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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Intriga, #Policíaco

Ira Divina (24 page)

BOOK: Ira Divina
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Tomás cogió el teléfono móvil y llamó al número de teléfono que constaba en la ficha.

—¿Quién es? —respondió una voz femenina al otro lado de la línea.

—Buenos días, señora. ¿Podría hablar con Zacarias?

—Zacarias no está.

—Soy el profesor Noronha, de la Universidade Nova de Lisboa. Necesitaría hablar urgentemente con Zacarias. ¿Podría decirme dónde lo puedo localizar?

—Mi hijo está fuera del país.

—¿Es usted su madre?

—Lo soy, sí.

—Encantado, señora. Fui profesor de Zacarias el año pasado y debo felicitarla: tiene usted un hijo muy inteligente.

Tomás percibió el orgullo de madre al otro lado de la línea.

—Gracias.

—¿Cuándo volverá Zacarias?

—Dentro de unos meses.

—¡Ah, qué lástima! Es muy urgente que hable con él…, ¿no habría alguna forma de contactar con él?

—Bueno, mi hijo se marchó a estudiar a Pakistán. Es un poco difícil contactar con él.

—Pero ¿no dejó algunas señas?

—Claro que sí.

—¿Y podría dármelas?

La madre hizo una pausa, dudando qué responder.

—Antes de marcharse, mi hijo nos pidió que no lo llamáramos.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—¡Bueno, manías suyas! Ya sabe usted cómo son las cosas, la juventud de hoy en día quiere hacer lo que le apetece…

—Entonces, ¿cómo habla usted con su hijo?

—A veces nos llama él.

—¿Y no usa el número que le dejó?

—Ese número es sólo para cosas muy urgentes. Nos insistió mucho en que sólo debíamos llamarlo en caso de extrema urgencia.

—Bueno…, éste es un caso de extrema urgencia. ¿Me lo podría dar?

La voz femenina volvió a hacer una pausa.

—No lo sé.

Tomás respiró hondo. Se dio cuenta de que tendría que ser muy persuasivo si quería llegar a alguna parte.

—Óigame, señora —dijo, mientras su mente buscaba frenéticamente la mentira más convincente y seductora que pudiera imaginar—, tengo que hablar con Zacarias. Se ha presentado… una gran oportunidad profesional para él y tenemos que actuar con mucha rapidez.

La señora adoptó un tono distante, incluso desconfiado.

—¿Podría explicarme de qué se trata?

Tomás vio que la mentira tendría que ser buena.

—Yo doy clases en la facultad, pero también trabajo en la Gulbekian. La fundación está vinculada al negocio del petróleo, no sé si lo sabe…

—Todo el mundo lo sabe.

—La fundación está buscando a una persona con formación en estudios islámicos para dirigir su Departamento de Relaciones con el Mundo Islámico. Ya sabe cómo son estas cosas. Piensan que no hay nada como un musulmán hablando con otro musulmán, porque parece que eso facilita los negocios en Oriente Medio. La persona que desempeñaba esa función, un musulmán muy respetado, ha muerto de forma repentina y necesitan un sustituto con mucha urgencia. Es un trabajo en el que se manejan muchos millones, por lo que puede imaginarse que la responsabilidad es enorme y…, y hablamos de un trabajo con un sueldo principesco. —Estas últimas palabras las dijo en tono de confidencia, como si estuviera compartiendo un gran secreto—. Hablaron conmigo y les recomendé a Zacarias. Ahora, si no lo encuentro…, perdemos la oportunidad…

Al otro lado de la línea, la mujer siguió en silencio, esta vez por menos tiempo que en las pausas anteriores.

—Voy a buscar el número de Zacarias.

Tomás contempló por un instante el número que ya había apuntado en la libreta de notas. Después se levantó a buscar la guía de teléfonos. Localizó las páginas de llamadas internacionales y sólo paró cuando llegó a Pakistán. Miró de nuevo el número que la madre le había dado: 00 - 92 - 42 - 973…

El prefijo nacional, 92, era el mismo que el de Pakistán. Miró el prefijo de la región y recorrió la lista de prefijos por ciudad, que aparecía en orden alfabético:

«Faisalabad 41; Islamabad 51; Karachi 21; Lahore 42.»

Se detuvo en este último prefijo, 42, y volvió a comprobar el número que la mujer le había dado. Lahore, el número para urgencias de Zacarias era de Lahore. Conocía la ciudad por el nombre y por las múltiples referencias históricas, pero era incapaz de situarla en el mapa. Cogió el atlas y buscó las páginas de Asia. Encontró Pakistán y deslizó el índice hasta Lahore. Estaba cerca de la frontera con la India.

Aún dudaba qué debía hacer a continuación. La decisión más sencilla era pasar el asunto a Rebecca y al personal del NEST. Pero, quizá, lo mejor sería comprobar que estaba siguiendo una pista correcta, no fuera el caso que estuviera dando una falsa alarma, lo que podría ser embarazoso. Además, Zacarias lo conocía a él, no a los norteamericanos que aparecerían en escena.

Venciendo sus últimas renuencias, cogió el teléfono móvil y marcó el número. Luego vinieron los sonidos del establecimiento de llamada y al final el aparato comenzó la llamada.

Trrr-trrr… Trrrr-trrrr


Salaam
—respondió una voz masculina al otro lado.


Hello
? —preguntó Tomás en inglés—. ¿Podría hablar con Zacarias Silva, por favor?


Muje angrezee naheeng aatee
!

El hombre no hablaba inglés. Lo intentó de nuevo en árabe, pero volvió a responderle en urdu.


Kyaap aap ko urdu atee hay
?

El portugués suspiró, impaciente por aquella conversación de sordos. Así no llegaría a ninguna parte.

—Zacarias Silva —dijo repitiendo luego el nombre propio sílaba a sílaba—: ¡Za-ca-ri-as!

—¿Zacareya? ¿Zacareya?

—Eso, eso —dijo entusiasmado—. ¿Está?

El pakistaní replicó con una parrafada en urdu tan larga que dejó a Tomás sin saber qué responder.

—¡Zacarias! —consiguió decir apenas tuvo una oportunidad—. ¡Llámelo, por favor! ¡Zacarias!

Volvió a recibir una frustrante parrafada en urdu por respuesta. Sin embargo, cuando Tomás ya desesperaba el hombre dejó de hablar, aunque no colgó.

—¿Sigue ahí? —gritó el historiador, sin entender qué pasaba—. ¿Sigue ahí? ¡Hola!

El silencio se prolongó y, por un momento, el portugués no supo qué hacer. ¿Debía esperar? ¿Quizás era mejor colgar y volver a llamar? ¿Se habría cortado la llamada? Lo cierto es que no sabía cuál era la mejor opción.

—¿Hola?

La línea parecía muerta. A medida que el silencio se prolongaba, Tomás se inclinaba por la posibilidad de colgar y volver a llamar. Sin embargo, cuando iba a hacerlo, alguien respondió.


Salaam
—dijo una voz distinta al otro lado, más suave que la anterior.

«Tal vez éste habla inglés», pensó Tomás, esperanzado.


Hello
? Quisiera hablar con Zacarias Silva, por favor.

Al detectar la pronunciación portuguesa del «Zacarias Silva», la voz cambió de forma inesperada al portugués.

—Soy yo. ¿Quién es?

—¿Zacarias Silva?

—Sí, soy yo.

—Soy Tomás Noronha, tu profesor de Lisboa. ¿Me oyes bien?

—Sí, le oigo bien. ¿Qué pasa?

—Zacarias, Norberto me llamó y, por lo que me dijo, parece que necesitas ayuda. Dime en qué te puedo ayudar y lo haré.

—Profesor, no puedo hablar ahora —dijo Zacarias, tan deprisa que se atropellaba—. Después le llamo.

Clic
.

Colgó.

Tuvo el móvil encendido durante el resto del día, siempre preocupado por recibir la llamada de Zacarias. Ni siquiera desconectó el aparato durante las clases. Se sentía casi como un adolescente enamorado, tan ansioso por recibir la llamada prometida de su amada que llegaba a suspirar.

Siempre que sonaba el teléfono, se echaba la mano al bolsillo y lo sacaba con rapidez e interés, para decepcionarse luego al constatar que la llamada no era de su antiguo alumno.

—Está usted extraño —le dijo Rebecca, una de las personas que lo llamó entre tanto—. ¿Pasa algo?

—Casualmente, sí que pasa algo.

—Ah, ¿sí? ¿Qué?

—Calma —dijo riéndose él—. Cuando tenga algo más concreto le cuento, ¿vale?

Rebecca soltó un grito de excitación.

—¡No me diga que ha descubierto algo!

—Calma…

Sin embargo, la calma no era un bien del que Tomás dispusiera en abundancia esos días. Estuvo atento al teléfono móvil durante dos días sin que pasara nada, lo que le inquietó aún más. ¿Qué habría pasado? ¿Qué secretos ocultaba Zacarias? ¿De qué tenía miedo? ¿Por qué había hablado de terroristas cuando llamó a Norberto?

Ante el silencio obstinado del ex alumno, el historiador pensó que los acontecimientos lo habían superado. Esa noche, al acostarse, decidió abrir el juego a Rebecca a la mañana siguiente.

«Al fin y al cabo —pensó—, ella y el NEST son los que cuentan con medios para llegar a Zacarias».

Crrrrrrr. Crrrrrrr. Crrrrrr.

El teléfono móvil sonó en mitad de la noche. Se despertó de forma repentina y miró la pantalla del despertador que tenía sobre la mesita de noche y vio la hora que el reloj mostraba en color ámbar fluorescente: las 4.27.

Estiró el brazo y cogió el aparato.

—Sí —respondió somnoliento.

—¿Profesor Noronha?

La voz distante lo despertó como si en aquel momento le hubieran echado un jarro de agua fría por encima. Se incorporó inmediatamente en la cama, súbitamente despejado.

—Sí, soy yo —confirmó—. ¿Eres tú, Zacarias?

—No tengo mucho tiempo para hablar —dijo la voz—. ¿Hablaba usted en serio cuando dijo que me ayudaría?

—Totalmente en serio. ¿Qué necesitas?

—¡Necesito que me saque de aquí!

—¿Quieres que te envíe dinero para un billete de avión?

—Tengo dinero —respondió Zacarias—. El problema es que ellos desconfían de mí y me tienen vigilado. Si fuera a la estación de trenes o al aeropuerto, lo descubrirían.

Tomás sintió el impulso de preguntar quiénes eran «ellos», pero se contuvo. El tono de urgencia que notó en la voz del antiguo alumno le indicó que Zacarias no tenía mucho tiempo para hablar, por lo que tendría que limitarse a pedirle información que fuera útil.

—Entonces, ¿qué quieres que haga?

—No lo sé muy bien. Necesito protección para poder salir de aquí.

—¿Quieres que vaya allí?

—Es peligroso, profesor…

—No te preocupes por mí. Estás en Lahore, ¿no?

—Sí.

—Entonces, nos encontramos dentro de ocho días al mediodía en Lahore. —Abrió el cajón de la mesita de noche y cogió un lápiz—. Dime dónde.

Zacarias hizo una pausa mientras intentaba decidir un punto de encuentro.

—En el fuerte de la ciudad vieja —decidió—. ¿Sabe dónde está?

Tomás anotó la referencia.

—No, pero lo averiguaré. Nos encontramos en el fuerte de la ciudad vieja de Lahore, al mediodía, dentro de una semana.

—De acuerdo. —Se hizo un silencio inesperado al otro lado de la línea, como si el ex alumno quisiera decir algo más—. Y…, profesor…

—¿Qué, Zacarias?

—Tenga mucho cuidado.

24

P
or los portalones, que ahora se abrían de par en par, se accedía a un complejo carcelario absolutamente gigantesco. Tora albergaba cuatro prisiones y Ahmed y sus compañeros de viaje fueron conducidos a una de ellas. El miembro de la Hermandad Musulmana que había visto el nombre «Tora» en el cartel contempló lúgubremente el edificio al reconocerlo.

—Mazra Tora.

El resto de los presos comprendió de inmediato lo que significaba aquel nombre. A Ahmed, en cambio, no le decía nada.

—¿Lo conoces?

—Es la prisión a la que mandan a nuestros hermanos.

La vida en Abu Zaabal había sido un completo infierno, y Ahmed estaba convencido de que, dijeran lo que dijeran, no podría ser peor. Pero se equivocaba. Los primeros días en Tora le hicieron ver que ese infierno tenía varios niveles y que Mazra era quizás el más profundo.

Llevaron a los recién llegados a una de las alas de la prisión. Pronto se percataron de que se trataba de un sector especial. Metieron al grupo procedente de Abu Zabaal en una celda inmunda y, horas después, los guardias fueron a buscar a uno de ellos.

—¿Para qué lo querrán?

Nadie fue capaz de responder.

—Vamos a esperar a ver qué pasa —sugirió el mayor del grupo.

Tuvieron la respuesta dos horas después, cuando su compañero reapareció ensangrentado y casi incapaz de hablar. En ese momento, supieron que aquélla era el ala de los interrogatorios.

Después de ver el estado en el que el preso había llegado y, consciente de lo que le esperaba, el segundo recluso al que llamaron se resistió e intentó escapar de los carceleros. Lo golpearon allí mismo, frente a sus compañeros, y lo arrastraron de los pelos fuera de la celda.

—Vas a aprender a obedecer —rugió uno de los guardas que se lo llevaban.

El segundo preso volvió horas después en una camilla. Le habían partido algunos dientes, y tenía los ojos hinchados y las manos ensangrentadas. Se fueron sucediendo los reclusos. Ahmed notó que se abría una vez más la puerta de la celda. Dos guardas entraron y dejaron en el suelo al hombre a quien acababan de interrogar. Luego se acercaron y se pararon frente a él.

—Es tu turno.

Como un autómata, pues casi no sentía las piernas y las manos le temblaban de manera repentina, Ahmed se levantó y los acompañó fuera de la celda. Caminaba en trance, sin pensar, sabiendo lo que le esperaba, pero resignándose a su destino, como si dejara su vida en manos de Alá
Ar Rahim Al-Halim Al-Karim
, el Misericordioso, el Clemente, el Benévolo.

La sala era una habitación encalada, con charcos de sangre en el suelo y manchas rojizas en la pared. Había una silla en el centro, con correas para atar al recluso de brazos y piernas, y una máquina eléctrica al lado. Un hombre gordo y sudoroso, de aspecto brutal y con barba rala, se acercó a él.

—¡Desnúdate! —le ordenó.

Ahmed miró de reojo la salita. Tenía el corazón sobresaltado y el cuerpo le temblaba por las convulsiones. Dudó por un momento qué debía hacer.

—¿Qué…, qué van a hacerme?

Paf
.

El rostro le ardió con la violenta bofetada.

—¡Desnúdate!

El preso se quitó la ropa de inmediato hasta quedarse desnudo. El hombre gordo lo agarró del pelo y lo obligó a sentarse en la silla. Los guardas que lo habían ido a buscar a la celda le apretaron las correas a los brazos y las piernas para inmovilizarlo en el asiento. Luego, le pusieron en los testículos unos electrodos conectados a la máquina de al lado. Cuando terminaron, el hombre gordo se plantó frente al recluso con una gran maleta en las manos.

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