Historia de un Pepe (23 page)

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Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)

Tags: #Novela, Histórico

BOOK: Historia de un Pepe
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Urdaneche clavó su mirada penetrante en el abogado y le dijo:

—Puede usted estar seguro de que no olvidaré a mi sobrino.

Completamente satisfecho con el resultado de la conferencia, Arochena se despidió del viejo negociante y corrió a su casa a informar a su discípulo y amigo íntimo de la brillante fortuna que se les preparaba. Decimos se les, porque don Diego sabía muy bien que viniendo a ser Rosales heredero o legatario de don Andrés, sería como si lo fuese él mismo.

Entretanto, Urdaneche, luego que volvió la espalda don Diego, se sonrió con desdén y levantándose no sin trabajo, se sentó junto a una mesa donde había recado de escribir y comenzó a trazar algunas líneas muy despacio en una foja de papel.

Dejaremos al anciano entregado a aquella ocupación y al letrado comentando con su pasante el importante acontecimiento, y diremos algo de una de las personas que han figurado en esta historia y a quien hemos perdido de vista hace algún tiempo. Es ésta la hija del maestro de armas, la abandonada novia de Gabriel. Rosalía había necesitado de ocupar su corazón desierto desde que tuvo que arrojar de él la imagen seductora del ingrato que burlaba tan cruelmente sus candorosas ilusiones. Pensó un momento retirarse a un claustro; pero aquella alma, exenta de egoísmo, comprendió inmediatamente que no debía abandonar a su padre anciano y a sus hermanos a quienes servía de madre y desechó resueltamente la idea. Entonces hizo Rosalía el propósito de consagrar todas las horas que le dejaba libres el cuidado de su familia y el trabajo que les proporcionaba escasamente la subsistencia, a asistir a los enfermos de un mal contagioso y repugnante, que inspiraba horror a todos, lo cual hacía que aquellos infelices necesitasen más ,que otros de la caridad. Eran éstos los leprosos o lazarinos, cuyo número era considerable en la población y que no estaban entonces recogidos en un establecimiento separado. Acompañada de su hermano, que contaba ya unos diez años, recorría los barrios de la ciudad, buscando cor\ el mayor empeño a los leprosos y prodigaba sus cuidados a aquellos infelices, proporcionándoles los alivios y consuelos que estaban a su alcance. El niño, temeroso al principio, había ido familiarizándose con los enfermos, acabando por no sentir aprensión ni repugnancia alguna de acercárceles y tratar con ellos. Por el contrario, siguiendo el ejemplo de su hermana, parecía tener gusto en asistirlos.

Un día que la hija de don Feliciano tuvo que prescindir de sus excursiones caritativas, por cuidar a su padre, que estaba enfermo, Antonio (éste era el nombre del chico hermano de Rosalía), discurrió divertirse por las azoteas y tejados de su casa. Una pared divisoria no muy elevada, separaba el gallinero de ésta de la huerta de una casa grande, a cuya espalda caía la del maestro de armas. El muchacho se puso a cabalgar sobre el caballete, procurando coger algunas naranjas que pendían de una rama que casi tocaba con la pared, y de repente vio atravesar bajo los árboles a una mujer alta y encorvada, y cuyo cabello blanqueaba ya. Antonio quiso ocultarse, temiendo ser reconvenido; pero no pudo hacerlo tan pronto que no viese la cara de la señora, en la que descubrió al momento las señales que le eran ya muy conocidas, de una lepra bastante avanzada. La mujer volvió la cara precipitadamente y se retiró.

—Si me ofreces no regañarme por haber subido a la azotea —dijo el muchacho a su hermana, luego que bajó—, te digo lo que he visto en una de las vecindades. Es cosa que te interesa mucho.

— Haces muy mal, Antonio —contestó Rosalía—, en ir a espiar las casas ajenas. No sé lo que habrás visto ni creo que me importe saberlo.

—¿Que no te importa? Pues si es así, ¿por qué andas buscando por toda la ciudad lo que yo he visto en esa casa?

—¿Qué? —replicó la joven, interesada ya en el descubrimiento de su hermano—, ¿será tal vez algún enfermo?

—Enfermo, no —dijo el chico—; enferma, sí y con cara de estar muy mala. Figúrate que es como una granada.

—¿Y cuál es la casa? , dijo pronto.

— i Ahí bien sabía yo —contestó Antonio riéndose—, que en diciéndote que había encontrado uno de tus queridos lazarinos, ya no me habías de regañar. Oye, es la casa que está a espaldas de la nuestra. El gallinero de aquí da a una

huerta donde hay muchos árboles frutales, y allí vi atravesar una señora alta, agachada, medio vieja y que parecía muy triste. Volvió la cara y vi que era espantosa. Me escondí'; pero creo que alcanzó a verme y tal vez vendrá ya la queja a mi padre. Te lo digo para que sepas lo que hubo y no vengan a poner de más.

Rosalía permaneció pensativa durante un rato, procurando calcular cuál sería la casa. Después de un momento de meditación, se puso pálida, luego encendida y dijo con voz balbuciente y como hablando consigo misma:

—Espalda con espalda con el gallinero de casa; es decir en la calle del cuartel de artillería. Pero esa es, si no me engaño, !a del escribano real don Ramón Martínez de Pedrera. La casa donde vive... y no dijo más. La voz se ahogó en la garganta de Rosalía y la pobre joven cayó en profundo abatimiento. Esto no duró más que unos tres o cuatro minutos. Haciendo un esfuerzo para sobreponerse a la idea que le destrozaba el corazón, exclamó:

—Pero, ¿qué importa quién sea ella ni la casa donde esté? ¿No he hecho voto de buscar por todas partes y asistir a todos los desdichados que padezcan de ese mal; a los que tengan lacerado el cuerpo como tengo yo el alma? Antonio, añadió en voz alta, dirigiéndose al niño: vas a volver a subir a la azotea; procura ver a esa señora, habíale con dulzura, dile que yo, que tu hermana desea verla, hablarle y poder serle útil en algo, y me avisas lo que te conteste.

No deseaba el muchacho otra cosa que poder subir libremente a cortar las naranjas de la huerta vecina. Así, ofreció desempeñar desde el mismo día la comisión de su hermana; y en efecto, se situó en el caballete de la pared divisoria de las dos casas y aguardó con paciencia que volviese a aparecer la señora enferma.

CAPÍTULO XXI
Manuelita la Tatuana

D
esde que Gabriel Fernández estuvo seguro del amor de Matilde de los Monteros y del agrado con que la familia de ésta veía el proyectado matrimonio, aguardaba impasible el consentimiento de su padre, y que la fortuna, que tan propicia se la había mostrado hasta entonces, le hiciese un nuevo favor, proporcionándole el ascenso en su carrera que pondría el colmo a sus más lisonjeras esperanzas.

Aun cuando sea con perjuicio de nuestro héroe, debemos confesar que en el sentimiento que experimentaba por aquella joven, había más amor propio y vanidad que verdadera pasión. Lo halagaba la idea de ser dueño absoluto de aquel corazón rebelde que había sabido resistir a las solicitudes de tantos adoradores y Ja de haber dominado el orgullo de la mujer que lo viera al principio con la más desdeñosa indiferencia. Pero aquella ilusión, aquella ternura con que había amado a la pobre hija del maestro de armas, no entraban casi por nada en las relaciones un tanto frías y medio ceremoniosas con la brillante y aristocrática belleza que era ya su novia a los ojos de la sociedad.

Preciso es añadir a esta confesión que ei espíritu un tanto versátil del teniente Fernández comenzaba a considerar algo monótonos aquellos amores semioficiales. Como los tertulianos de doña Engracia habían ido desertando poco a poco, dejando el campo libre al afortunado cortejo de Matilde, las reuniones no dejaban de parecer ya a Gabriel un tanto fastidiosas. Comenzaba a cansarlo la mariposa de plata que servía de antifaz a la única vela con que se alumbraba la pieza donde recibían las señoras por las noches; la mancerina del mismo metal que sostenía la preciosa jicara en que se servía el chocolate a su futura suegra; y más que la mariposa y la mancerina, lo fastidiaba ya la conversación poco instructiva de la buena señora. Cuanto tenían que decirse Gabriel y Matilde, estaba dicho y repetido hasta la saciedad. El vocabulario del amor casi agotado ya, no tenía cómo alimentar las conversaciones de los dos jóvenes durante las horas en que doña Engracia, protegida por las alas de la mariposa, digería dormitada sus marquesotes y su chocolate.

No por eso se crea que Gabriel habría visto con indiferencia que un obstáculo cualquiera se atravesara entre Matilde y él; ni se imagine tampoco que pretendamos dar a entender que hubiera dejado de amar a ésta enteramente. Lo único que deseamos hacer notar es que, encontrándose en no disputada posesión de la mujer a quien cortejaba más por vanidad y por orgullo que por verdadera pasión, comenzaba a encontrar monótonas y frías aquellas relaciones.

Esto condujo al joven teniente a buscar distracción en lo que podía proporcionársela. Comenzó a gastar el dinero con cierta profusión que le atrajo pronto numerosos amigos. Unos cuantos mancebos, militares unos y paisanos otros, que lo reconocían como jefe, formaron una asociación que, obteniendo pronto la simpatía de las mozas, hizo fruncir el ceño a padres y maridos. Organizaban fiestas en casas de equívoca reputación, y frecuentemente hacía Gabriel Fernández los gastos de aquellas reuniones no muy decorosas. Concurrentes asiduos al juego de pelota que se hallaba establecido por entonces en el espacioso patio donde muchos años después se construyó el teatrito de Variedades, los calaveras, como los llamaban la gente formal, perdían allí sumas de alguna consideración.

Un día de tantos tuvo necesidad Gabriel de abocarse con su tutor, don Andrés de Urdaneche, a quien no veía ya sino muy de tarde en tarde. Después de informarse de la salud del anciano, bastante quebrantada a la sazón, sacó el teniente una lujosa cartera de terciopelo carmesí con las armas de los Fernández de Córdoba grabadas en una plancha de plata sobre la cubierta, y comenzó a extender sobre la mesa de Urdaneche algunos papeles.

El viejo negociante seguía los movimientos del joven sin decir palabra. Luego que hubo terminado la operación, dijo Gabriel:

—Tiene usted aquí, señor don Andrés, algunas cuentecitas que es necesario pagar.

—¿A cuánto montan? —preguntó Urdaneche.

—No lo sé —replicó el joven—; pero no puede ser gran cosa. Sírvase usted verlas.

Don Andrés se caló las gafas y tomando una pluma y un pliego de papel, comenzó a sumar.

Había allí cuentas de sastres, zapateros y plateros; de las tiendas de géneros, de las de vinos y licores y otras que ascendían a ochocientos veintinueve pesos cinco reales. Entre las partidas llamó particularmente la atención del anciano una de ciento ochenta y cinco pesos por listones y fajas de seda; pero, por supuesto, no se consideró con derecho de preguntar a Gabriel, para qué había necesitado comprar tanto listón y tanta faja. Por último, venía un memorándum o nota de deudas contraídas en el juego de pelota, que ascendían a mil quinientos pesos.

—Total —dijo Urdaneche—, dos mil trescientos veintinueve pesos cinco reales.

—No puede ser —exclamó Gabriel—. ¿En qué he de haber yo gastado tanto?

Don Andrés le pasó, sin decir palabra, el pliego donde estaban anotadas y sumadas las partidas. El teniente las medio examinó y repetía:

—No puede ser, no puede ser.

—Plazaola —dijo Urdaneche, levantando la voz. Inmediatamente se presentó aquel mismo sujeto a quien vimos responder a igual llamamiento cuando algunos años antes fue Gabriel por vez primera a ver a don Andrés. Llevaba la misma pluma detrás de la oreja y se hubiera dicho que no había pasado día por él.

—Entregue usted —dijo Urdaneche—, dos mil trescientos veintinueve pesos y cinco reales a don Gabriel Fernández, y que le firme un recibo.

El teniente no era hombre para ponerse a contar aquella suma, aunque la entrega se le hizo en onzas de oro. Llamó dos indios y haciéndoles cargar con el dinero, se marchó muy satisfecho. Sabía ya que podía contraer deudas de consideración y que el crédito que tenía abierto en la casa de Agüero y Urdaneche era poco menos que inagotable. Así fue que pagados sus acreedores, comenzó inmediatamente a contraer nuevas deudas. Derramaba el oro con la profusión de aquél a quien nada le cuesta, aumentando de día en día el círculo de sus parásitos y la fama de la inmensa riqueza de que podía disponer. Los dos m¡( y tantos pesos que acababa de pagar se multiplicaron por ocho o diez en boca de los noticieros de la ciudad y el público aceptó el hecho sin examen.

Entre los amigotes que formaban la corte del joven Creso había uno que se distinguía por la destreza con que explotaba su vanidad, lisonjeando sus pasiones y haciéndose pagar bien caros los servicios que prestaba al descarriado teniente. Llamábase Cristóbal de Oñate; contaba ya más de cuarenta años y había recorrido los diferentes grados de la escala del vicio, hasta tocar en aquéllos de los cuales era difícil pasar. Este perdulario vino a hacerse el mentor de Gabriel, que le abrió su corazón (a lo cual no daba Oñate grande importancia), y su bolsillo, objeto principal de la amistad interesada del pegote.

Oñate había conducido a su discípulo a casa de todas las mujerzuelas de reputación problemática que había en la ciudad, donde pasaban alegremente las horas en bailes y comilonas. Una noche Gabriel y sus amigos se divertían en una casuca del barrio de Candelaria, donde se había reunido la flor y nata de las bellezas del vecindario. Eran las nueve. Oñate estaba inquieto y salía a cada instante a la puerta que daba a la calle, como si aguardara a alguna persona que tardaba. A las nueve y media se abrió la puerta y apareció una vieja, cuya cabeza completamente cana, agitaba un ligero temblor nervioso, y cuyas manos, secas y huesosas sufrían la misma convulsión. Tras ella entró una joven como de veinte años, morena, ojos negros, sonrosada, y cuyas facciones todas, perfectamente delineadas, formaban el tipo más interesante y atractivo de esa raza en que la sangre indígena y la española entran por iguales partes. Una salva de aplausos acogió la aparición de aquella linda joven.

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