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Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)

Tags: #Novela, Histórico

Historia de un Pepe (10 page)

BOOK: Historia de un Pepe
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Don Ramón tomó su palmatoria, examinó muy despacio las tiras de paño negro que cubrían las junturas de las ventanas, y seguro de que nada de lo que había pasado en aquella pieza podía haberse percibido desde fuera, se retiró a su dormitorio, meditabundo y cabizbajo.

CAPÍTULO X
Preparativos para la fiesta.
El ojo del jugador

M
edia hora hacía que el capitán Matamoros estaba tendido en tierra, brotando sangre de la tremenda estocada que le había dado el desconocido, cuando acertó a pasar una patrulla, y viendo el cuerpo de aquel hombre, que parecía muerto, acercóse el cabo a examinarlo. Vio que aunque privado de conocimiento, aún respiraba, y no tardó en reconocer al maestro de armas, que fue Inmediatamente trasladado a su casa.

Fácilmente puede el lector imaginar cuál fue el espanto y la aflicción de Rosalía, al ver a su padre luchando entre la vida y la muerte. Pasó cinco días en aquella situación; pero asistido por uno de los más hábiles cirujanos de la ciudad, se le declaró al fin fuera de peligro.

Entretanto, se hacían multitud de conjeturas sobre aquel acontecimiento. Una docena de personas habían dejado al capitán dispuesto a salir de casa del escribano con los bolsillos llenos de dinero, y esta sola circunstancia trasmitida de boca en boca y bajo mucha reserva, por toda la ciudad, sirvió de base a una historia completa del lance, que circuló con variantes en cuanto a la sustancia y en cuanto a los episodios. La versión del primer día fue que el capitán había sido atacado por cinco individuos de la cuadrilla de Pie de lana, que lo saquearon, dejándolo por muerto. El segundo día habían sido diez los agresores; pero siempre de los afiliados en aquella temible asociación, y más tarde la cuadrilla entera con su jefe a la cabeza era la autora del desmán. En lo que todos estuvieron acordes fue en que el maestro de armas no había hecho absolutamente nada para defenderse, portándose en el lance como un gran cobarde.

Matamoros, cuando recobró el uso de la palabra, no quiso decir lo que había pasado realmente; así fue que cada cual se quedó creyendo lo que le pareció que presentaba mayores visos de probabilidad.

En la época a la cual hemos llegado en nuestra narración, es decir, en el .iño 1810, se hablaba mucho en la ciudad de la reciente reaparición de una numerosa cuadrilla de salteadores que capitaneaba un jefe invisible y desconocido, a quien el pueblo había bautizado con el nombre de Pie de lana. Dio origen a ese extraño apodo la circunstancia de que hubo en otro tiempo en la Antigua un jefe de malhechores que acostumbraba envolverse los pies en tiras de ovillo, lo que amortiguaba completamente el ruido de sus pasos. En memoria de aquel célebre bandido, se aplicó el nombre al individuo que capitaneaba la cuadrilla que traía en apuros a la población en la época a que se refiere esta historia.

El nombre de Pie de lana se hizo extensivo, como sucede regularmente, a todos los de la gavilla, y por abreviar les llamaban sencillamente los lanas, dando así origen, a lo que sospechamos, a ese famoso dictado que designaba hasta hace muy poco tiempo a la clase menos respetable del vecindario de la capital.

Bajo la presión del terror que inspiraba Pie de lana y su partida se atribuyó generalmente a estos individuos el atentado de que por poco no fue víctima el capitán Matamoros.

Hemos dicho ya que estuvo el pobre don Feliciano luchando durante cinco días entre la vida y la muerte, y ahora debemos agregar que mientras duró la gravedad, Matilde Espinosa visitó con mucha frecuencia a Rosalía y la ayudó eficazmente en la asistencia del enfermo. Las primeras veces que la encontró Gabriel en la casa, volvió la espalda y se marchó con muy poca ceremonia, o mejor dicho, con bastante descortesía. Matilde no dio muestras de advertir aquella falta. Supuso el orgulloso cadete que la joven dama ¡ría sólo por cumplir y que no volvería a tener el disgusto de encontrarla en aquella casa. Pero por desgracia no fue así. Matilde volvió a mañana y tarde y muchas noches veló a don Feliciano, mientras descansaba Rosalía. Gabriel no sabía qué hacerse. A toda hora se encontraba a la cabecera del herido a aquella mujer, altiva como una reina, que no contestaba a su frío saludo más que con una ligera inclinación de cabeza. Por más repugnante que le fuera aquel encuentro, no podía dejar de ver a Rosalía en su aflicción, y así tuvo al fin que tomar su partido y resignarse a sufrir la presencia de aquella persona a quien casi odiaba.

Matilde, a la segunda vez que se encontró con el cadete en el cuarto del capitán, conoció el sentimiento de repulsión que inspiraba a aquel joven. ¿Cuál es la mujer que no comprende al momento la impresión que causa? No podremos decir qué efecto produjera en el ánimo de aquella hija mimada de su familia y de la sociedad el grosero desdén de un joven militar que no tenía mala apariencia y que tan tierno y comedido se mostraba con Rosalía. Quizá ella misma no hubiera podido explicar desde luego lo que experimentó en vista de tan extraña conducta; y así, menos hemos de intentar nosotros escudriñar lo que pasaba en el fondo de ese abismo insondable que se llama corazón de mujer.

Cuando, mejorado el herido, pasaban Matilde y Rosalía largas horas juntas, conversando de cosas indiferentes, estuvo muchas veces tentada la hija del capitán de hacer a la que tan buena se mostraba con ella la confidencia de sus amores con el cadete Fernández y del formal compromiso de matrimonio que entre ellos existía. Pero, prudente y delicada siempre, no quiso hacer partícipe a una tercera persona de un secreto que no era sólo suyo, y quiso contar antes con Gabriel. Pidióle, pues, permiso para comunicar a Matilde lo que consideraba tendría gusto en saber; pero, con gran extrañeza oyó que el joven se negó rotundamente a que le dijese una palabra sobre el asunto. Rosalía guardó su secreto; pero debemos confesar que, a pesar de aquella reserva, no se escapó a la perspicacia de Matilde. Jamás se pronunció el nombre del cadete en las conversaciones íntimas de las dos amigas, como si por un convenio tácito hubiesen pactado no tocar aquella materia delicada.

Entretanto, Gabriel experimentaba tanta repulsión por Matilde, como parecía ésta sentirla por él, Iq que afligía a la hija del capitán, que habría querido ver unidas con los lazos de la amistad a personas para ella tan queridas. Sin descubrir su secreto a la joven señorita, le habló muchas veces en los términos más expresivos de las cualidades de Gabriel, y otro tanto hizo con éste respecto a Matilde. Todo fue inútil. En su amiga encontró sólo frialdad e indiferencia; en su amante, repulsión y decidida antipatía. Consolóse con la esperanza de que, casada con Gabriel tendría mayor facilidad para ponerlos de acuerdo y no volvió a insistir en lo que vio ser por entonces enteramente inútil.

Dejando, pues, las cosas en esa situación y mientras acababa de restablecerse el pobre maestro de armas, diremos que Gabriel Fernández, que había hablado a Urdaneche de la orden que se le comunicara para acompañar al regidor decano que llevaría el pendón real en el paseo de Santa Cecilia, encontró que el viejo negociante estaba ya instruido de esa circunstancia, y le dijo que se habían tomado las disposiciones convenientes para que se presentara de una manera adecuada a su rango.

Era la fiesta del 22 de noviembre la conmemoración de la fundación de la ciudad de Guatemala, que llamamos hoy la Antigua, y no la celebración de una batalla que asegurara el dominio español en estas provincias, como se creyó equivocadamente durante mucho tiempo, fundándose en una antigua acta del ayuntamiento

Consistía la función en un paseo que se hacía en la tarde del 21, después de las vísperas, y festividad religiosa en la catedral en la mañana del 22. La parte principal de la función era el paseo, pues daba ocasión a que las personas más prominentes y más ricas del vecindario ostentaran bastante lujo en caballos, jaeces, trajes y lacayos. Desempeñaba el primer papel en la fiesta el alférez real, a quien correspondía llevar el estandarte, o pendón con las armas del soberano, en recuerdo de que lo hacían así en otro tiempo los que ejercían aquel cargo, cuando el rey concurría personalmente en una batalla. El alférez debía obsequiar a la concurrencia con un refresco en su casa después del paseo, y algunas veces con un sarao en la siguiente noche.

Un día antes de la fiesta se presentó en casa de Gabriel un dependiente de Agüero y Urdaneche con un criado que conducía del diestro el caballo que había de montar el cadete y que iba cubierto con un gran caparazón de paño de grana con galón de plata. Sorprendido quedó Gabriel al ver, cuando el criado quitó la cobertura al caballo, el soberbio animal que se le destinaba.

Era algo más corpulento que los del país, de color tordo rodado, y con el aire de vigor, agilidad y viveza, que difícilmente podía verse un tipo más acabado de la raza árabe. La silla de terciopelo carmesí bordado de oro; los estribos de plata y la cabezada guarnecida de chapas del mismo metal.. Gabriel veía todo aquello y hasta llegó a dudar que fuese para él tan magnífico y lujosamente enjaezado corcel. Un lacónico billete de don Andrés hizo cesar aquella duda.

Decía así:

"De parte de la persona que se interesa por usted".

Es decir, pensó Gabriel, de parte de mi bueno, de mi excelente padre. ¿Cómo pude yo dudar alguna vez de su amor por mí?

Y haciendo, esta reflexión, se le llenaron los ojos de lágrimas, que le arrancaban la gratitud y el enternecimiento.

Después de haber hecho colocar el caballo en la cuadra, se despidió el dependiente, diciendo a Gabriel que al siguiente día, a la una de la tarde, estarían en la casa los pajes que debían acompañarlo. El pobre cadete, turbado al verse objeto de tales favores, dijo al dependiente que diera las gracias en su nombre a don Andrés y que él iría a verlo para recomendarle una carta para su padre.

En seguida se retiró a su cuarto, donde comenzó a pasearse, reflexionando sobre la rareza de! carácter de don Fernando Fernández de Córdoba, que se había mostrado tan duro con él al partir para España y que al mismo tiempo le suministraba cuanto le hacía falta y le enviaba un obsequio tan valioso como él de aquel caballo.

Engolfado en estas reflexiones, Gabriel, dando rienda a su efusión, exclamó:

—¡Ah, padre mío, padre mío! ¡Cómo quisiera yo ver a usted aquí para arrojarme a sus pies y bañándolos con mis lágrimas, pedirle perdón por mis injustas sospechas!

Diciendo así, levantó los ojos y los fijó por casualidad en el cuadro de Caravachio que estaba en su habitación, como lo había hecho tantísimas veces.

—Pero. . . ¿qué es esto? —exclamó estupefacto, al advertir que el agujero que tenía en el ojo izquierdo la figura de uno de los tres jugadores, estaba en aquel momento ocupado por una cosa que parecía la pupila negra de un ojo humano. Imaginó al pronto que aquella era una ilusión de sus sentidos, una ficción de su acalorada fantasía; pero habiéndose fijado más despacio en el cuadro, se convenció de que había allí un ojo clavado en su persona con una mirada persistente y que seguía todos sus movimientos.

Gabriel no era supersticioso ni cobarde; mas aquel hecho, que no podía, a su juicio, admitir explicación natural, lo dejó atónito y sin saber qué pensar. Se frotó los ojos con ambas manos y habiendo vuelto a fijarlos en la figura del cuadro, encontró siempre aquella negra pupila que lo miraba tenazmente y con una expresión indefinible.

Recobrado de la primera impresión de asombro, tuvo la ¡dea de levantar la tela del cuadro y descifrar aquel enigma. Puso una silla junto a la pared, subió y desapareció el ojo, quedando solamente el agujero en el lienzo. Levantó el cuadro y vio el tabique liso, que cubría un papel pintado. No había allí nada, absolutamente nada que pudiera explicar tan extraordinario fenómeno. Lo único que le llamó la atención y que antes no había advertido, fue que el tabique divisorio de su cuarto con la pieza inmediata estaba formado de gruesas tablas; pero esta circunstancia no tenía por sí sola, nada de muy extraordinario, que pudiera ofrecer la aclaración de aquel misterio. Dejó caer el cuadro, despechado, e inmediatamente lo asaltaron algunas reflexiones que se presentaban a su imaginación por primera vez desde que estaba hospedado en aquella extraña casa. Sin saber por qué, pensó en el nombre del "cuarto del ahorcado" que había oído dar a la pieza que ocupaba; en el raro escritorio de don Ramón, donde no había nada que justificara aquel nombre; en las visitas nocturnas que recibía su huésped; en las respuestas lacónicas del criado negro, y por último, en aquella mujer encerrada en el departamento interior de la casa y que no se comunicaba con la parte de afuera, sino por medio de un torno.

Todos esos hechos, que salían hasta cierto punto de lo común, se agolparon en aquel momento en el ánimo de Gabriel, y sin que él mismo pudiera decir por qué, se unieron a la repentina e inexplicable aparición de aquel ojo humano en el agujero de un cuadro.

—Extraña casa, por cierto, es ésta —se dijo—, donde me ha colocado don Andrés de Urdaneche, y no sé cómo no he procurado antes de ahora penetrar los misterios que encierra. Sólo mi profundo amor a Rosalía que ha embargado mis facultades por completo, puede haber hecho que no me fije en lo que aquí me rodea.

Hechas estas reflexiones, y con el más vivo deseo de aclarar aquellos enigmas, consideró Gabriel que sería inútil interrogar de nuevo al viejo negro, que seguramente le respondería con tanto laconismo como la otra vez. Resolvió, pues, preguntar directamente al mismo don Ramón y pedirle explicaciones, especialmente acerca del suceso extraordinario que había tenido lugar aquel día.

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