Read Historia de un Pepe Online

Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)

Tags: #Novela, Histórico

Historia de un Pepe (8 page)

BOOK: Historia de un Pepe
12.86Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Cómo .va el vestido, Rosalía? —preguntó la recién llegada, cuyo acento tenía algo de imperioso aunque no desagradable.

—Está todo hilvanado ya, Matilde —contestó la hija del capitán—, y si te parece puedes probártelo.

—Sí, a eso he venido —replicó la otra, echando una rápida mirada al cadete, como para hacerle comprender que sin un motivo importante, no habría ella descendido a visitar a la pobre muchacha.

El tono en que Rosalía habló a la dama, contrastaba con la familiaridad del tratamiento. Habían sido condíscípulas en un beaterío, y la hija de Matamoros no había perdido el hábito de tutear a su antigua compañera de escuela, no obstante la diferencia de sus respectivas posiciones.

En efecto, la joven Matilde Espinosa de los Monteros pertenecía a una de las familias más ricas e importantes del reino. Hija única, era la idolatría de sus padres y objeto de una especie de culto de parte de una multitud de adoradores que aspiraban a la mano de aquella orgullosa belleza, que no encontraba en el país un partido digno de su mérito personal y de su considerable fortuna.

Rosalía era la costurera de Matilde, que tenía en mucho la habilidad de su condiscípula y pagándola generosamente, creía hacer cuanto estaba obligada en favor de una muchacha de tan humilde condición.

Hemos debido insistir en estos detalles. Pintamos costumbres harto diversas de las de hoy y no podríamos dejar de señalar la profunda diferencia que reinaba entre las clases sociales en la época en que tuvieron lugar los sucesos que vamos refiriendo.

Pasaron las dos jóvenes, con la criada, al cuarto de Rosalía. Gabriel no se movió; pudiendo más su curiosidad excitada que el sentimiento de mortificación que experimentaba al ver el papel secundario que representaba la que debía ser su esposa.

Se consoló, sin embargo, con la idea de que muy pronto no se vería ella en la dura necesidad de ocuparse en aquel humilde oficio. El no podía comprender que cualquier trabajo honrado enaltece al que lo desempeña.

La puerta del cuarto donde Matilde se ensayaba el traje había quedado entreabierta. Gabriel tuvo la indiscreción de dirigir una mirada hacia aquel punto y vio a la joven de pie delante del reducido espejo del capitán. El traje se componía de una enagua de terciopelo color de cereza con una bordadura de oro en el ruedo, y un corpino de tisú de plata, guarnecido con un soberbio encaje de Malinas. El escote, muy rebajado, dejaba descubierto el espléndido busto de la doncella, y las mangas, abiertas hasta cerca del hombro, permitían ver los dos brazos mejor torneados que se habían ofrecido jamás a la admiración del joven cadete.

Rosalía se había puesto de rodillas en el suelo, para tirar de la falda del traje de Matilde y emparejarla.

Gabriel prorrumpió en una exclamación de despecho, y volvió los ojos a otro lado.

Ensayado el traje y observados algunos ligeros defectos que debían corregirse, Matilde volvió a vestir el que llevaba y entraron las dos jóvenes en la sala, donde permanecía Gabriel visiblemente preocupado.

—¿Estará listo para el día 22? —preguntó la joven señora.

—Indudablemente —contestó Rosalía. Lo que hay que reformar es muy poco y estará hecho pronto.

—Muy bien —replicó Matilde—. Te agradeceré me lo envíes el 21 por la tarde. Debes saber que mi padre ha sido designado, como regidor más antiguo, para hacer las veces de alférez real, por estar este oficio vacante. Tenemos que dar refresco el 21, después de las vísperas, y un sarao en la noche del 22.

Diciendo así, la joven se despidió, y echando una mirada un tanto desdeñosa en derredor, añadió en voz baja, dirigiéndose a Rosalía:

—Si algo te hace falta, dímelo; sabes que puedes contar conmigo.

La modesta hija del maestro de armas se ruborizó ligeramente al oir aquella oferta medio amistosa y medio protectora y contestó:

—Gracias, Matilde; conozco la bondad de tu corazón y sé que en cualquiera circunstancia difícil, no me faltaría tu amistad; pero por ahora nada necesito.

La altiva doncella salió, después de haber hecho otra ligera cortesía al cadete, a quien, ¿por qué disimularlo? , casi no le vio la cara, por más que esto haya herido el quisquilloso amor propio del héroe de esta historia. Verdad es que el uniforme que llevaba Gabriel era indicio inequívoco de que pertenecía a una buena familia; pero Matilde Espinosa de los Monteros estaba habituada a ver a sus pies, militares de más importancia que un simple cadete, sin que por eso hiciera caso a alguno de ellos. Además, triste es decirlo, pero la circunstancia sola de haberlo encontrado de visita en casa de la hija de Matamoros, fue suficiente para que concibiera una idea no muy aventajada de aquel joven. Suelen juzgar así muchos hombres; ¿qué extraño, pues, que se dejase guiar por igual criterio una joven dama de aquel tiempo?

Cuando volvió Rosalía después de haber encaminado a su antigua condiscípula hasta el coche, dijo a Gabriel:

—¡Qué hermosa! ¿no es verdad?

—Insoportable —contestó Gabriel, cuyo mal humor se leía en la expresión casi feroz de su semblante—. Esa mujer, perdóname que te lo diga, se me ha hecho odiosa, por su arrogancia, por los aires de protección que se permite tomar contigo y... por todo.

Gabriel no quiso confesar que el desdén de Matilde lo había herido mortalmente. Rosalía, naturalmente buena, perdonaba a su antigua amiga aquella debilidad, en gracia de otras apreciables cualidades que le reconocía.

—La juzgas mal —dijo—, Matilde es orgullosa; pero al mismo tiempo es una criatura excelente. No puede ver una necesidad sin socorrerla, y a muchas gentes pobres sirve con su dinero y con su persona. La caridad, Gabriel, hace olvidar defectos más graves que los que puede tener Matilde.

—Tal vez —replicó el cadete—; pero te aseguro que para mí sería la mayor de las mortificaciones el encontrarme con esa mujer aquí otra vez.

—No hay peligro de que eso suceda —dijo Rosalía, sonriendo—. Ella no viene sino muy de tarde en tarde, cuando necesita probarse algún vestido, pues soy su costurera.

Con la mayor naturalidad pronunció Rosalía aquella frase, que hirió el orgullo de Gabriel, pues él más que otros estaba profundamente imbuido en las ideas que eran en aquel tiempo las de la clase social a que creía pertenecer. Dejamos dicho que la excelente señora a quien aquel niño expósito reconocía por madre, tuvo la imprudencia de nutrir el alma de Gabriel con las más exageradas ideas nobiliarias. Al oir que Rosalía se daba la denominación de "costurera de Matilde" (entonces no se decía modista), pensó por la primera vez en lo que el amor no le había dejado ver antes, en la diferencia que existía entre la posición de su familia y la de la mujer a quien amaba. En su interior culpó a la suerte que hacía tan mal las cosas, pues a su juicio, debía haber dado a aquella virtuosa joven el rango y la fortuna que inmerecidamente ocupaban otras. Mas como aquello no tenía remedio, devoró su despecho y procuró consolarse con la idea de que una vez casado con Rosalía, ocuparía ésta el lugar a que era acreedora y no tendría ya, a Dios gracias, necesidad de servir a nadie.

—La esposa de un Fernández de Córdoba —se dijo a sí mismo—, valdrá tanto como una que se llama Espinosa de los Monteros, o de cualquier otro modo.

El capitán don Feliciano de Matamoros entró en aquel momento, acompañado de tres o cuatro de sus jóvenes discípulos, que iban a recibir la lección. El teniente Hervías, amigo íntimo de Gabriel, fue uno de los que llegaron con el capitán. Mientras disponían las armas, se habló de los preparativos que se hacían para las fiestas del día de Santa Cecilia, que estaba próximo, y uno de los presentes preguntó si se habría rematado al fin el oficio de alférez real.

—No —dijo el subteniente de artillería don Rafael Manrique de Lara—, no ha habido postor, y he oído decir que llevará el pendón real en el paseo, el regidor más antiguo, don Pedro Espinosa de los Monteros.

—Cierto —dijo el teniente de dragones provinciales don Juan de Malla y Salcedo—, y como es tan garboso, dicen que el refresco y el sarao que prepara en su casa van a estar magníficos. Tú debes saber algo de eso, Hervías, añadió con alguna malicia el teniente. Cuéntanos lo que habrá.

—Lo sé yo tanto como tú —respondió Hervías—, que se puso rojo como las vueltas de la casaca del teniente.

—Vamos —replicó Salcedo—, ¿a qué viene el negarlo? Toda la ciudad sabe que has sentado plaza en el batallón Matilde; más claro, que eres uno de los quince o veinte, si no son más, que suspiran por esa gran coqueta.

Los demás oficiales, con excepción de Gabriel Fernández, acogieron con carcajadas la zumba que daba Salcedo a Hervías; pero éste hubo sin duda de encontrarla pesada y dijo:

—Señores, suplico a ustedes que no pase adelante esta broma. Yo no consentiré que se califique tan ligeramente como lo ha hecho Salcedo, a una señorita cuya única falta es la de no acoger los homenajes que le tributan muchos, y que nadie que no esté ciego o despechado puede dejar de considerar como la más cumplida de las damas del reino.

Al escuchar este pomposo elogio, Gabriel, que estaba como hemos dicho, profundamente herido por la altivez de Matilde, se levantó de su asiento, pálido de coraje, y asiendo violentamente el brazo de Hervias exclamó:

—Pues yo, que no soy ciego, ni tengo por qué estar despechado, pues apenas he visto a esa mujer durante cinco minutos, te digo, Luis, que es la más altanera, la más engreída y la más insoportable de cuantas hasta ahora he conocido y que no merece que un joven de tu carácter se declare su caballero, como tú acabas de hacerlo.

Hervias, a quien se le agolpó la sangre a la cara al oir las duras expresiones de su amigo, se puso en pie y maquinalmente dirigió la mano al puño de su espada. Gabriel se cruzó de brazos y con una mirada que revelaba un furor concentrado, pareció aceptar el desafío. Pero el capitán Matamoros se interpuso entre los dos amigos y con el tono más solemne que le fue posible, exclamó:

—Alto allá. iSable y lanza I Pues, ¿quién ha dicho que dos valientes se han de romper la crisma sobre si una mujer es o no es la mejor del reino? Sobre gustos no hay disputas. iCáspital Guarden esos bríos para cuando vuelva el inglés, que no es remoto, y que la señorita Matilde sea como Dios la ha hecho, que no faltan entre las hijas de otros hidalgos algunas tan buenas como ella, aunque no rompan terciopelos ni arrastren coche. Que si yo no hubiera gastado mi juventud en servicio del rey, con escasa recompensa, allí está mi Rosalía que andaría hoy como la más pintada. Y desde luego un abrazo y que no haya más pleito, pues, Ivoto a cribasl que si han de pelear, el que quede vivo se bate conmigo, y en un santiamén le hago el famoso tiro de la zancadilla, como se lo hice al inglés en Roatán.

Diciendo así, el capitán Matamoros desnudó el sable y poniéndose entre Hervias y Fernández comenzó a dar mandobles en el aire, con gran diversión de los oficiales, que aplaudieron la habilidad del maestro. Don Luis y Gabriel, más sosegados ya se rieron también, y por un impulso común se adelantaron el uno hacia el otro, dándose la mano.

Durante aquella escena, Rosalía, que se hallaba presente, había permanecido pensativa, no acertando a comprender lo que motivaría la actitud de las expresiones de Gabriel con respecto a Matilde.

Concluida la lección de armas, el teniente Hervías y el cadete Fernández de Córdoba salieron del brazo y luego que se separaron de los otros jóvenes oficiales, dijo Gabriel a su amigo, en tono cariñoso:

—Luis, habíame con franqueza, ¿amas tú a esa joven?

—Sí, Gabriel —contestó Hervías—, con toda mi alma. Es el único secreto que he ocultado a tu amistad. Muchas veces he estado a punto de confiarte mis sufrimientos; pero ve mi debilidad: me ha retenido cierto rubor de confesarte, aun a ti que eres como hermano mío, que amo sin esperanza y que mi profunda pasión no ha encontrado hasta ahora sinóla indiferencia apenas encubierta bajo las apariencias de la cortesía. ¡Dichoso tú mil veces, Gabriel, que amas a quien no te corresponde con un ingrato desvío!

—Lo siento, Luis —replicó Gabriel—; Matilde de los Monteros no es la mujer que te conviene. Una alma como la tuya merece encontrar otra alma que sepa comprenderla. Esa mujer se cree una diosa, y perdona mi franqueza, debo confesarte que me inspira la más profunda aversión y que sería para mí un verdadero martirio el tener que encontrarme con ella y verme obligado a dirigirle la palabra.

Don Luis no contestó ya. En eso llegaron ambos jóvenes a la posada de Fernández. El criado negro entregó a Gabriel un pliego cerrado que había llevado al cuartel. Lo abrió y se encontró con una orden en que se le prevenía alistarse para acompañar, con otro cadete que se designaba, al regidor decano que haría de alférez real en el paseo de Santa Cecilia.

—Bien —dijo Gabriel—, tendré que prepararme de caballero, jaeces y paje.

—El negro sacó entonces del bolsillo una esquela sellada con un escudo de armas y dijo a Gabriel:

—¡Ahí me olvidaba de que también ha venido esta otra carta para usted. Hervias vio las armas del sello y se puso encendido. Eran las de los Espinosa de los Monteros. La carta era una atenta invitación del regidor decano a don Gabriel Fernández de Córdoba, cadete de la segunda compañía del Fijo, para que se sirviera concurrir en la tarde del 21 al refresco después de vísperas y al sarao en la noche del 22.

—¡Imposible! —exclamó Gabriel—. No seré yo quien vaya a arrostrar la altivez de la reina de esa fiesta.

Diciendo así, arrojó la esquela sobre la mesa y dijo a su amigo: —Perdona si te ruego que salgamos. Ves la orden que recibo de alistarme para acompañar al regidor que llevará el pendón real. Debo comunicarlo a mi tutor sin pérdida de tiempo, a fin de que me provea de cuanto necesito. —Vamos —contestó Hervias, y salieron.

CAPÍTULO IX
Los botones de la casaca del capitán

BOOK: Historia de un Pepe
12.86Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

When the Chips Are Down by Rasico, Anne
Meaner Things by David Anderson
A Tale of Two Castles by Gail Carson Levine
The Spawning Grounds by Gail Anderson-Dargatz
Joan Hess - Arly Hanks 04 by Mortal Remains in Maggody
Remo The Adventure Begins by Warren Murphy
Downburst by Katie Robison