Ira Divina (20 page)

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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Ira Divina
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—¿Cuál?

—Descifre el mensaje que le he pasado hace un momento. Todo depende de lo que allí se diga.

Tomás se echó la mano al bolsillo y sacó una libreta. La ojeó y localizó la página donde había copiado la línea de letras y números que se encontraba oculta bajo la imagen pornográfica.

—No hay forma de que me proporcionen la clave de este mensaje cifrado, ¿no?

La mujer soltó una carcajada.

—¡Si la tuviéramos, Tom, puede estar seguro de que ya la habríamos usado! —exclamó—. Oiga, el correo contiene, sin duda alguna, órdenes operativas. Ese mensaje se abrió en Lisboa, lo que significa que este atentado podría afectar a su país. Si yo fuera usted, ¿sabe lo que haría? ¡Haría horas extraordinarias para descifrar el mensaje!

—Mire, oiga, yo sólo soy un historiador. ¿Por qué no pasan el asunto al SIS?

—Ya lo hemos hecho.

—¿Y qué hicieron ellos?

Rebecca entornó los ojos.

—No saben nada.

—Pero ¿qué dijeron?

—Que la comunidad musulmana portuguesa es muy pacífica y que no da problemas.

—Y tienen razón.

La norteamericana señaló el papel que Tomás tenía entre los dedos.

—¿Eso es lo que cree? Entonces ¿quién usó un cibercafé en Lisboa para abrir el correo que escondía ese mensaje cifrado? ¿El niño Jesús?

El portugués se paró para volver a leer la línea que había anotado en su cuaderno de notas. Dos segundos después, cerró el cuaderno con un gesto decidido y se lo metió de nuevo en el bolsillo.

—No lo sé —dijo—, pero puede estar segura de que lo descubriré.

18

E
L hombre era rubio, con la piel enrojecida por el sol, y miraba con interés los productos expuestos a lo largo de la callejuela adyacente a Midan Hussein.

—¡
Mister, mister
! —lo llamó Ahmed, que con una sonrisa encantadora se acercaba al cliente—. ¡Venga a ver la gruta de Alí Baba!

—¿Ah, sí? —sonrió el occidental—. ¿Y qué tiene de especial?

—Está llena de tesoros.

La vida de Ahmed después de las clases consistía ahora en deambular por las callejuelas del
souq
en busca de clientes occidentales. Chapurreaba el inglés, la jerga para turistas que Arif le había enseñado y que fue perfeccionando a través del contacto con los extranjeros.

Muchos occidentales lo encontraban gracioso y se dejaban arrastrar por el laberinto del Khan Al-Khalili hasta la tienda de pipas de agua, casi a la sombra del minarete de Al-Ghouri. Había días que atraía a tantos clientes y recibía por ello tantas piastras que llegaba a ganar cinco o diez libras egipcias.


Masha’allah, Ahmed! Masha’allah
!

Arif, el dueño de la tienda, estaba tan satisfecho con la eficacia de su joven agente que empezó a llamarlo «hijo mío». Lo invitaba a almorzar junto a él en el comedor, desde donde Ahmed observaba a menudo cómo comían las mujeres en la cocina. Arif tenía varias hijas, todas ellas esbeltas y gritonas, pero el muchacho sólo tenía ojos para la bella Adara. Las mujeres se quedaban aparte, pero siempre que la muchacha se acercaba por cualquier motivo, Ahmed se ruborizaba y bajaba la vista.

Desde que comenzó a trabajar en la tienda de pipas, nunca había intercambiado una palabra con ella. Astuto, como buen comerciante, Arif se percató pronto del interés que su protegido tenía por su hija. No se enfadó. No estaba seguro de que Ahmed fuera la persona ideal para Adara, una niña a la que consideraba especialmente rebelde, pero tampoco estaba seguro de lo contrario, por lo que decidió vigilar a su pupilo con atención.

El comportamiento que observó con el tiempo en Ahmed le agradó. Descubrió que el muchacho, como buen musulmán, dedicaba parte de lo que ganaba al
zakat
, a limosnas que distribuía entre los necesitados. Ahmed se limitaba a cumplir celosamente las enseñanzas del jeque Saad, ahora que había entendido que la mayor parte de lo que el mulá le había explicado no eran necesariamente ideas sufíes, sino el verdadero islam. Y ése fue el islam que Arif descubrió en Ahmed. El Corán y la sunna del Profeta exigían generosidad y respeto por los demás, virtudes que comenzaban precisamente por la distribución desinteresada del
zakat
entre los desfavorecidos. Ahmed se enorgullecía de ser el más creyente de los creyentes, por lo que nunca descuidaba esta obligación, lo que a Arif no le pasaba desapercibido.

Alá exigía también respeto a la familia, y Ahmed, pese a que evitaba pasar tiempo en casa, entregaba a su madre el resto del dinero que ganaba en el
souq
.

—¿De dónde has sacado este dinero? —le preguntó la madre la primera vez que el hijo le dio dos billetes de una libra.

—Del
souq
—respondió con sinceridad, tal como ordenaba el Corán—, trabajando en una tienda de
sheesha
.

Los padres se encogieron de hombros ante la noticia y le dejaron hacer lo que quisiera. Siempre que fuera a la madraza y pasara de curso, todo les parecía bien.

Pero Arif, a quien no se le escapaba nada, sacaba sus propias conclusiones.

—¿Qué piensas de Adara?

La pregunta de Arif le cogió por sorpresa. La muchacha acababa de pasar por el comedor y su admirador secreto la había seguido con la mirada con interés mal disimulado.

—¿Qué? —exclamó el muchacho, aturdido, como si lo hubieran pillado con la mano en los
baklavas
.

—Adara. ¿Qué piensas de ella?

Ahmed se ruborizó y, al sentirse desnudado por los ojos escrutadores del patrón, bajó la vista.

—Yo…, yo… no sé.

—¿No sabes? Entonces, ¿no la ves? No me vengas con ésas, acaba de pasar por aquí…

El adolescente se mantuvo absolutamente quieto en su lugar, horrorizado por la facilidad con la que había dejado ver sus intenciones.

—¿Te gustaría casarte con ella algún día?

Ahmed alzó los ojos. Un rayo de esperanza le iluminó el rostro.

—¿A mí?

Arif se rio.

—Sí, a ti. ¿A quién va a ser? ¿Crees que serías un buen marido para Adara? Es una buena chica.

Con el corazón latiéndole aceleradamente en el pecho y la garganta estrangulada por la emoción, el muchacho sólo consiguió asentir y contestar con un hilo de voz:

—Sí.

—Tendrás que domarla, claro. Mi hija es un poco rebelde y necesita la mano firme de un hombre. ¿Te ves capacitado para esa tarea?

Respondió de nuevo con un hilo de voz.

—Sí.

—Para eso tendrás que ser siempre un buen musulmán, no una bestia como los
kafirun
que traes a la tienda. ¿Crees que puedo estar tranquilo en cuanto a eso?

En ese momento, la voz de Ahmed ganó en cuerpo y firmeza. Estaba decidido a ser un buen musulmán toda su vida, a cualquier precio.

—¡Con la gracia de Dios, no le decepcionaré!

Arif soltó una carcajada y le dio una palmada en la espalda. El acuerdo estaba sellado. Ahora sólo faltaba que Ahmed y Adara crecieran.

Ambos crecieron sin que nadie tuviera que pedirles que lo hicieran. En los años siguientes, la vida de Ahmed se desarrolló en la madraza por la mañana y en el
souq
por la tarde. Fue una época en la que maduró y adquirió experiencia.

El contacto con los turistas provocaba en el muchacho una repugnancia que se esforzaba por ocultar. Desaprobaba la forma atrevida e inmodesta en que las mujeres occidentales se presentaban en público: exhibían los hombros y los muslos, lo que les hacía parecer mujeres de la calle, ordinarias y desvergonzadas. ¿No había exigido el Profeta decoro? ¿Dónde estaban los velos que las debían proteger de las miradas pervertidas? ¡Hasta había visto matrimonios de turistas que andaban de la mano en público!

Se encogía de hombros, en un gesto que mezclaba su furia y su indignación. Eran
kafirun
, ¿qué se le iba a hacer? Llegó a la conclusión de que los relatos sobre los cruzados decían la verdad. Confirmó así que el profesor Ayman, que Alá lo protegiera dondequiera que lo tuvieran encerrado, tenía razón: estos bárbaros desconocían las reglas más elementales de la decencia y la buena conducta. No eran más que animales que se abandonaban a sus instintos primarios. Los
kafirun
parecían ricos, claro. Pero eso no los libraba de ser poco más que salvajes.

¡Qué diferencia entre esa gente y Adara, por ejemplo! Los meses se habían convertido en años, y Adara dejó de ser una niña y se convirtió en una mujercita. Poco después de que tuviera su primera menstruación, el padre le ordenó que se cubriera al salir a la calle, no fuera que la desnudez de su piel lechosa desencadenara de forma involuntaria la excitación sexual de los hombres. Ahmed aprobó esta decisión con todo su corazón. ¿No había dicho el propio Profeta, según un
hadith
, que «cuando una mujer alcanza la edad de la menstruación no es adecuado que muestre ninguna parte de su cuerpo, salvo ésta y ésta», refiriéndose al rostro y las manos? Las mujeres
kafirun
no eran más que unas ordinarias, mientras que bastaba con posar los ojos sobre la hija de Arif para comprobar la modestia y el decoro que caracterizaban a los creyentes. ¡Qué contraste! Las
kafirun
exhibían su cuerpo sin pudor alguno, mientras que Adara salía toda cubierta, como el mensajero de Dios exigía.

El problema fue que, con el tiempo, la muchacha pareció dar señales de rebeldía y, a partir de cierto momento, comenzó a usar ciertas prendas que le parecían poco apropiadas al muchacho con el que estaba prometida. Al principio, Ahmed calló, pero cuando estos comportamientos se volvieron demasiado ostensibles, llegó un momento en que no pudo contenerse y llamó la atención a Arif.

—Adara sale a la calle cubierta siempre de forma adecuada —observó un día durante el almuerzo, midiendo las palabras con cuidado—. Pero, hace poco, la vi salir y hacer algo que llama la atención a los hombres.

—¿Qué? —dijo Arif, alarmado, preocupado por la reputación de su hija—. ¿Qué le viste hacer?

—Llevaba tacones altos —denunció Ahmed bajando la voz—. Eso hace que los hombres se imaginen sus piernas…

El patrón dio un puñetazo en la mesa, súbitamente enfadado.

—¡Por Alá, eso no puede ser! Cuando esta niña vuelva, voy a tener unas palabras con ella.

—Tiene que llevar zapatos bajos —añadió Ahmed, levantando el dedo índice—. Y eso no es todo: olía a champú perfumado. ¡Eso es peligroso! Distrae la mente de los hombres, los aparta de Alá y les inspira fantasías pecaminosas.

Arif se levantó de un salto, incapaz ya de contener la justa indignación que, como padre ultrajado, sentía.

—Tienes razón —vociferó—. ¡Cuando llegue, la castigaré como es debido! ¡No quiero sinvergüenzas en mi casa!

El contacto con los occidentales expuso a Ahmed a algunas ideas nuevas. Un día, cuando caminaba por las calles del
souq
camino de la tienda de pipas de agua, uno de los turistas le preguntó qué opinaba del Gobierno de Egipto. El muchacho se encogió de hombros.

—Yo no opino nada,
mister
. Sólo soy un musulmán.

—Pero ¿no te gustaría que hubiera democracia en tu país?

A la pregunta, Ahmed reaccionó con una expresión de indiferencia.

—¿Qué es eso,
mister
? —preguntó.

Esta vez fue el turista quien se rio.

—¿Democracia? ¿Nunca has oído hablar de la democracia?

—No,
mister
.

—Consiste en poder elegir a tu presidente —explicó el europeo—, y en poder decidir cómo se gobierna tu país y cómo se aprueban sus leyes. ¿No te gustaría?

—Pero ¿para qué necesito hacer eso?

La pregunta le pareció tan ingenua al turista que por un momento lo desconcertó.

—No sé, para… poder cambiar de presidente, por ejemplo. Imagina que crees que este Gobierno no lo está haciendo bien. En vez de que mande siempre, puedes cambiarlo y poner a otro que gobierne mejor.

—Pero él no dejaría que hiciéramos algo así,
mister
.

El turista se rio de nuevo.

—¡Claro que no! Por eso se necesitan leyes democráticas que permitan sustituirlo. ¿No te gustaría que las hubiera?

—No necesitamos nuevas leyes,
mister
—replicó Ahmed, que aminoró el paso, pues ya estaban cerca de la tienda de pipas de agua—. Ya tenemos leyes adecuadas para gobernarnos.

—¿Cuáles? ¿Las de estos dictadores que mandan sobre vosotros?

El muchacho señaló al cielo.

—Las de Alá.

Con el tiempo, se dio cuenta de que el
souq
estaba repleto de policías. Algunos iban de uniforme, por lo que era fácil detectarlos. Pero había otros que iban de paisano, se mezclaban con la multitud y se movían por todas partes. Parecían hormigas.

Ahmed tomó conciencia por primera vez de que andaban por allí cuando vio que unos desconocidos requisaban los productos que un vendedor exponía en un tapete en el paseo: camisas de marca, radios, perfumes…

—Contrabando —le explicó lacónicamente Arif, que contemplaba la escena apoyado en la puerta de la tienda.

Sentando en el escalón de la tienda de pipas de agua, Ahmed observaba sorprendido cómo los hombres esposaban al comerciante al que había pillado
in fraganti
.

—Pero ¿cualquiera puede detenerlo?

Arif se rio.

—Esos tipos no son cualquiera, muchacho —dijo lo suficientemente bajo para que sólo lo oyera su joven empleado—. Son policías.

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