Historia de un Pepe (11 page)

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Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)

Tags: #Novela, Histórico

BOOK: Historia de un Pepe
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Hecho este propósito, procuró desechar de su espíritu aquellas ideas y se ocupó únicamente en disponerse para las fiestas que, como hemos dicho, debían tener lugar el inmediato día y el siguiente. Volvió a ver el corcel que había de montar, y contemplando aquel espléndido animal, se olvidó por el momento de la mujer encerrada, de las visitas nocturnas de su huésped, del cuarto del ahorcado y hasta del ojo del jugador. Tal es la versatilidad de nuestras impresiones a la edad que contaba por entonces el héroe de esta historia.

CAPÍTULO XI
El paseo

A
la una de la tarde del siguiente día, 21 de noviembre, Gabriel Fernández acababa de vestir el uniforme y se ceñía el cinturón de que pendía el espadín, pues a las dos en punto debía estar en casa del alférez real.

El caballo, que acababan de enjaezar dos criados de la casa de Agüero y Urdaheche, piafaba de impaciencia, atado a uno de los pilares del corredor.

Resonaron fuertes aldabonazos en la puerta de calle, y habiendo acudido a ver el criado negro de don Ramón entraron dos individuos jóvenes y de color cobrizo, ricamente vestidos de árabes. El dependiente de la casa de Agüero y Urdaneche que los acompañaba, dijo a Gabriel que don Andrés los enviaba por orden de la persona que había remitido el caballo, y que aquellos dos individuos estaban destinados a acompañarlo en calidad de pajes.

No volvía en sí el cadete del asombro que le causaba el ver aquellos extraños tipos de una raza desconocida y ataviados con lujo que dejaba atrás lo que había leído o visto pintado de los esclavos sarracenos de los califas.

El joven se creía juguete de alguna ficción como las de los cuentos de hadas, y le fue preciso tocar aquel caballo, oir a aquellos criados árabes hablar entre sí una lengua ininteligible, para convencerse de que todo aquello no era un sueño. Muy rico, muy espléndido y sobre todo muy amoroso con él, debía ser su padre, que le enviaba semejantes presentes.

Gabriel no era un mal jinete. Sin haber aprendido por principios el arte de la equitación, se había acostumbrado desde niño al uso del caballo, en lo cual tuvo particular empeño el buen español que dirigió su primera educación en la casa de aquéllos a quienes el pepe reconocía por padres. Hizo, pues, gallarda figura y se sintió firme en la silla luego que hubo montado al fogoso corcel, para ir a casa del alférez real, acompañado de sus dos pajes moros.

Debe suponerse que causó gran novedad el ver atravesar las calles al joven cadete en un caballo que la gente comparaba a los que habían visto pintados en las estampas de las cruzadas, y con aquellos esclavos moros semejantes a los de un príncipe oriental. No se sabía qué pensar de tan extraordinario acontecimiento.

El grave regidor que iba a desempeñar las funciones de alférez real, cuando vio a Gabriel, opinó, aunqae sin decirlo, que era demasiado lujo aquel para un cadete: y que Fernández, o debía de haber perdido el juicio, o estaría inmensamente rico, una vez que enviaba a su hijo prendas dignas de un grande de España de primera clase.

La ciudad estaba de gala. Ostentaban los balcones lujosas colgaduras de damasco carmesí, y la población entera o recorría las calles, o se apiñaba en las ventanas para ver el paseo.

A las dos en punto salió la lucida cabalgada de casa del alférez. Precedían los maceros del Ayuntamiento con sus gramallas rojas y sus mazas de plata. Seguían los clarines y tras éstos los encomenderos de indios; todos los sujetos de calidad, los abogados de los reales estrados y procuradores del número, los regidores, los dos alcaldes ordinarios y en medio de éstos, el que desempeñaba las funciones de alférez real. Inmediatamente después de éste y como sirviéndole de escolta, iban los dos cadetes del Fijo, designados al efecto.

Llegados a las Casas Consistoriales, salió el alguacil mayor que entregó el pendón real al alférez, y se dirigió la comitiva hacia palacio. Delante de la puerta principal estaban tendidas las dos compañías de infantería de indios de la Ciudad Vieja, a quienes, como descendientes de lostlascaltecas auxiliares de don Pedro de Alvarado, se dispensaba el honor de hacerlos marchar vestidos de soldados y con arcabuz al hombro. Formaban también en la plaza el batallón de infantería de línea, el escuadrón de dragones provinciales y la brigada de artillería.

Salió el capitán general con la real Audiencia y los otros funcionarios principales, y habiendo montado a la puerta del palacio, se dirigieron a la catedral para asistir a fas vísperas. Terminadas éstas, como a las cuatro y media, se ordenó el paseo, abriendo la marcha los descendientes de los tlascaltecas, siguiendo el numeroso y lucido acompañamiento y cerrando la procesión la tropa veterana. El espectáculo era vistoso y animado. Multitud de indígenas de los pueblos inmediatos llevaban arcos de madera adornados con plumas y monedas de plata. Los funcionarios y los individuos de las corporaciones vestían sus uniformes de gala, los abogados y procuradores sus ropas talares, sus togas los oidores y los caballeros particulares, en número considerable, rivalizaban en el lujo de sus trajes de seda bordados de oro y plata, en los caballos y sus jaeces y en las libreas de los pajes que los acompañaban. Cada republicano de aquéllos (como se les llamaba), no cesaba de admirarse a sí mismo al verse en tan lujoso arreo, y alguno hubo que después de haber asistido a un paseo de Santa Cecilia, emprendió la marcha a la Antigua a visitar a su novia, no pudiendo prescindir de presentársele tan ventajosamente transformado.

Si se hubiera encargado a Rosales o a Pontaza un cuadro del paseo, tendríamos hoy una representación de aquel curioso espectáculo, y no nos veríamos obligados a limitarnos a estas breves pinceladas, en que seguimos los recuerdos que ha conservado la tradición y tal cual ligera noticia que encontramos acá y acullá en nuestras antiguas crónicas. Con esto habrán de contentarse por hoy nuestros lectores, y con que les digamos que en el paseo de noviembre del año 1810, la gran novedad, lo que hizo parecer pálido todo el aparato de la fiesta, fue el caballo árabe del cadete Gabriel Fernández y sus esclavos moros.

Una turba de curiosos, muchachos en su mayor parte, seguían al joven oficial, y cuando el paseo desembocó en la plaza, donde la concurrencia era aun más compacta que en las calles, todos los ojos se dirigieron al caballero y al caballo. El balcón de palacio estaba completamente ocupado por las señoras principales de la ciudad. En el centro se veía a la esposa del capitán general, que tenía a su derecha a la del regente de la Audiencia y a su izquierda a la hija del que desempeñaba las importantes funciones de alférez real. Se oyó una exclamación general de asombro cuando pasó Gabriel y deteniendo un momento su fogoso bridón, hizo a la presidenta el saludo militar, al mismo tiempo que sus dos pajes moros, con los brazos cruzados sobre el pecho, inclinaban la cabeza hasta tocar casi con la tierra, en demostración de reverencia.

Gabriel fijó los ojos involuntariamente en la joven que ocupaba el lado izquierdo de la presidenta, y se encontró con la mirada de Matilde, que no se apartó ya de él como cuando lo había visto en casa del maestro de armas. Una llama azul oscura parecía salir de las pupilas de la altiva joven. Había en aquella mirada una expresión inexplicable de asombro, de cólera, de interés, que hizo bajar los ojos al cadete. Nunca le había parecido más hermosa aquella mujer a quien aborrecía en el fondo de su alma.

Cuando se detuvo la comitiva delante del palacio para aguardar que entrara el presidente, desapareció Matilde, después salió por la puerta principal un coche que ocupaba la joven, que debía estar en su casa antes de que llegaran las personas invitadas al refresco.

Gabriel acompañó al alférez hasta la puerta de su casa y aunque don Pedro lo invitó a que entrara, se excusó lo más cortésmente que pudo y se retiró, seguido de sus pajes. Tan extraña conducta dio ocasión a que la concurrencia de ambos sexos se ocupara con más empeño aún en el cadete, a quien todos esperaban ver en el refresco. Gabriel Fernández era generalmente conocido y dos días antes nadie se tomaba la pena de fijarse en él. Un caballo de pura sangre y dos criados sarracenos vinieron a hacerlo el héroe del día, o como se ha dicho en tiempos modernos, el león de aquella pequeña novelera sociedad, i Qué de comentariosl ¡Qué de conjeturas! ¡Qué de cálculos ridiculamente exagerados sobre el valor de los objetos que servían de pábulo a la curiosidad públical Todas las madres que tenían hijas casaderas se hacían lenguas del garbo y gentileza del joven oficial, agregando que siempre habían dicho lo mismo.

En un círculo que se formó en derredor de Matilde Espinoza de los Monteros, se hablaba de la gran novedad del día. Estaba allí un joven abogado que alcanzaba gran reputación de talento y saber, pero con quien la naturaleza había sido avara de gracias personales. Don Diego de Arochena era pequeño, cabello rojo, algo bizco y desgraciadamente tenía las intenciones aún más torcidas que los ojos. Ciegamente enamorado de Matilde, nq podía sufrir jamás que se hiciese delante de su pretendida el elogio de hombre alguno. Lejos, pues, de unir su voz al coro de alabanzas que entonaban los oficiales del Fijo, hablando de Gabriel. Arochena, que sonreía con malicia a cada palabra, dijo que los pajes del cadete que tanto habían llamado la atención de los ociosos y noveleros, eran tan moros como él, pues todo el mundo había conocido bajo aquellos disfraces, a los criados de la casa de Agüero y Urdaneche.

Don Luis de Hervías, que estaba presente, se puso rojo de ira y contestó, dirigiéndose al maligno letrado:

—Y ese caballo como el cual jamás se ha visto en este reino, ¿será también fingido? ¿Querrá usted, señor garnacha, hacernos creer que es alguna de las muías del coche de don Andrés de Urdaneche disfrazada?

Un coro de carcajadas acogió esas palabras de Hervías, y como Matilde se sonrió ligeramente, el abogado contrahecho se mordió los labios, y aunque no replicó ya, un observador atento habría podido advertir el sentimiento concentrado de odio y furor que la chanza suscitó en su corazón.

Aquel episodio hacía ver que Gabriel, si bien tenía admiradores, contaba ya con enemigos implacables. A esa pena está condenado todo el que se eleva sobre el nivel común, por el mérito personal o por la riqueza. La fama tiene una hermana gemela que se llama envidia. Esta sigue siempre los pasos de aquélla, y se ocupa incesantemente en destruir su obra.

Matilde recobró su seriedad. Estaba preocupada y tal vez impaciente. Su mal humor se mostró al fin, pues dijo con aire distraído.

—Nadie puede negar que ese joven cadete se ha presentado en el paseo de un modo propio para llamar la atención general; y por mi parte no dudo tampoco que tenga todas las buenas cualidades que le reconocen estos caballeros; pero ni usted, Hervias, que parece ser su más entusiasta admirador, ni sus otros amigos, creo podrán negar que don Gabriel Fernández no perdería nada con mostrarse un poco más cortés y algo sociable. Mi padre lo invitó a esta reunión, como era natural, y no veo que se haya dignado aceptar el convite.

—Algún motivo grave, señorita, que yo ignoro —contestó Hervias—, debe haber impedido a mi amigo el recibir el favor que le dispensó el alférez real al convidarlo. No dudo asegurar que si no hay algún inconveniente insuperable, Gabriel reparará mañana, concurriendo al sarao, su falta involuntaria.

El abogado bizco creyó sorprender un sentimiento de satisfacción en el rostro de Matilde; pero tal vez no fue aquello sino amor propio de mujer satisfecho, al que los celos del enamorado dieron mayor alcance del que correspondía. Ello es que don Diego de Arochena vio desde aquel momento en el joven cadete un rival mucho más peligroso y temible que todos los demás adoradores de Matilde, y le juró una guerra a muerte.

Entretanto, aquél que, sin saberlo, era el objeto de aquella admiración y de aquel odio, y cuyo nombre servía de tema a las conversaciones en el refresco del alférez, había llegado a su casa y después de haber mandado desenjaezar el caballo y colocarlo en la cuadra, se desnudó del uniforme, se encerró en su cuarto y se puso a meditar sobre los sucesos de la tarde.

Era imposible que hubiese pasado inadvertida para el joven cadete la admiración que había excitado, y que un sentimiento de orgullo y vanidad no se hiciera lugar en su corazón al través de su natural modestia. Para apreciar en lo que realmente vale eso que llamamos fama, se necesita cierto grado de filosofía que da solamente la edad y la experiencia, y que no puede razonablemente exigirse de un mozo de 18 años. ¿Por qué ocultarlo? Gabriel estaba satisfecho de sí mismo, y había crecido unos cuantos codos en su propia estimación en el corto espacio de una tarde.

Mas, como casi nunca falta alguna espina oculta entre las rosas con que suele coronarnos la fortuna, Gabriel sentía, en medio de su satisfacción, la punzada de aquella espina, el recuerdo de la hija del alférez real, que sin saber por qué, le hacía experimentar una sensación mortificante. La mirada de aquella mujer había quedado clavada en lo más recóndito de su corazón como un dardo incandescente, y por más que hacía, no podía arrojarla de su memoria. Evocó el plácido recuerdo de Rosalía; pero iah! fue únicamente para representársela de rodillas a los pies de Matilde, arreglándole el traje. Esta reminiscencia importuna le causó el más profundo disgusto, pues le hizo medir toda la distancia que la suerte había puesto entre aquellas dos mujeres. Se estremeció al escuchar una voz interior que le decía que la posición de la aristocrática belleza era mucho más adecuada a la que él estaba llamado a ocupar en el mundo, que no la de la humilde y oscura hija del capitán retirado y maestro de armas, don Feliciano de Matamoros. El demonio del orgullo atacaba insidiosamente aquella pobre alma, y luchaba ya para minar en ella el imperio del amor.

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