Read Historia de un Pepe Online
Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)
Tags: #Novela, Histórico
Don Andrés frunció las cejas y contestó algo bruscamente a Fernández que en el escritorio de la casa comercial de Agüero y Urdaneche no debía pronunciarse una sola palabra que no fuese de negocios. Citó, pues, a Fernández para aquella misma noche, a las siete, en su casa de habitación, y sin decir más, abrió el libro Mayor y se puso a escribir como si nadie estuviera delante.
Fernández, que tenía sin duda que solicitar un servicio de aquel hombre extraño, cuyo carácter le era, por lo demás, bien conocido, no insistió y acudió a la cita a la hora señalada. Encerrándose en el gabinete de don Andrés, conferenciaron cerca de una hora y al despedirse, don Fernando puso en manos de Urdaneche un pliego cerrado y sellado con sus armas.
Gabriel veía con asombro en su casa preparativos de viaje; oía decir a los criados que el amo se marchaba y no acertaba a adivinar lo que dispondría hacer de él. Don Fernando no había dirigido la palabra al pobre niño más que unas tres o cuatro veces desde la muerte de doña María Josefa, y eso en términos bastante claros. Llamábalo holgazán, inútil y vanidoso, y moviendo la cabeza con misterio, le pronosticaba que había de acabar muy mal. Gabriel no había conocido más padre que el suyo y creía que todos eran como don Fernando, y las madres todas como doña Josefa. Aunque sensible, pues, a tanto despego, no le extrañaba, mediante aquella candorosa convicción.
Llegó el día en que Fernández iba a salir de la ciudad con dirección a Trujillo, donde se embarcaría en un galeón que debía hacerse a la vela, para Cádiz. Los arrieros cargaban las muías; los criados y criadas presenciaban con indiferencia la partida de su amo, que no había sabido hacerse amar de ellos, y el infeliz Gabriel, apoyado en uno de los pilares del corredor, con un nudo en la garganta y los ojos medio inundados de lágrimas, seguía con inquietud aquellos preparativos. Veía a su padre próximo a partir sin él, y no sabía cuál sería su suerte.
Dadas las últimas disposiciones y luego que don Fernando hubo repetido a la servidumbre la orden de cerrar la casa y entregar las llaves a los nuevos propietarios, sacó una bolsa que parecía contener algún dinero y dándole al criado más anciano, le dijo señalándole a Gabriel:
—Luego que yo me vaya, lleva ese niño donde pueda aprender algún oficio con que gane su vida como * la ganamos todos. Ese dinero bastará para los primeros gastos. Pero ten entendido, añadió, dirigiéndose al joven, que nada, absolutamente nada más, tienes ya que esperar de mí.
Dicho esto, montó en la muía y salió, seguido de dos mozos, también montados, que lo acompañarían hasta Trujillo.
Viendo alejarse al que creía su padre, Gabriel experimentó un sentimiento extraño, en que una cierta satisfacción se mezclaba con el más vivo dolor. La partida de aquel hombre duro y cruel al ¡y ¡aba su alma de un gran peso, por una parte, y por otra le desgarraba el corazón aquella indiferencia y la idea del abandono en que quedaba.
El anciano contó el dinero que contenía la bolsa.
—Son —dijo—, cincuenta duros. Con esto habrá para algún tiempo. Dígame usted ¿qué oficio quiere aprender?
—Ninguno —contestó Gabriel—. Me moriré de hambre antes de hacer uso de ese dinero.
—Vea usted —replicó el criado—, que eso de dejarse morir de hambre, es más fácil decirlo que hacerlo. Si usted no recibe lo que le dejó el amo, no sé qué hará.
Sin aguardar contestación comenzó el sirviente a cerrar las puertas. Gabriel dirigió una mirada de despedida al cuarto donde había muerto su madre, y enjugó una lágrima que se desprendía de su párpado. Oyendo que el criado, después de haber cerrado, una tras otra todas las puertas, sonaba el manojo de llaves, como para indicarle que era tiempo de salir, dijo con entereza:
—Vamos, y se encaminó a la puerta.
S
alió Gabriel de aquella casa donde había vivido desde la noche en que vino al mundo, y a la que no volvería jamás, y se paró en la esquina, sin saber a dónde ir ni qué partido tomar. Estando en aquella perplejidad, se le acercó un hombre que llegaba con paso apresurado, y preguntándole si era el niño Gabriel Fernández, a su respuesta afirmativa le entregó una esquela cerrada en forma de triángulo, como se acostumbraba hacerlo entonces con las que se dirigían de un punto a otro de la ciudad.
Abrióla Gabriel y leyó lo siguiente:
"Venga usted a verme sin pérdida de momento. Tengo qué comunicarle algo que le interesa. —Andrés de Urdaneche".
Gabriel había visto frecuentemente a aquel sujeto, que visitaba a su padre y sabía también dónde estaba situado el establecimiento comercial de Agüero y Urdaneche. Se dirigió allá inmediatamente. Pocos momentos después el joven atravesaba el patio de una casa grande y enclaustrada, donde se veía en el corredor del fondo entreabierta una puerta maciza, forrada de láminas de hierro con clavos de bronce. Era el almacén, pieza espaciosa y oscura, cuyas paredes desaparecían detrás de una gran estantería de cedro, ocupada con multitud de objetos de diferentes clases, la mayor parte inútiles. Aquellos rezagos, que no habían podido realizarse en la tienda de comercio, se amontonaban allí, por no saber qué hacer con ellos. Un tramo o dos estaban ocupados con los libros y papeles de la casa. Junto a la única ventana que tenía la pieza se veía una mesa de nogal, con pies labrados y cubierta con una carpeta verde. Un tintero grande y no muy limpio, compuesto de tres piezas de plata, colocadas en un plato ovalado, del mismo metal; cajas de obleas, plumas de ave, cartas abiertas, el Diario, libro voluminoso cubierto de cifras y apuntamientos en letra española, él calendario de Beteta y las ordenanzas de Bilbao estaban esparcidos sobre la mesa. En las dos cabeceras había dos sillas de brazo, tapizadas de vaqueta de color oscuro, con flores medio borradas y a poca distancia una arca grande con un fuerte cerrojo y otras dos llaves. Casi todos esos muebles habían sido traídos de la Antigua cuando se verificó la traslación.
Gabriel no estaba en situación de fijarse en aquellos objetos. Profundamente impresionado cuando vio que su padre se iba dejándolo en la calle, luego que recibió el billete de Urdaneche, por una evolución de su espíritu, de ésas que son naturales en jóvenes de su edad, concibió la idea de que don Fernando lo había recomendado a aquellos señores, y que la dureza de su despedida era más aparente que real y efecto de su carácter adusto y concentrado. ¿Cómo habría podido imaginar que hubiera quién se interesara por él si no era aquél a quien reconocía por padre?
Don Andrés de Urdaneche era originario de Navarra. Había venido a Guatemala pocos años.antes de la ruina de 1773 y se asoció con don Francisco de Agüero, sevillano rico que, conociendo la probidad y talento comercial de don Andrés, no vaciló en entregarle su caudal que, según decían, había éste doblado en poco tiempo.
La casa tenía negocios en España, el Perú y México; y aunque no faltaban algunos que no parecían tener la opinión más favorable del que la manejaba casi en absoluto, lo cierto es que, la confianza que inspiraba a la generalidad era grande. Todo aquel que deseaba colocar sus fondos con seguridad, acudía a aquella casa, cuya solidez se había hecho proverbial. Sus relaciones en todo el reino eran muy extensas y casi toda la cosecha de añil y cacao pasaba por sus manos. Debían ser, pues, efecto de envidia o de maledicencia los rumores que circulaban muy por lo bajo respecto a aquel establecimiento comercial, uno de los más importantes del país.
Don Andrés era alto de cuerpo, enjuto de carnes, de fisonomía grave, que indicaba un carácter frío y reservado. Aunque no contaba setenta años, parecía mucho más anciano. Tal vez ocultos pesares habían minado la existencia de aquel hombre tan insensible y duro al parecer. Quizás tenía, como cualquiera otro, una historia que conoceremos algún día, debiendo contentarnos por ahora con estas indicaciones generales.
Sus ojos, de un azul oscuro, lanzaban de vez en cuando miradas penetrantes, que obligaban a los que hablaban con él a bajar los suyos o a dirigirlos a otro lado. Su rostro, cubierto de una palidez enfermiza, presentaba un conjunto más bien desagradable que no simpático, y su sonrisa era tan violenta y tan forzada, que hacía aún más desapacible la expresión habitual de su fisonomía. Había personas que, buscando siempre parecimientos, decían que la cara de don Andrés era la de Felipe II, afeitado.
Vestía calzón de paño negro, medias de algodón, zapato con hebilla de acero, chaleco y chaqueta muy largos, de lienzo blanco, y en la cabeza atado un pañuelo, cuyas puntas le caían hacia atrás, costumbre muy general en aquel tiempo.
Cuando entró Gabriel, don Andrés dejó la pluma con que escribía, se puso en pie y durante unos pocos segundos estuvo examinando al joven, en quien probablemente no se había fijado en casa de Fernández.
—Puede ser —murmuró entre dientes Urdaneche—, después de haber hecho aquel rápido examen de la fisonomía de Gabriel; y sin ofrecerle asiento, permaneciendo él mismo en pie, le dijo:
—¿A qué carrera quiere usted dedicarse? ¿Al comercio, a la abogacía, a la medicina, a la iglesia o a las armas?
Gabriel, que hasta entonces no había pensado en elegir profesión, no sabía cómo responder a aquella pregunta inesperada. Después de un momento de silencio, contestó:
—Creo, señor don Andrés, que antes de decidirme por alguna carrera, debo saber si cuento con los medios de seguirla.
—Usted puede contar con cuanto necesite.
Estas palabras, pronunciadas en tono seco y breve, afirmaron al candoroso adolescente en la idea de que su padre lo había recomendado a aquellos señores, quienes por encargo suyo debían cuidar de su educación. Este pensamiento lo enterneció, y exclamó, con los ojos llenos de lágrimas:
—iAhí Mi buen padre ha cuidado, antes de partir, de asegurar mi suerte, sin duda mientras vuelve, o me lleva a su lado.
—Este no es lugar de hablar de esa manera —replicó Urdaneche—. La casa ha recibido orden de una persona con quien tiene negocios, de proporcionar a usted cuanto haya menester. Es asunto de cuenta corriente y nada más. No perdamos tiempo, añadió consultando el reloj, ¿a qué profesión desea usted dedicarse?
Pues ya que debo decidirme ahora mismo —respondió Gabriel, medio ofendido por la aspereza del viejo negociante—, a la de las armas. Pero yo no sé si debo admitir auxilios de una persona desconocida, ignorando lo que motiva esa protección.
—Si usted rehusa —dijo don Andrés—, no hablemos más.
—No rehuso; pero quisiera saber...
—Usted no tiene nada qué saber. ¿Acepta lo que tengo orden de ofrecerle, o no?
Gabriel, más y más convencido de que debía ser su propio padre el que proveía a su educación, y que sólo por capricho, o por rareza de carácter procedía de aquella manera, contestó, después de reflexionar un momento:
—Acepto.
—Hoy mismo —dijo Urdaneche—, se solicitará para usted un despacho de cadete del Fijo.
Tomó una pluma, trazó unas diez o doce líneas en una foja de papel, la cerró en forma de carta y entregándola al joven, añadió:
—Aquí tiene usted esta esquela para un caballero en cuya casa vivirá, si le acomoda. Puede usted disponer de todo el dinero que guste; poco o mucho, no importa. Tiene usted letra abierta en la casa.
Dicho esto, hizo una ligera inclinación de cabeza, como para indicar a Gabriel que la entrevista debía terminar y comenzó a abrir una voluminosa corresponencia que tenía sobre la mesa.
—Agradezco a usted en mi alma —dijo el joven—, el interés que se sirve tomar por mí; y en cuanto a ese protector oculto que usted no quiere darme a conocer.
— ¡PIazaola! —dijo Urdaneche, esforzando la voz y como llamando.
Presentóse inmediatamente un individuo que llevaba una pluma detrás de la oreja y que salió de una pieza contigua, cuya puerta había permanecido cerrada.
—Vea usted —continuó diciendo don Andrés—, en las cartas de los 'corresponsales de Cádiz, para cuándo estaba anunciada la salida del "Neptuno". Creo que es tiempo ya de que ese bergantín hubiera llegado a Trujillo.
Gabriel se retiró mordiéndose los labios, y cuando salió de la casa, vio el sobrescrito de la carta. Estaba dirigido a un don Ramón Martínez de Pedrera, y como el joven no conocía a aquel sujeto, se acercó a un caballero que pasaba, y le suplicó le indicara, si lo sabía,dónde habitaba la persona a quien iba dirigida aquella esquela.
—Lo conozco —dijo el sujeto—. Don Ramón Martínez de Pedrera, escribano real, vive en la cuadra del cuartel de Artillería, segunda casa, a la derecha, pegada a una tienda de maritates.
Gabriel agradeció la indicación y fue inmediatamente en busca de la casa del escribano.
Le abrió un viejo negro que vestía un traje de amarillo y verde, con pretensiones de librea; pero tan descolorido y remendado, que no habría sido temerario suponer que había servido al criado de la familia durante tres o cuatro generaciones.
Preguntado por don Ramón, contestó que en aquel momento estaba el barbero acabando de afeitarlo, y añadió que el niño podía, si gustaba, aguardar al amo en el escritorio.
Entró Gabriel en un cuarto bastante espacioso, situado a la izquierda del zaguán y en el que no veía cosa alguna que indicara el destino que, según el viejo negro, tenía aquella pieza.
En una de las cabeceras estaba un armario enorme, de aquellos de tres rostros que se usaban antes y que suelen verse todavía, pintado de celeste claro y con molduras que se conocían haber sido doradas. En una mesa redonda y grande cubierta con una carpeta verde y que ocupaba el medio de la pieza, no había objeto alguno, y en derredor estaban colocadas hasta doce sillas, tapizadas de vaqueta azul. No había en aquella sala un solo libro, ni recado de escribir, ni papeles, ni nada que pudiera justificar el título de escritorio que le daba el criado.