retrete.

Cuando se levantó al día siguiente, Ahmed inició una rutina que se prolongó durante todo el tiempo que pasó en la cárcel de Abu Zaabal. Por la mañana, poco después de la oración del amanecer, reunían a los presos de su celda y los conducían a la cantina, donde les servían el desayuno, que consistía en habas cocidas y pan. Esa primera mañana, al hundir los dedos en el emplasto de habas, notó un objeto sólido en medio de la comida.

—¿Qué es esto? —preguntó mostrando lo que parecía un pequeño cilindro.

Los compañeros que se sentaban junto a él en la cantina, dos hermanos llamados Walid, se rieron.

—Es una colilla.

Sin poder creerlo, Ahmed se acercó el cilindro a la nariz para olerlo. Olía a ceniza y a tabaco. Realmente era una colilla.

—¡Qué asco!

—Son los guardas —añadió el otro hermano Walid, encogiéndose de hombros—. Ponen todo tipo de porquerías en la comida para fastidiarnos.

Pronto, Ahmed descubrió que las comidas en Abu Zaabal eran siempre una caja de sorpresas. Podía no encontrar nada, como en la cena de la víspera, aunque también había la posibilidad de que aparecieran en la comida las cosas más inesperadas. Lo más común era encontrar piedrecitas o arena mezclada con los alimentos, pero corrían historias de reclusos que habían oído que los guardas se jactaban de escupir en la olla cuando estaban resfriados.

Sin embargo, lo peor venía después del desayuno. Llevaban a los presos a un patio en el segundo piso del edificio donde los guardas los obligaban a correr, vuelta tras vuelta, en el sentido contrario a las agujas del reloj. Si alguno aflojaba el paso, lo insultaban y lo azotaban con un gran cinturón que uno de los guardas blandía. Ahmed no entendía el propósito de aquella escena, pero corría como los otros y, como los otros, recibía de vez en cuando un cintarazo.

Sólo al final de la mañana, conducían al grupo de presos de vuelta a la celda. Ahmed no tardó muchos días en ver aquel espacio reducido, superpoblado, irrespirable y maloliente como una tabla de salvación. Lo que al llegar le pareció absolutamente insoportable, poco a poco se le fue apareciendo como un verdadero oasis. Le habían explicado que aquella celda había sido concebida para veinte personas, pero allí había sesenta. En su momento la información le escandalizó, pero con el paso del tiempo había dejado de chocarle.

La celda se había convertido en un refugio para él.

Vivió cinco meses así. Dormía mal, la comida no valía nada, sentía nostalgia de la vida que había perdido y de vez en cuando los guardas le pegaban. Presentó una solicitud especial y autorizaron a su familia a mandarle pequeñas cantidades de dinero, lo que le permitió comprar cigarros, verduras, queso y sandía en la cantina. Como nadie tenía cuchillo, los presos aplastaban las sandías contra el suelo para abrirlas.

En todo ese tiempo, lo único que le alegró fue una carta que recibió de Arif. Su antiguo patrón le envió una carta tierna y calurosa, en la que lo llamaba «hijo mío» y le aseguraba que en su corazón nada había cambiado y que el pacto al que habían llegado tres años antes seguía en pie. Adara continuaba siendo su prometida y sería suya, pasara lo que pasara.

Hasta que un día, en medio de una de las carreras en círculo, mientras los guardas daban golpes con los cinturones a los reclusos que se rezagaban, un funcionario de la prisión apareció en el patio.

—¡Ahmed ibn Barakah! —llamó, leyendo el nombre en un papel.

Como nadie respondió, volvió a leer el nombre, esta vez más alto.

—¡Ahmed ibn Barakah!

Ahmed jadeaba pesadamente. El sudor le corría por el rostro y la ropa se le pegaba al cuerpo por la transpiración. Sólo a la segunda se percató de que lo llamaban a él. ¿Para que lo querían ahora? ¿Habría hecho algún disparate? ¿Lo iban a castigar? Incluso pensó en dejarlo estar, en hacerse el despistado, pero pronto concluyó que eso sería peor. Si iban a castigarlo, lo castigarían con más dureza por desobedecer. Aflojó el paso y, jadeante, se presentó ante el funcionario que había gritado su nombre.

—Soy yo —dijo entre jadeos, con el pecho llenándose y vaciándose de aire—. Ahmed ibn Barakah.

—Ve a la celda a buscar tus cosas y preséntate dentro de cinco minutos en el patio central —le ordenó. Luego se volvió de inmediato para llamar a otro preso—: ¡Mohamed bin Walid!

Así fue, sin saber bien qué pasaba, como metieron a Ahmed en un coche celular, junto con otros ocho reclusos. Por los cristales de la ventanilla vio que dejaban atrás el complejo carcelario Abu Zaabal. Vislumbró el edificio de la prisión, pero también el hospital y la escuela, con la aldea de Abdel Moneim Riad al fondo, hasta que la nube de polvo que el coche levantó lo tapó todo y los prisioneros se acomodaron en su asiento.

Entre ellos estaban los hermanos Walid.

—¿Crees que nos van a poner en libertad? —le preguntó uno de ellos, que, pese a todo, mantenía la esperanza.

—No puede ser —dijo Ahmed, que prefería mantener las expectativas bajas—. Todavía me quedan tres años.

—A mí también.

—Y a mí —dijo el segundo hermano.

—Y a mí —añadió otro preso.

Pronto se dieron cuenta de que todos los que iban en el coche celular tenían que cumplir aún condena, con lo que se desvanecieron sus esperanzas. Si no era para liberarlos, ¿para qué los habían sacado de Abu Zabaal? Uno de los reclusos que iba en el coche celular miró a sus compañeros uno por uno y le brillaron los ojos.

—¿Os habéis fijado en algo?

—¿En qué?

—Somos todos de la Hermandad Musulmana.

Se miraron los unos a los otros, reconociendo su pertenencia al grupo radical.

—¡Por el Profeta, tienes razón!

Ahmed carraspeó y dijo:

—Yo no.

Lo miraron con curiosidad.

—¿Por qué te metieron preso?

—Le pegué a un
kafir
—dijo con orgullo—. ¡Y el tribunal, en vez de protegerme a mí, que soy un creyente, protegió al
kafir
, que Alá lo maldiga para siempre!

Un coro de aprobación recorrió el coche celular.

—Hablas y te comportas como un verdadero creyente, hermano mío —declaró uno de sus compañeros de viaje con cierta solemnidad respetuosa—. Puede que no seas de la Hermandad Musulmana, pero es como si lo fueras.

El descubrimiento de que los que iban en el coche celular pertenecían a la misma organización islámica o compartían las mismas ideas les causó cierta aprehensión. Era evidente que el hecho de que todos respetaran el Corán y la sunna del Profeta había sido un criterio para que los seleccionaran y los sacaran de Abu Zaabal. Eso planteaba cuestiones importantes: ¿qué pasaba? ¿Qué les iban a hacer? ¿Adónde los llevaban?

Cada vez más ansiosos, empezaron a mirar hacia fuera, intentando descubrir adónde se dirigían. Así consiguieron averiguar que bajaban por la provincia de Qaliubiya en dirección al Cairo.

Dos horas después, ya habían dejado atrás la gran ciudad y se acercaban a Maadi, al sureste de la capital. Fue entonces cuando repararon en un cartel con la inscripción «Tora».

—Que Alá
Ar-Rahim
, el Misericordioso, se apiade de nosotros.

—¿Por qué? —preguntó Ahmed, alarmado, mirándolo fijamente—. ¿Conoces este lugar?

—Sí.

—¿Y? ¿Adónde nos llevan?

El hombre que había hablado se apartó de la ventana del coche celular y se sentó en su sitio con un suspiro prolongado. Bajó los ojos, resignado y apesadumbrado.

—Al Infierno.

23

E
n un principio, optó por mantener la información en secreto. Rebecca volvió a llamar desde Madrid, pero Tomás no le dijo nada sobre la conversación con Norberto. Antes de contarle algo, quería averiguar algunas cosas y comprobar algunos hechos.

La prioridad fue encontrar a la familia de Zacarias. Norberto no tenía las señas de su antiguo compañero, que lo había llamado desde un número sin identificar, por lo que el profesor tenía que llegar a él por otras vías. Buscó las fichas de los alumnos del curso anterior y las hojeó hasta llegar al registro del estudiante desaparecido. La pequeña hoja rectangular con el logotipo de la facultad identificaba a Zacarias Ali Silva. La foto carné en color, pegada en una esquina de la ficha, mostraba un rostro cubierto por una barba negra rizada que lo envejecía prematuramente.

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