Read Historia de un Pepe Online
Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)
Tags: #Novela, Histórico
Sin saber bien por qué, doña María Josefa consideraba a su marido en un peligro más grave que el que había corrido su ilustre antepasado en la batalla de Ceriñola.
Don Fernando, que no las tenía todas consigo, hizo dos mil conjeturas, cada una de ellas a cual más probable, sobre lo que podía motivar aquel extraordinario, inusitado y pavoroso acontecimiento. Lo único que no le pasó siquiera por la imaginación, fue lo que causaba en realidad el alboroto en que se puso la casa.
Don Fernando tenía dos dependientes españoles, dos criados criollos y un negro esclavo que manejaba el coche. Todos se armaron como pudieron antes de afrontar el peligro; siendo el más temible, en apariencia al menos, de los instrumentos bélicos de que echaron mano, una pistola de Eibar, medio descompuesta, que llevaba uno de los dependientes. Fernández de Córdoba, al frente de aquel improvisado pero decidido ejército, dio la orden de abrir y se colocó denodadamente. . . detrás de la puerta.
Quitó la llave el más viejo de los dos españoles, un vizcaíno mal encarado, que debía ser descendiente del que peleó con don Quijote. Sacó la cabeza, vio, escuchó; pero todo fue inútil. No se divisaba alma viviente, ni se oía más ruido que el del viento que silbaba en la desierta y silenciosa calle. Iban a retirarse todos, cuando uno de los criados observó que había alguna cosa delante de la puerta. Recogió el objeto, vio que era un cestillo cubierto con un lienzo blanco, y habiéndolo levantado por orden de Fernández, se ofreció a la vista de éste y de los que lo acompañaban, un niño profundamente dormido.
El descendiente del Gran Capitán, que había recobrado su serenidad cuando se convenció de que no se presentaban enemigos con quienes combatir, experimentó, al ver el contenido del cestillo, un sentimiento mezclado de impaciencia, de asombro y de espanto, como nos sucede de ordinario, cuando sobreviene un acontecimiento que a lo imprevisto agrega lo desagradable.
—¿Cuántos tenemos? —preguntó con cólera al vizcaíno, que dilató desmesuradamente las pupilas al oir la extraña pregunta del patrón.
—Yo creer que ninguno —contestó en mal castellano el bueno del vascongado—. Hacer siete años que vos con doña Josefa casar y hasta ahora hijo no haber dado Dios.
—¡Animal! —gritó don Fernando, blandiendo el espadín sobre la cabeza del vizcaíno—; no es eso lo que preguntó sino cuántos del mes tenemos hoy.
—Eso ser según la hora —contestó el dependiente sin alterarse—. Si noche de miércoles ser todavía, a 27 estar, si madrugada del jueves, a 28.
—A 28, eso es; lo que pensaba —dijo don Fernando—. ¡Día de Inocentes! La broma es un poco pesada y no seré yo el majadero que la aguante. Pon ese canasto donde estaba, añadió, dirigiéndose al criado que lo tenía y cierra la puerta.
L
os dos dependientes y los tres criados de Fernández se veían unos a otros, espantados y sin atreverse a ejecutar la orden cruel que acababa de darles su amo, de dejar a aquel pobre niño abandonado y a la intemperie. Después de un momento de silencio, el vizcaíno, tomó el cestillo de manos del criado y exclamó:
—Eso no; criatura desamparada no morir de frío donde hidalgo vizcaíno estar. Mañana mujer nodriza buscar y de mi sueldo pagar, si fuere menester.
Dicho esto y sin atender a los votos y reniegos de don Fernando, se entró con el niño, que en aquel momento despertó y rompió a llorar. Lo oyó doña Josefa y tomando el candil, salió a ver lo que ocurría.
Informada del extraordinario acontecimiento, quiso ver al expósito, le pareció muy lindo y exclamó enternecida:
—Tiene razón Vericoechea (así se llamaba el vizcaíno), sería una iniquidad dejar en la calle a esta pobre criatura con el tiempo que hace. Que vayan Blas y Carlos (el negro cochero y un criado), a Jocotenango en busca de una chichigua. Ofrézcanle lo que pida, que venga ahora mismo y mañana se dispondrá lo que convenga.
El ilustre vastago de los Fernández de Córdoba, a pesar de tener muy bien sentada y merecida reputación de testarudo y atrabiliario, no acostumbraba replicar cuando "mi Pepa", como él llamaba a la señora, expedía una orden categórica. Envainó el espadín, lanzó una mirada furiosa a don Martín de Vericoechea, a quien culpaba —y no sin razón— del engorro que se le venía encima, y dejando a la dama que hiciera su voluntad, como sucedía siempre, se metió en su aposento, murmurando entre dientes:
—Con razón dicen que a quien Dios no le dio hijos, el diablo le da cosijos.
El vizcaíno, sin hacer el menor caso de los refunfuños de su patrón, llamó al otro dependiente y a los criados, y colocándose en medio de ellos, sin decir una sola palabra, con un gesto expresivo, puso el índice de su mano izquierda sobre sus labios y dio con el pulgar y el del corazón.de la derecha, ese ligero chasquido que sirve para expresar orden de marcha. Acostumbrados a la pantomima del cajero mayor, que sin duda por hábito de ahorrar economizaba hasta las palabras, dependiente y criados comprendieron que se les mandaba, bajo pena de expulsión, guardar profundo secreto sobre aquella extraña aventura.
Entretanto, la desdichada que acababa de abandonar a su hijo a la puerta de una casa que le era absolutamente desconocida, regresó por las mismas calles que había seguido a la ventura. Al pasar otra vez delante del cementerio del Sagrario, sintió como si el frt'o de la noche corriera por sus venas. La idea de que quizá al siguiente día el cadáver del que había llevado en su seno iría a dormir el sueño eterno en el sitio destinado a los párvulos en aquel panteón, le helaba de terror.
Aquella consideración hizo lugar pronto en el espíritu de la desventurada madre a otra reflexión no menos desgarradora.
—¿Y qué importa la muerte? —murmuró con voz entrecortada por los sollozos—. ¿Sé acaso dónde lo he dejado? Esa separación entre los dos, que comienza hoy para terminar más allá de este mundo, ¿no es, por ventura, lo mismo que la muerte?
No dijo más. Quiso apresurar el paso; pero le faltaron las fuerzas y cayó sin sentido. Entonces el embozado, que continuaba siguiéndola, se acercó a ella, se inclinó hasta pegar su rostro con el de la mujer y advirtiendo que aún respiraba, se levantó y dio un silbido agudo y prolongado, que repitió el eco lejano de las desiertas calles.
No tardaron en aparecer, como si hubiesen brotado de las paredes del cementerio, cuatro hombres embozados en grandes chamarras, que se colocaron en fila delante del desconocido, sin decir palabra. Les habló éste en voz baja; entonces ellos tomaron en brazos a la mujer y siguiendo la calle del costado de Santa Teresa, llegaron delante de una casa de pobre apariencia situada a media cuadra del Potrero de Corona, y llamando dos veces a la puerta, pusieron en la grada aquel cuerpo casi inanimado y se alejaron.
El secreto de lo sucedido en la casa de Fernández en la noche del 28 de diciembre de 1792, fue religiosamente guardado por los testiaos del acontecimiento. Y sin embargo, hubo un rumor, aunque muy vago y que no se generalizó, de que aquel niño no era hijo de don Fernando y de su esposa. Las imaginaciones fecundas dieron rienda suelta a las conjeturas, y el chico vino a ser para algunos de los vecinos el fruto clandestino de un desliz del amo de la casa. El despego que, según se sabía, le mostraba Fernández, no era más, decían, que artificio y disimulo, y todos convenían en que el muchacho era el vivo trasunto de su padre. Más aún. Cuando José Gabriel (ese fue el nombre que le dieron), iba avanzando en edad, se generalizó la opinión de que era idéntico al retrato del Gran Capitán que corría en un tomo de la Historia de Mariana. Digan lo que quieran, para eso de encontrar semejanzas nadie nos gana.
Preciso es confesar, sin embargo, que si aquel adolescente no descendía del héroe español, iba sacando unas facciones que sin formar un conjunto perfecto, constituían un rostro interesante, entre serio y grave, como suponemos debió de ser el del guerrero tan célebre por sus hazañas como por sus respuestas picantes e Ingeniosas.
Un día, cuando contaba ya Gabriel ocho años de edad llegó a su casa lloroso y amostazado, y arrojándose en brazos de su cariñosa madre, le refirió que al salir de la escuela se había entablado una riña entre él y uno de sus compañeros; y que habiendo éste quedado vencido, le gritó como por burla: pepe, pepe.
—¿Por qué me habrá llamado así? —preguntó el niño candorosamente.
—Pues es muy claro —contestó la señora—. Porque uno de tus nombres es José, y a los que se llaman así les dicen Pepes.
Sin quedar enteramente satisfecho con la explicación, el niño no concibió la menor sospecha sobre el significado de la palabra que le habían arrojado como un insulto, y continuó considerándose, como era natural, hijo de los que pasaban en el mundo por padres suyos.
Aquel día fue el último en que el hijo adoptivo de don Femando Fernández y de su esposa, concurrió a la escuela pública. Informada del caso la señora, reunió un consejo de familia, compuesto de ella misma, de su marido y del vizcaíno Vericoechea. Don Fernando dijo con muestras visibles de mal humor, que a él le importaba muy poco que llamaran al mozo como les diera la gana. Habló en seguida el vizcaíno, que en mal castellano, pero con muy buen sentido, opinó que Gabriel no volviera a la escuela, ofreciéndose a ser en adelante su único preceptor.
Doña María Josefa aceptó la propuesta de mil amores y como el programa de estudios de aquel futuro grande hombre se componía de lectura, escritura, doctrina cristiana y las cuatro primeras reglas de la aritmética, se consideró que estas materias no eran superiores a los conocimientos científicos del vizcaíno, que desde aquel día agregó a su oficio de primer cajero las funciones importantes de pedagogo de Gabriel.
Creció éste y llegó a los catorce años siendo el ídolo de la que pasaba por ser su madre, cuyo entrañable amor le compensaba el desvío con que lo veía don Fernando; quien como suele decirse, no tragaba al pobre pepe. Aquel hombre duro y atrabiliario, como no tenía hijos, rabiaba de que otros los tuvieran, y agriándosele cada día más el carácter con la edad, había acabado por odiar a los niños. Sólo la costumbre inveterada, que tenía de no contrariar en nada la voluntad de su mujer, hacía que aguantara a aquel intruso en su casa.
Doña Josefa se veía en el pepe y lo amaba más tal vez que si hubiera sido su propio hijo. ¿Por qué la misma causa produce con frecuencia efectos enteramente contrarios en el hombre y en la mujer?
La buena de la señora hacía cuanto le era dable para echar a perder el carácter de aquel pobre muchacho, procurando que concibiera la más aventajada idea de sí mismo. Creció Gabrielito oyendo a su mamá, a tos criados y a los amigos de la casa que era el niño más lindo, más gracioso y más vivo de la ciudad. Pero sobre todo, en lo que puso más empeño la imprudente señora fue en urdirle la más elevada idea de la importancia de su familia y de la nobleza, casi augusta, de su origen. Y lo más curioso del caso es que acabó por decir eso con la mayor buena fe. El amor cegaba de tal modo a la pobre señora, que creía real y verdaderamente que aquel niño, en quien veía un conjunto de perfecciones, no podía ser hijo de un cualquiera.
Por fortuna estas preocupaciones entraron en el alma impresionable del pepe, acompañadas de algunos sentimientos enérgicos y varoniles que el vizcaíno, a pesar de sus pocos alcances, supo inspirar a su pupilo. Desgraciadamente, este hombre honrado no pudo completar su obra, pues cuando Gabriel cumplía los quince años, un violento tabardillo puso término a la vida útil y laboriosa de aquel buen español. La semilla quedaba, sin embargo, y debía fructificar, andando el tiempo.
Las lágrimas que derramó Gabriel sobre la tumba de su sencillo y bondadoso preceptor, fueron las primeras que le arrancó un dolor moral; pero iay! debían ser seguidas muy de cerca por otras aún más abundantes, y amargas. A los pocos meses tuvo lugar un acontecimiento que iba a influir de una manera decisiva en la vida del expósito. Una enfermedad repentina arrebató a doña Josefa, sin darle tiempo de asegurar, como tenía propósito de hacerlo, la suerte de su hijo adoptivo. Se había propuesto disponer en su favor de la mitad de los gananciales que le correspondía en el caudal de su marido, pero sintiéndose en buena salud y no de edad avanzada, fue aplazando de día en día el poner en obra aquella determinación.
Encontróse, pues, el expósito cuando iba a cumplir diez y siete años, solo y frente a frente con el hombre cuyo apellido llevaba, a quien creía su padre y cuyos sentimientos nada afectuosos hacia él, no le eran desconocidos.
Pasados los días de riguroso duelo, don Fernando tomó la resolución de arreglar sus negocios y trasladarse a España. Estaba rico, no debía nada a nadie, y a él le debían muy poco; no tenía ya afección alguna que lo ligara al país; era, pues, natural que prefiriera volver a su tierra nativa donde le quedaban aún algunos deudos.
Comenzó a tomar disposiciones para llevar a cabo su propósito. Por fortuna se lo facilitó la propuesta que le hizo la casa de Agüero y Urdaneche, una de las más importantes de la capital, de comprarle las existencias que tenía la casa de habitación y hasta los muebles. Una sola conferencia entre Fernández y don Andrés de Urdaneche fue suficiente para que aquellos dos hombres prácticos y versados en los negocios arreglaran el contrato. El día que se firmó la escritura, luego que se retiraron el escribano y los testigos, don Fernando dijo a don Andrés que tenía que hablarle de un asunto grave, aunque nada tenía que hacer con los intereses.