Read Historia de un Pepe Online
Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)
Tags: #Novela, Histórico
E
ntre las 9 y las 10 de la noche del día en que tuvo lugar la escena que hemos referido en el capítulo anterior, llamaron once veces a la puerta de la casa del escribano real, don Ramón Martínez de Pedrera. Apenas cerraba los ojos el pobre viejo negro, saltaba en su butaca, despertado por un aldabonazo; y cuando había repetido la operación de abrir al séptimo u octavo de los que llamaban, murmuraba entre dientes que valdría más dejar abierta la puerta y que entrara todo aquél a quien le diera la gana. Pero aquello no fue sino un inocente desahogo de Benito, pues bien sabía él que un descuido de esa clase habría de costarle muy caro con el amo, que con su humor festivo, solía ser hombre de muy malos ímpetus.
Todos los que entraban se dirigían al salón de la izquierda e iban colocándose en torno de la mesa. En una de las cabeceras (la que hacía frente al gran armario), estaba don Ramón con un montón de monedas de oro y plata a su lado derecho y una baraja en la mano. Los demás actores de aquella escena denotaban ser, por su aspecto, traje y modales, pertenecientes a las clases principal y media de la sociedad. Había funcionarios y empleados, comerciantes y algunos militares. Por el juego que se jugaba y por las sumas que se cruzaban en las apuestas, se veía que no era aquello una simple distracción. Pedrera ponía el monte y parecía muy práctico y entendido en el oficio de banquero. A su lado derecho estaba uno de los oidores, que apostaba fuerte, y al izquierdo nuestro conocido, el capitán don Feliciano de Matamoros, que al dar las once llevaba perdida la mitad del medio sueldo del corriente mes.
—¡Sable y lanza! —exclamó el capitán al ver que se iba el último duro—. Parece mentira; pero cuando más seguro estaba yo de que había de venir la sota, no ha querido salir. Manrique, añadió dirigiéndose al joven oficial de este nombre a quien hemos visto en casa de don Feliciano recibiendo lecciones de esgrima; ¿quiere usted prestarme dos duros?
El teniente alargó las dos monedas al maestro de armas, y como para recibirlas tuvo éste que pasar el brazo por debajo de la baraja que tenía levantada Pedrera, observó que el botón de la manga de su casaca, que estaba sobre el brazo, reflejaba perfectamente un dos de oros. Ya hemos dicho que los botones de las mangas del capitán eran grandes y pulidos, y por tanto, no te extrañará que reprodujeran como en un espejo, la carta que venía en puerta.
Estaba un dos de espadas sobre la mesa. Matamoros puso los dos duros de Manrique sobre aquella carta. Pedrera levantó el naipe y apareció el dos de oros. Don Feliciano recogió lo que había ganado, más contento que si hubiera descubierto una guaca.
El lance se repitió varias veces, sin que ninguno de los jugadores advirtiera la trampa. Decían todos que la suerte se había cambiado, que la fortuna favorecía al capitán y que hacía bien en aprovecharla. Ello es que, al dar la una, hora en que debía terminarse el juego, don Feliciano llevaba ganados cerca de quinientos duros. El oro apenas le cabía en la gorra. Nunca había tenido el pobre diablo tanto dinero junto.
La pérdida no alteró en lo más pequeño, en la apariencia al menos, el buen humor del escribano, que dio mucha zumba al capitán, diciéndole que de seguro había hecho pacto con el diablo. Matamoros se reía y decía en su interior que el diablo estaba en los botones de sus mangas.
—Capitán —dijo uno de los jugadores—, usted necesita un caballo para el paseo del 22: tengo uno magnífico, castaño claro, oriundo de las dehesas de Córdoba.
—¿Qué vale? —preguntó don Feliciano.
—Doscientos pesos, ni un cuartillo menos.
—Gran cosa debe ser para valer esa suma —exclamó el capitán—. Pero si es tal cual usted dice, tal vez lo compraré.
—¡Soberbio animal! —dijo otro—. Es seguro que nadie, ni el mismo regidor que va a hacer de alférez, montará uno igual.
—¿Trota bien? ¿Es muy brioso? —preguntó Matamoros.
—Pues vaya si lo es —replicó el propietario del animal—. Tiene usted, si se queda con él, que agarrarse, si no quiere comprar la plaza de armas.
—Eso lo veremos —exclamó Matamoros, poniéndose en pie—. No en balde he de ser capitán de caballería. iCáspital Pues tendría que ver. Sepa usted que no ha nacido el caballo que ha de tumbarme a mí, aun cuando el mismo Bucéfalo que resucitara expresamente para ello. Trato cerrado. El caballo es mío.
Le había picado el amor propio al bueno de don Feliciano, y no doscientos pesos (que era un precio exorbitante en aquellos tiempos), habría dado por el caballo la ganancia entera que debía a sus botones.
—¡Doscientos durosl —repetía Matamoros, como hablando para sí mismo—; bien, y los otros doscientos Dará la silla y el mantillón con bordadura de oro, estribos y cabezada de plata, librea para el paje, etcétera. Mañana, dijo al dueño del animal, iré a recibir el caballo y tendrá usted su dinero.
Diciendo así, se rellenó los bolsillos de moneda y se disponía a marcharse. Pero el escribano lo detuvo con pretexto de darle algunos consejos acerca de lo que debería hacer para conseguir una silla digna del caballo que se proponía comprar y los demás jaeces correspondientes a la montura. Viendo a don Ramón y a don Feliciano empeñados en aquella plática, los demás jugadores fueron despidiéndose, hasta que se quedó solo el capitán discutiendo con Pedrera acerca de bordaduras, estribos y cabezadas de plata. A no haber estado Matamoros tan engolfado en la conversación, habría advertido ciertas ojeadas que echaba el escribano hacia el armario, al cual volvía la espalda don Feliciano.
Cuando los demás jugadores irían ya lejos, se despidió el capitán, y ciñéndose el sable, que había dejado en un rincón del cuarto, se disponía a marcharse.
De repente, como si le hubiera asaltado una idea súbita, dijo a don Ramón:
—¿Sabe usted que no deja de ser algo imprudente de mi parte el lanzarme solo por esas calles más oscuras que la boca de un lobo, con cerca de quinientos pesos sobre mi persona?
—¡Cal —exclamó Pedrera—, ¿qué riesgo puede haber? ¿Hay acaso alguno que sepa que va usted a pasar y que lleva oro en las bolsas?
—¿Y si me encontrara yo con la cuadrilla de Pie de lana, que hace pocas noches ha desvalijado a don Antonio Berroterán en la vecindad de mi casa?
— iBerroterán! —exclamó Pedrera riéndose—, un viejo de más de sesenta años, incapaz de matar una pulga. Ya se guardaría bien Pie de lana de ponérsele delante a todo un maestro de armas que se batió con no sé cuántos ingleses en Roatán. Sin embargo, añadió el taimado del escribano con su risa indefinible, si usted lo cree más prudente, deje aquí ese dinero y mañana se lo remitiré. Eso sí, cuidaremos de que no se trasluzca que el capitán Matamoros tuvo.. . tuvo.. .
—¿Tuvo qué? —gritó el capitán—. ¡Sable y lanza! No concluya usted, que soy capaz de ir ahora mismo a buscar a Pie de lana y a todos los diablos si es menester, para probarle que yo no tengo miedo a nadie, i Y ojalá me saliera la cuadrilla entera, que yo solo basto para defenderme contra veinte!
—No lo dudo —replicó don Ramón, riéndose de nuevo, y tomando una vela para alumbrar a don Feliciano, que se dirigía a la puerta de calle. No lo dudo, vaya usted con Dios, capitán, y si (lo que no es probable), se topa por allí con esos desalmados, duro con ellos y no olvide usted las reglas de Pacheco, de Carranza y de Mendoza.
Matamoros no escuchó ya las últimas palabras del escribano, pues caminaba hacia su casa con tanta prisa como le permitía el peso de los cuatrocientos y tantos duros que llevaba en las faltriqueras.
Luego que despidió a don Feliciano, volvió don Ramón al escritorio y poniendo la palmatoria sobre la mesa, comenzó a pasearse por el cuarto, estregándose las manos y riéndose con satisfacción.
—Si satanás no lo ayuda —dijo—, dificilHIo será que salga del paso. Tuve la idea de llamar al otro y que aquí mismo hiciéramos vomitar las ganancias al héroe de Roatán; pero mañana lo gritaría por toda la ciudad y eso sería fatal. Más vale que se haga como él lo dispuso. ¡Pobre capitán! ¡Qué cara va a costarle la ganancia! Eh, eh, eh, y volvió a reírse como lo tenía de costumbre.
Mientras tanto, Matamoros, que caminaba tan ligeramente como se lo permitía el pesado lastre que llevaba en los bolsillos, avanzaba hacia su casa, que estaba algo distante de la de Pedrera. Ya no le faltaban más que dos cuadras y se consideraba libre de cualquier encuentro peligroso, cuando al volver una esquina, sintió una cosa como lá punta de una espada que lo detenía y vio a un embozado cuyo brazo, extendido hacia adelante, sujetaba aquella arma.
El capitán dio un paso atrás y desnudando el sable, se enrolló la capa en el brazo izquierdo y se puso en guardia.
—¡Apártate, canalla —gritó con voz firme—, o te hago vomitar el alma! —Usted es el que va —a dejar aquí —contestó el embozado—, o la vida o el fruto de sus trampas. Entregue inmediatamente la ganancia que ha debido a los botones de sus mangas, o cuéntese por muerto.
Algo desconcertó a don Feliciano al oir que aquel desconocido sabía la estratagema a que pocos momentos antes había recurrido; pero, recobrando luego su sangre fría, replicó:
—Pues ni el dinero ni la vida, perverso; toma —y tiró a su adversario un tremendo sablazo, que éste supo parar muy hábilmente. El maestro de armas comprendió que se las había con alguno que no era extraño al arte, y apeló a todos sus recursos. Por desgracia para el pobre capitán, su tesoro mismo no le permitía rivalizar en ligereza con su contrario, que esquivaba el sable de don Feliciano huyendo el cuerpo cuando era necesario, y que tres veces estuvo a punto de pasarlo con su espada. Quiso el maestro recurrir al famoso tiro de la zancadilla, que tan útil le había sido en Roatán; pero el contendiente con quien ahora se las había, era más ladino que el inglés, y no se dejó atrapar la espada. Diez minutos había durado ya el combate, y la victoria parecía indecisa entre aquellos dos hombres igualmente ejercitados en las armas. Matamoros comenzaba a cansarse, lo cual hubo sin duda de advertir su contrario, pues redoblando la viveza del ataque, hizo retroceder al pobre capitán, que buscaba ya un apoyo en la pared. Pero antes de que lo consiguiera, la espada de su enemigo le penetró por el costado derecho, haciendo salir la sangre a borbotones.
—¡Muerto soyl —exclamó don Feliciano, y cayó.
El embozado suspendió el ataque; se acercó y sin darse mucha prisa, vació las faltriqueras del capitán, despojándolo hasta del último duro que había ganado, y que iba echando en una especie de bolsa grande que llevaba atada a la cintura.
Terminada la operación, limpió su espada en la capa de Matamoros y se marchó.
Dejemos al desventurado maestro de armas, que estaba tendido en tierra con la cara hacia el cielo y sin conocimiento ya por la sangre que había perdido, y volvamos al escritorio, o sala de juego de la casa del escribano real don Ramón Martínez de Pedrera, quien seguía midiendo el cuarto de largo a largo y que sin duda comenzaba ya a sentir alguna inquietud, pues se paraba frecuentemente y dirigía los ojos con insistencia hacia el armario. Al fin se abrió como por sí sola la puerta que correspondía al rostro de en medio del mueble y salió de él un hombre. Parecía tener unos 45 años; su estatura era mediana y su complexión no muy robusta. No llevando el cabello empolvado, podía advertirse que comenzaba • encanecer. Las cejas, negras y pobladas, sombreaban dos ojos entrecerrados, que le daban la apariencia de un hombre medio dormido. Estaba vestido de sarga negra y llevaba atada a la cintura una ancha correa de cuero, que sujetaba una pistola y un puñal con el mango guarnecido de plata. En la mano derecha de aquel individuo se veía una bolsa grande y repleta, que se apoyaba por la parte de abajo en la mano izquierda. Sin decir palabra, el del armario se dirigió a la mesa, sin hacer al andar el más ligero ruido, como si el hábito de muchos años lo hubiese acostumbrado a sentar los pies en el suelo de una manera diferente de la de los otros hombres. Parecía aquel individuo más bien una sombra que no un ser corpóreo.
Puso la bolsa sobre la mesa, se sentó y sin levantar los ojos a mirar al escribano, que permanecía de pie, le dijo, después de haberle indicado que se sentara, con un movimiento de la mano:
—No le quedarán ganas al pobre capitán de repetir la trampa.
—¿Cómo, trampa? —exclamó Pedrera asombrado.
—Pues que —replicó el desconocido—, ¿no advirtió usted que los botones de la manga de ese tunante reflejaban la carta que tenía usted abajo?
—¡Voto al diablo! —dijo Pedrera—; ese perillán sabe más de lo que le han enseñado. Confieso que ésa no estaba en mi libro. ¿Cómo ha podido usted advertir lo que yo no pude notar estando tan cerca?
—Por lo mismo que estaba usted inmediato, se le escapó el artificio. Pero yo, que estaba lejos, noté perfectamente el movimiento del brazo y el empeño con que Matamoros veía sus botones. Fijándome más y más, caí en lo que aquello era y vi claro que estaba usted siendo víctima de una trampa. En fin, el pobre diablo ha llevado lo que merecía. Dejemos eso, y dígame usted, don Ramón, ¿la casa ha cumplido con mis órdenes?
—Exactamente —contestó el escribano.
—¿Y él sospecha algo?
—Nada absolutamente.
Hubo un momento de silencio que interrumpió al fin Pedrera diciendo:
—Muy largo ha sido el viaje de usted ahora.
—Un poco —respondió el del armario—. He recorrido la mayor parte de la Europa procurando estudiar no solamente las clases principales do la sociedad, sino también las menos favorecidas por la fortuna. He hecho vida común con los arrieros andaluces y genoveses, con los trajinantes suizos y maragatos y con los carreteros napolitanos y catalanes. He descendido a las minas de Friddeberg, Hidria y Wiliska, he partido el pan con los desterrados de la Siberia y he dormido bajo las tiendas de los árabes errantes del desierto. He encontrado en todas partes que el hombre es el mismo; la corteza es diferente, pero el árbol por dondequiera da idénticos frutos. Adiós, don Ramón; no olvide usted mis órdenes.
Diciendo así, el extraño personaje se dirigió al armario de donde había
salido; entró y cerró la puerta por dentro. El escribano lo siguió con una mirada que revelaba respeto y miedo a la vez, y dijo en un tono de voz que apenas podía percibirse:
—¡Hombre incomprensible! En más de doce años no he acertado todavía a descifrar ese enigma viviente. Debo obedecerlo ciegamente. Mi suerte y la de muchos otros depende de su voluntad. ¿Qué quiere? ¿Cuál es el fin que se propone? No lo sé. El tiempo aclarará tal vez este misterio.