—Tengo que volver a ponerme en la piel de quien envió el mensaje y de quien lo recibió —murmuró, pensativo.
Volvió a mirar fijamente en el mensaje, como si la intensidad de la mirada pudiera descifrar el secreto que ocultaba. Si el remitente era de Al-Qaeda, era muy probable que se tratara de un árabe. Y el destinatario también debía de ser árabe. Incluso si no eran árabes, al menos eran musulmanes fundamentalistas, lo que significaba, con toda certeza, que sabían árabe, aunque sólo fuera por haber memorizado el Corán. O sea que, pese a estar escrito en caracteres latinos, con toda probabilidad el mensaje original estaba en árabe.
En árabe.
¡El árabe se escribe de derecha a izquierda! ¿Cómo podía haber pasado por alto un detalle así?
Volvió a recurrir a la clave de César, a las cifras de sustitución homófonas, al cuadro de Vigenère, pero, esta vez, leyendo los resultados al revés. No consiguió nada tampoco. Suspiró, ya desanimado. En una última tentativa, se puso a escribir la secuencia de números y letras en tamaño gigante, como si pudiera extraer el secreto oculto en el acertijo agrandándolo.
Escribió los caracteres en un tamaño descomunal, tan grande que no cabían en una sola línea de la libreta, por lo que tuvo que repartirlas en dos líneas.
—¿«Seis-Ayhas-Um-Ha-Oito-Ru»?
De repente, le pareció que esta forma inesperada de presentar el acertijo tenía potencial. De izquierda a derecha no tenía sentido. ¿Y de derecha a izquierda?
—«Sahya-Seis-Ur-Oito-Ah-Um».
Tampoco.
Salvo que fueran coordenadas geográficas. Ur había sido la primera ciudad del mundo, donde nacieron la escritura y Abraham. Estaba en Sumeria, en el actual Iraq, y cerca de allí había una base aérea norteamericana. ¿Sería una pista? ¿Contendría el mensaje las coordenadas de un lugar? ¿Indicaría el sitio donde iba a ocurrir un atentado?
¿En Ur?
«Era una posibilidad», concluyó. Pero la separación de las cifras —el seis a un lado, el ocho a otro, y el uno en una posición aislada— no parecía corresponderse con coordenadas. Se puso a imaginar alternativas que lograran juntar las cifras. A primera vista, sólo podía conciliar el seis y el uno, por lo que probó una alternativa combinando las dos líneas. Comenzó en un sentido, sin resultados, y después probó en el sentido contrario.
—Dios mío.
Boquiabierto, de repente vio aparecer el mensaje ante sus ojos, potente y palpable. Cogió el bolígrafo y, en un frenesí nervioso, garabateó con flechas la secuencia del secreto que la cifra ocultaba.
—¡Lo tengo! —gritó.
El conductor se sobresaltó, asustado.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
Al notar que se había dejado llevar por el entusiasmo, Tomás se ruborizó, avergonzado.
—¡Nada, nada! —le aseguró, volviendo a la realidad—. Oiga, ¿falta mucho aún?
El coche pasó al lado de un pequeño campo ajardinado de
hockey
y desembocó al comienzo de una gran avenida de aspecto europeo, donde había instalado un cañón del siglo XVIII.
—Ya hemos llegado.
El coche aparcó al lado del paseo y, por la ventana, Tomás vio a una mujer escultural junto al cañón, con el cabello corto, cubierto por un pañuelo de seda naranja. Como si tuviera un sexto sentido, la mujer se volvió en dirección al taxi, se quitó las gafas de sol y lo miró con sus brillantes ojos azules.
Era Rebecca.
L
os carceleros arrastraron a Ahmed hasta la celda. Le dolía el estómago y era incapaz de caminar. Pero, aparte de las dificultades para moverse, llegaba en un estado incomparablemente mejor que el resto de los reclusos a los que habían interrogado antes que a él. Hubo otro detalle que sus compañeros de celda tampoco pasaron por alto: el interrogatorio no había durado más de media hora.
—¿Qué ha pasado? —preguntó uno de los reclusos a los que aún no habían interrogado, entre esperanzado y desconfiado.
—Creo que aún buscan creyentes que estuvieran implicados en la muerte del faraón —explicó Ahmed, en una referencia al asesinato de Sadat.
—¿Y tú no estuviste implicado?
—Claro que no.
—¿Cómo los has convencido de eso?
—Tenía doce años cuando ocurrió.
Todos los miembros de la celda pasaron por las manos de los interrogadores y la gran mayoría volvió casi inconsciente. La primera fase de los interrogatorios duró dos días. Después de eso, nadie los molestó durante otros dos días, lo que permitió recuperar fuerzas a los que habían sido más torturados.
Sin embargo, al quinto día, tres carceleros entraron en la celda y uno de ellos, después de llamar al mayor de los hermanos Walid, le dio un frasco con una cuchara.
—¡Tómate dos cucharadas de este jarabe!
Walid miró el frasco, intrigado.
—¿Qué es eso?
—¡Tú, tómatelo! —rugió el guarda.
Consciente de que no había modo alguno de negarse a cumplir la orden, el recluso cogió el frasco y se tomó las dos cucharadas del jarabe. Los guardias permanecieron en la celda, como si esperaran que el remedio hiciera efecto.
Minutos más tarde, después de consultar el reloj, le ordenaron:
—¡Masajéate las partes bajas!
—¿Qué?
—¡Haz lo que te digo! —volvió a gritar el guarda—. ¡Masajéate los bajos!
El preso obedeció y se masajeó los testículos, sin comprender el objetivo de aquella orden. Momentos después, paró, sorprendido por la enorme erección. Los carceleros parecían satisfechos con el resultado, pues se sonreían entre ellos, antes de volverse de nuevo hacia el recluso.
—¿Tu hermano?
Walid señaló a un hombre que estaba al otro lado de la celda.
—Está allí.
Uno de los guardas fue a buscarlo y, el que parecía estar al mando, ladró una nueva orden.
—Desnúdate.
Sin ni siquiera atreverse a dudar, el más joven de los Walid se quitó la ropa y se quedó desnudo en medio de la celda. Exhibía en los brazos, la espalda y el pecho las marcas del interrogatorio de la primera noche.
—¡Ponte a gatas!
El recluso se agachó y se puso a gatas. En la celda reinaba un silencio pesado; los demás presos ni se atrevían a respirar, por miedo a llamar la atención sobre sí mismos. El jefe de los carceleros miró al mayor de los Walid, que seguía teniendo una gran erección, y sonrió con malicia.
—¡Sodomízalo!
El preso enarcó las cejas, espantado con la orden.
—¿Cómo?
—¿Estás sordo o qué? —gritó el guarda—. ¡Sodomízalo!
El pánico se adueñó del rostro del mayor de los Walid.
—Pero…, pero…, pero es mi hermano.
El guarda dio un paso al frente, agarró del cuello al recluso y apretó con fuerza, hasta que enrojeció y, por un momento, dejó de respirar.
—¡Si vuelves a cuestionar una de mis órdenes, te mato! ¿Me has oído? ¡Te cojo por el gaznate y te mato! —Señaló al hermano más joven, que seguía a gatas en medio de la celda—. ¡Sodomízalo!
Acorralado y sin alternativa, el mayor de los Walid se bajó los pantalones y se acercó por detrás a su hermano. Desconcertados por lo que estaba pasando en la celda, Ahmed y los demás reclusos no sabían qué hacer. La mayoría miró para otro lado, en un esfuerzo por no ver lo que pasaba ante sus ojos, pero los gemidos de dolor y el llanto convulso de los dos hermanos eran demasiado terribles para poder ignorarlos. Fue en ese instante y en aquellas circunstancias cuando Ahmed se dio cuenta de dónde estaba: en el último círculo del Infierno.
Dos días después de la terrible escena de los hermanos Walid, los carceleros volvieron a la celda.
—¡Ahmed ibn Barakah!
Al oír que el guarda pronunciaba su nombre, Ahmed sintió un sobresalto. El corazón empezó a latirle con fuerza, como si se le fuera a salir del pecho.
—Soy yo.
—Acompáñanos.
El recluso siguió a los carceleros. El miedo le anestesiaba el cuerpo. No era sólo la breve experiencia de tortura, ni el estado en que habían vuelto los demás reclusos después de los interrogatorios lo que le asustaba de esa manera, sino, sobre todo, la humillación a la que habían sometido a los hermanos Walid.
«Si los hombres que dirigen la cárcel han sido capaces de hacer eso, pueden hacer cualquier cosa, por pérfida que se me antoje», concluyó. Por eso, se preparó para lo peor. Tenía que ser fuerte, entregar el cuerpo a su destino y esperar que Alá
Ar-Rashid
, el Guía, lo condujera a la salvación.
Acompañado por dos guardias, Ahmed recorrió el mismo pasillo por el que lo habían llevado cuando lo interrogaron días atrás, pero, en vez de entrar en la sala de interrogatorios, continuaron hasta llegar a la sala que daba acceso a aquella ala. Uno de los hombres abrió la puerta y empujaron al recluso hasta llegar a un patio. Lo condujeron por las escaleras al piso inferior y lo llevaron por un nuevo pasillo hasta otra puerta, que también abrieron.
—Entra.
Presa aún del miedo, Ahmed obedeció y cruzó la puerta. Era una celda nueva. Quizás había unos quince reclusos allí, pero todos tenían un aspecto mucho más saludable que los que había dejado atrás.
Clac
.
Oyó un sonido metálico tras de sí y se volvió. Habían cerrado la puerta de la celda. Sintió un gran alivio por todo el cuerpo, como si le llegara de nuevo oxígeno a los pulmones. Ahmed tomó entonces conciencia de que había abandonado el ala de los interrogatorios y que lo habían trasladado al ala de presos comunes.
Su vida pasó a ser considerablemente mejor de ahí en adelante. En esta nueva ala, los reclusos podían hacer ejercicio en el patio todos los días y hasta jugar al fútbol. Así, su vida cotidiana se convirtió primero en una experiencia agradable, después rutinaria y, al final, tediosa. Cuando no había juegos ni otras actividades, Ahmed se arrastraba lánguidamente por el patio, sin nada que hacer y con una eternidad de tiempo por delante.
Sin embargo, había momentos que le alegraban la vida. Ahora, su madre le enviaba comida dos veces al mes y podía leer los periódicos, el
Al-Ahram
y el
Al-Goumhouria
, que circulaban entre los presos. Así se enteró de las últimas novedades sobre la guerra santa de los muyahidines en Afganistán, que Alá los protegiera y los acogiera en el Paraíso, y de los detalles más indignantes sobre la ocupación sionista del Líbano, que Alá los maldijera y los condenara al Infierno. ¡Ah, cómo le gustaría unirse a los muyahidines!
Su soledad acabó precisamente un día que estaba sentado en un rincón del patio de la prisión leyendo los pormenores de la gran batalla que libraba el León de Panjshir, el glorioso comandante Ahmed Shah Massoud, contra los
kafirun
rusos, que se habían atrevido a poner sus inmundos pies en tierra islámica. A media lectura del texto, entusiasmado por la narración de la victoria en esa batalla, esta vez en Jalalabad, una sombra incómoda se proyectó sobre el periódico.
Alzó la vista y vislumbró un cuerpo plantado ante él. El sol le impedía distinguir las facciones del intruso. Se puso la mano en la frente, a modo de visera, para protegerse de la luz que lo cegaba. Se quedó boquiabierto cuando reconoció al hombre que lo miraba con una sonrisa cálida.
Era Ayman.
El profesor de religión que tanta influencia había ejercido sobre Ahmed en la madraza había envejecido mucho en los apenas tres años que había pasado en la cárcel. Su espesa barba era ahora canosa y tenía un aspecto cansado: ligeramente encorvado ya y con arrugas en la comisura de los ojos.
Pese a todo, Ahmed se emocionó con el encuentro. A lo largo de los últimos tres años, se había preguntado muchas veces qué sería del profesor, cómo estaría y si aún permanecería con vida. Rezaba a menudo a Alá para que protegiera a su maestro. Y ahora lo tenía delante, cierto que algo envejecido y desmejorado, machacado por los años de prisión, pero la llama del islam aún brillaba en sus ojos. Era al mismo tiempo un preso y un hombre libre: el cuerpo confinado en la prisión y el alma entregada a Alá.
—¿Qué le hicieron, señor profesor? —le preguntó, superada la emoción del reencuentro.
Ayman lo reprendió con un gesto amable.
—No me llames «profesor» —dijo—. Aquí no soy profesor. Además, ya sabes suficiente sobre el islam como para que te trate aún como un alumno.
—Entonces, ¿cómo debo llamarle?
—Hermano, como todo el mundo. Ambos somos musulmanes, y Alá exige modestia y pudor entre nosotros. Llámame «hermano».