Historia de un Pepe (22 page)

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Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)

Tags: #Novela, Histórico

BOOK: Historia de un Pepe
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—Antes de responder a esa pregunta —dijo—, deseo saber con autoridad de quién me ha privado usted de mi libertad personal y encerrándome en esta mazmorra, en compañía de un cadáver.

El embozado se rió al oir la pregunta del letrado y le contestó:

—No estamos para perder el tiempo en discusiones inútiles. Responda usted categóricamente a la pregunta que voy a dirigirle, o me vuelvo por donde he venido.

—Pregunte usted, con mil diablos —dijo Arochena, rechinando los dientes de rabia.

—¿Qué objeto ha tenido usted al disfrazarse y fingirse dormido en el sitio donde lo he encontrado?

—Si yo dormía realmente o no —respondió el abogado^, no es cuenta de nadie. En cuanto al objeto que tuve, no lo ocultaré a usted, ya que revelándolo, recobraré mi libertad. Espiaba yo a los que entran y salen de casa del escribano real don Ramón Martínez de Pedrera.

—¿Y con qué fin los espiaba usted?

—Estoy haciendo la defensa de un reo, que aumentará extraordinariamente mi reputación, si logro sacarlo libre. Es un pobre diablo a quien se acusa de formar parte de la gavilla de asesinos y ladrones que capitanea Pie de lana, y se le supone cómplice en el ataque nocturno de que estuvo a punto de ser víctima el capitán Matamoros. Yo tengo motivos para sospechar que el que atacó al capitán fue una de las personas que se reúnen por las noches en casa de Pedrera; ignoro qué clase de gente es la que allí concurre, y para averiguarlo, examinando a los que entran y salen, me he situado durante seis noches en el punto donde usted me halló.

—¿Y por qué sospecha usted —dijo el embozado—, que el agresor de Matamoros fue uno de los que concurren a la tertulia del escribano?

—Porque sé —contestó Arochena—, que eso que usted llama tertulia, es una reunión de jugadores; que el capitán estuvo allí esa noche, que ganó una suma de dinero y que se le encontró herido y sin un peso en los bolsillos.

—¿Y no puede haber caído en manos —replicó el otro—, de algunos malhechores que lo hayan herido y robado, caso de que sea cierto lo que usted asegura?

— No es imposible —dijo el abogado—; pero tampoco lo es que uno o algunos de los jugadores hayan seguido al capitán y asaltándolo al volver a su casa.

El embozado guardó silencio durante un rato, y don Diego se felicitaba en su interior de haber forjado una historia que tenía todos los visos de la probabilidad, y con la que engañaría a su carcelero, sin descubrir el verdadero objeto de su espionaje, que no era ciertamente la casa de Pedrera, sino la contigua.

—Veo —dijo el desconocido—, que usted sabe más de lo que le conviene. Vayase con tiento, pues hay cosas cuyo conocimiento puede hacer la ruina del que lo adquiere. Lo que usted acaba de decirme será o no será lo cierto; pero por ahora quiero contentarme con la explicación de usted. Voy a ponerlo en libertad, y no olvide la lección que ha recibido.

—No la olvidaré, dijo don Diego en su interior, ni descuidaré tampoco el arreglar la cuenta que te abro desde esta noche, malvado. iAy de ti si la sospecha que he concebido resulta cierta!

El embozado abrió la puerta y entraron cuatro hombres. Al apoderarse del abogado para conducirlo fuera de aquel recinto, advirtieron que se había desatado las manos y quitádóse el pañuelo de los ojos. Volvieron a maniatarlo y a vendarlo, cargaron con él, salieron y una vez en la callé, hicieron evoluciones semejantes a las que habían hecho al llevarlo, hasta que habiendo llegado delante de la puerta de la casa de Arochena, lo tendieron en la grada y se alejaron.

CAPÍTULO XX
Revelación.
Descubrimiento

P
or fortuna para el licenciado don Diego de Arochena, no hubo persona alguna que lo viera aquella madrugada vendado de los ojos, atado de las manos y disfrazado de mendigo en la puerta de su propia casa. Su amigo íntimo y discípulo don Jerónimo Rosales, inquieto al ver que amanecía y no regresaba don Diego de su expedición nocturna, tomó la capa y el sombrero y dispuso ir a buscarlo. No bien hubo abierto la puerta, encontró al licenciado tendido en la grada, echando mil maldiciones y jurando vengarse, aunque sin decir de qué ni de quién. El pasante desató la ligadura, quitó la venda de los ojos de su maestro y guardó cuidadosamente el ceñidor y el pañuelo, como cuerpo del delito.

Arochena, no obstante la fatiga que sentía, no quiso acostarse; refirió su extraña aventura a don Jerónimo, y a pesar de la intimidad que reinaba entre ellos, omitió en su relación una vaga sospecha que había concebido, por la estatura, el aire y el acento de la voz (aunque fingida), del sujeto que le había jugado tan pesada burla. Parecíale la idea tan inverosímil, que quiso aguardar a tener alguna prueba para comunicarla a Rosales. Por lo demás, la aventura de aquella noche no retrajo a don Diego de su propósito de procurar la aclaración del secreto que tanto le interesaba descubrir. Por el contrario, ella fue un motivo más para excitarlo a continuar sin descanso sus investigaciones, que tendrían en adelante un doble objeto: el de impedir el matrimonio de Gabriel Fernández y el de vengarse del desconocido que le había inferido tan grosero ultraje.

Durante toda la mañana estuvo el licenciado cavilando, sin poder acertar con el hito que debiera conducirlo en el laberinto de dudas y de confusión en que se hallaba envuelto. Pero acontece muchas veces en la vida que un secreto que no podemos descubrir por nuestros esfuerzos, comienza a revelársenos por efecto de la casualidad; y así le sucedió aquella vez a don Diego. Como al medio día paseábase en su gabinete, en la mayor agitación, hablando y gesticulando solo, cuando se abrió la puerta con cautela, entró el criado de la casa y puso una esquela cerrada en manos de su amo. Arochena conoció la letra del sobrescrito y estuvo a punto de arrojar el billete, sin abrirlo, a la canasta de los papeles inútiles. Sin embargo, dominando aquel impulso, abrió la carta y leyó lo siguiente:

"Amigo don Diego: necesito urgentemente ver a usted. Estoy enfermo. Venga. —Andrés de Urdaneche".

Será, pensó Arochena, para alguno de tantos negocios de la casa que me están encomendados. ¡Bueno estoy yo para ir ahora a ocuparme en esas cosasl No iré.

Puso la esquela abierta sobre su bufete y continuó paseándose, entregado a sus cavilaciones. Cada vez que llegaba delante de la mesa, echaba los ojos maquinalmente a la carta.

—Necesita urgentemente el yerme —decía Arochena—. ¿Y a mí qué me importan las urgencias de don Andrés ni las de su casa de comercio...? Dice que está enfermo... No es extraño. Es tiempo ya. Ese hombre es viejo... ¿Y si estuviera en casó de muerte? —añadió el letrado como si lo asaltara una idea súbita—. ¿No es él, corresponsal de Fernández de Córdoba? ¿No es él, encargado de suministrar a su supuesto hijo cuanto necesita? ¿Si me llamara para una revelación importante? Voy allá inmediatamente.

Cinco minutos después don Diego llegaba a casa de Urdaneche y era introducido en el dormitorio del viejo negociante. Don Andrés estaba recostado en un sillón, pálido, pensativo y con el brazo izquierdo suspendido de un pañuelo blanco, atado en derredor de la nuca. El criado que introdujo al licenciado se retiró y cerró la puerta, por orden de su amo.

—¿Está usted malo, señor don Andrés? —dijo Arochena, fijando su mirada escrutadora en las facciones del anciano.

—Sí, amigo mío —contestó Urdaneche sin alteración aparente—. He sufrido esta mañana un ligero ataque de insulto y ha sido necesario sangrarme.

—Eso es riada —dijo don Diego chanceando—; enfermedades de ricos.

—A mi edad —replicó Urdaneche—, un mal ligero puede ser precursor de otro grave. En todo caso la prudencia aconseja que esté uno preparado.

—No diré lo contrario —contestó Arochena—; pero me parece que usted no tiene por qué inquietarse. Los negocios de la casa supongo continúan bien, y en cuanto a los personales de usted creo serán.de muy fácil arreglo. Usted no tiene herederos directos; su único pariente, que yo sepa, es su sobrino nieto, don Jerónimo Rosales...

La fisonomía del anciano pareció tomar un aire sombrío e interrumpiendo al abogado dijo con palabras entrecortadas:

—He ahí, amigo Arochena, lo que ni usted ni yo mismo podemos asegurar.

—¿Cómo? —preguntó don Diego con alguna inquietud—, ¿que no puede usted asegurar que no tiene herederos directos y que Rosales, mi pasante, puede no ser su más inmediato pariente? Sírvase usted explicarse don Andrés.

El anciano guardó silencio durante un momento y luego, como si tuviera que hacer un gran esfuerzo, dijo en voz muy baja y con acento que revelaba profunda emoción:

—Hay aquí (y se puso la mano sobre el corazón), un secreto que hace veinte años envenena mi existencia; que jamás he revelado a nadie y que sólo la dura necesidad me obliga a descubrir a usted ahora. Tengo confianza en su discreción y me es indispensable su consejo como letrado. Escúcheme usted.

Sin saber bien por qué, Arochena consideró de la mayor importancia lo que iba a decir don Andrés; así fue que se propuso no perder una sola de sus palabras.

—Usted debe saber —continuó diciendo el viejo negociante—, que yo fui casado.

—Lo sé —contestó don Diego—, y también que perdió usted a su esposa muchos años hace, quedándole una niña que murió joven.

Allí está —replicó Urdaneche—, la parte dolorosa de mi triste historia. Esa hija mía que usted y todos creen muerta, y que lo ha estado para mí veinte años hace, tal vez viva ahora. Aquella desdichada, añadió con voz sorda, cometió una falta grave, cuando contaba apenas diecisiete años. Cuando lo advertí, le exigí el nombre de su seductor y se negó obstinadamente a revelármelo. Entonces me resolví a lanzarla de mi casa, de donde salió para no volver jamás. Fingí un viaje y esparcí la voz de que mi hija había muerto.

Nunca he vuelto a oir hablar de aquella desventurada; no sé si vive y si existe el fruto de su falta. Tal vez me queden pocos días de vida; debo disponer de lo que poseo y necesito el consejo de usted, ¿Puedo testar libremente, ignorando si mi hija existe?

Urdaneche calló. Podían haberse contado los latidos de su corazón, que palpitaba violentamente. El desdichado había tenido que hacer un gran esfuerzo para revelar al abogado aquel secreto guardado durante tantos años. Don Diego escuchó con asombro aquella confesión, y se agolparon en su espíritu las sospechas más extrañas. Profundamente preocupado de una idea, creyó entrever en lo que le refería Urdaneche, algo que estaba relacionado con el misterio cuya aclaración procuraba con tanta ansia. Sin saber bien por qué, se le atravesó el pensamiento de que aquella mujer encerrada en casa del escribano Pedrera, pudiese ser la hija de don Andrés y el llamado Gabriel Fernández el fruto de su caída. Pero entonces, ¿quién era el padre de aquel joven? ¿El escribano mismo que lo tenía en su casa? No parecía probable. Nadie más extraño por su carácter a esa clase de aventuras que don Ramón. Además, se sabía que Gabriel había sido colocado en aquella casa por el mismo Urdaneche, que seguramente no tenía sospecha alguna de que pudiera ser su nieto. ¿Por qué, entonces le abría su bolsa con tan ilimitada generosidad? ¿Cómo explicar los lujosos regalos que Gabriel había recibido para la fiesta de noviembre? ¿Sería Urdaneche solamente el intermediario de otro para transmitir esos obsequios, el instrumento del oculto y desconocido seductor de su hija? Y, después, ¿quién era éste? No un cualquiera, seguramente, una vez que podía mantener a su hijo con lujo y hacerle regalos costosísimos.

Un minuto bastó para que aquellas reflexiones atravesaran rápidamente por la imaginación de don Diego. Como se ve, aunque agregando un dato nuevo a los que ya tenía, ellas dejaban aún cubierta bajo un velo impenetrable, la parte principal del secreto que tem'a el más vivo interés en aclarar. Estuvo tentado de insinuar al anciano la sospecha que habt'a concebido de que fuese su hija la mujer encerrada en casa de Pedrera y Gabriel el hijo bastardo de esa misma mujer. Pero reflexionó inmediatamente pues dando a don Andrés la idea de que su hija vivía, era seguro que esto privaría a don Jerónimo Rosales de la herencia del anciano, o del cuantioso legado que probablemente le dejaría, caso de creerse sin herederos directos. No ignoraba Arochena que si en efecto vivía la hija de don Andrés, y su sobrino nieto era nombrado heredero, o legatario en cantidad considerable, podía esto más tarde dar origen a un litigio; pero esa consideración no arredraba a un letrado de la habilidad y audacia de don Diego. En todo caso, se decía a sí mismo, vale más tener que sostener un pleito, que no ver pasar la herencia a otra persona, como sucederá si llega a descubrir Urdaneche que vive su hija.

Hechas estas reflexiones, resolvió guardar sus sospechas en lo más profundo de su alma, y dijo a don Andrés:

—Pienso que es imposible que si la hija de usted viviese, no hubiera usted oído hablar de ella en tantos años como han pasado desde su desaparición. Lo más probable, lo seguro casi es que no existe, lo cual deja a usted en plena libertad de disponer de sus bienes en favor de otra persona. En todo caso, mi opinión es que usted otorgue un testamento cerrado, escribiendo usted mismo su última voluntad, cerrando y sellando el pliego y haciendo que un escribano y siete testigos firmen sobre la cubierta una razón en que conste que aquél es el testamento de usted. Si para redactarlo, tiene usted necesidad de mí, no tengo para qué decirle que a cualquiera hora me tiene a su disposición. Yo creo que usted no olvidará a su sobrino nieto, su más inmediato deudo y que tiene tanto afecto y respeto por usted.

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