Read Historia de un Pepe Online
Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)
Tags: #Novela, Histórico
Al de la perdición me condujo insensiblemente aquel hombre frío y cruel. Protegido siempre por mi diabólica directora, pudo encontrar sin mucha dificultad el modo de que nos viéramos en mi propio aposento. Yo vine a ser la más desdichada de las mujeres. Mi aya, cuando vio el resultado de su indigna trama, desapareció una noche, huyendo, según supe después, con unos tres o cuatro mil pesos, a San Salvador, donde se casó con un joven que la tomó por interés de su dinero. Mi padre recibió un golpe mortal. Me exigió el nombre de mi seductor; pero me negué a revelárselo, pues don Juan me había dicho que al saberlo mi padre, uno de los dos dejaría de existir. El desdichado anciano me lo suplicó bañado en lágrimas y rehusé obstinadamente. Entonces, armándose de una severidad que tenía yo harto merecida, me despidió de su casa, simuló un viaje, y, a lo que supe después, esparció la voz de que yo había muerto.
Don Juan me recibió en la calle la noche en que me lanzó mi padre de su lado y me condujo a una pobre casa, en un extremo de la ciudad. Tenía yo el corazón partido de dolor; pero en medio de mi profunda aflicción, me halagaba la idea de que no me separaría de aquél a quien consideraba ya como mi esposo. iVana esperanzal Bajo diversos pretextos, me dejó don Juan, sola al cuidado de una mujer a quien interesaron sin duda mi edad y mi desdicha, pues se mostraba buena y afectuosa conmigo. Las visitas de don Juan fueron haciéndose más raras cada día. Decíame que, ocupaciones urgentes no le permitían disponer sino de muy pocos momentos para verme.
Una noche llegó meditabundo y preocupado. Conocí que algo grave tenía que comunicarme y lo insté tímidamente (pues sin saber por qué había mucho de miedo en el amor que sentía yo por aquel hombre), a que me abriera su corazón y me dijera lo que parecía tenerlo cuidadoso.
—Es —me dijo—, que se acerca el momento en que vas a ser madre, y es necesario que pensemos lo que debemos hacer de nuestro hijo.
—¡Cómol —exclamé asombrada—; ¿pues no vamos a casarnos? ¿No puede estar conmigo?
—No —contestó él; nuestro matrimonio tiene que retardarse, muy a pesar mío. Debo hacer un viaje largo, y cuando vuelva nos casaremos. Entretanto, te dejaré en una casa al cuidado de mi mejor amigo; pero donde por desgracia no podrás llevar a tu hijo.
—Un rayo que hubiera caído a mi lado me habría impresionado menos que aquellas palabras.
—¡Separarme de mi hijol —exclamé—; ¡jamás! Prefiero mil veces ir a implorar el perdón de mi padre, a solicitar la caridad pública, si fuere necesario.
Entonces don Juan se puso en pie y con un aspecto feroz, que yo no le había visto jamás, exclamó:
—Pues bien, ya que es necesario que lo sepas todo, sábelo. Mi vida es azarosa; la cuchilla del verdugo está siempre pendiente sobre mi cuello. ¿No has oído hablar de una temible asociación de ladrones y asesinos que hace algún tiempo es el terror de la ciudad?
—Sí —contesté temblando al escuchar aquella espantosa indicación.
—Pues yo soy su jefe —añadió don Juan—; su jefe ignorado y oculto. No puedo, no debo permanecer aquí durante mucho tiempo. Mis compañeros continúan la obra durante mi ausencia, bajo la dirección de personas inteligentes que suplen mi falta, y a nadie podría ocurrir en ningún caso que don Juan de Montejo, hidalgo rico y relacionado con la mejor sociedad, que viaja frecuentemente por el —extranjero sea el mismo capitán de bandidos, a quien no han logrado ver hasta ahora y a quien se conoce sólo con el nombre de Pie de lana.
Me levanté horrorizada; quise huir, pero me faltaron las fuerzas y caí sin conocimiento. Cuando lo recobré, don Juan o sea Pie de lana había desaparecido, dejándome dicho con la mujer que cuidaba de mí, que volvería. Yo estaba medio loca de terror y espanto, y sentía que mi sangre se inflamaba. La fiebre comenzaba a transformar mi inteligencia.
Aquella misma noche fui madre. Yo tenía formada mi resolución. En un momento en que la mujer que me asistía había pasado a la cocina de la casa a prepararme un poco de caldo, me vestí, y envuelta en la colcha de la cama, cubriendo con ella a mi pobre hijo, salí, sin saber a dónde tría. Seguí la calle derecha; recuerdo que pasé delante del cementerio. Bañada en lágrimas y transida de frío, me detuve a encomendar el inocente niño a la Madre de los Dolores, cuya imagen estaba en la esquina, iluminada por una lámpara. Continué hacia arriba de la ciudad y llegando a una de las calles principales, vi una casa grande y de buena apariencia y puse a mi desdichado hijo a la puerta; llamé tres o cuatro veces con fuerza y cuando oí que acudían, me retiré medio muerta de dolor. Volví a tomar la calle del cementerio; pero no pude continuar. Me faltaron las fuerzas, caí desvanecida, y cuando recobré el conocimiento, vi a mi lado a don Juan por quien sentía ya un miedo invencible, aunque, ¡ayl sin dejar de amarlo.
Había yo luchado siete días con la fiebre. Mi edad y mi buena constitución triunfaron del mal, y cuando estuve restablecida y en aptitud de poder salir, me intimó don Juan la orden de trasladarme a la casa donde debería quedarme mientras él regresaba de su viaje. No me preguntó qué había sido del niño, ni yo le dije una palabra. ¿Sabía ya acaso dónde lo había dejado? Obedecí, pasé a esta casa, donde vivo hasta hoy, al cuidado de un perverso amigo de mi seductor y sus compañeros en maldades. Aunque vivía muy retirada y no se me permitía asomar a la ventana, sino de noche, podía yo recorrer la casa con entera libertad. Don Ramón no tenía más que un negro esclavo que conserva hasta hoy y una vieja criada sorda, entregada de tal modo a su amo, que se habría dejado hacer pedazos antes de infringir la más insignificante de sus órdenes.
Así viví durante el largo espacio de más de ocho años. Don Juan volvió; vino a verme; pero no hablaba ya de matrimonio. Hizo otros viajes, y al regresar no dejaba de visitarme. Tiene arrendada la casa contigua, que se comunica con ésta por varias puertas y en aquélla suelen celebrar los de la cuadrilla algunas de sus reuniones. Allí llevan el fruto de sus rapiñas y se lo distribuyen. Sospecho, sin embargo, que tienen otro punto de reunión; pero no sé cuál es. Don Juan, o sea Pie de lana, es hombre que no omite precaución, y sólo así puede dirigir los hilos misteriosos de esa trama que la autoridad no ha podido romper hasta ahora.
Con profunda atención y el más vivo interés había escuchado Rosalía la primera parte de la historia de doña Catalina de Urdaneche, pues nuestros lectores no han dejado de comprender ya que aquella desdichada era la hija del viejo negociante. No quiso interrumpirla con preguntas ni observaciones, limitándose a estrecharle la mano con ternura en los pasajes más interesantes de su triste relación.
Después de un momento de silencio, dijo la señora:
—Ahí tiene usted, mi buena amiga, la narración exacta de mis desventuras durante los primeros nueve años que siguieron al aciago día en que vi por la primera vez al llamado don Juan de Montejo. Usted, en su buen juicio y escuchando su corazón compasivo, calculará si soy más digna de lástima que de censura, y si tengo derecho aún a conservar su simpatía y su amistad.
—Usted lo tiene mayor que antes, señora —dijo Rosalía, estrechando a doña Catalina contra su corazón—. Yo valgo bien poco, añadió la bondadosa joven con efusión; pero usted puede disponer de mí, como si fuera hija suya.
—Aún no ha oído usted —replicó la de Urdaneche—, más que la mitad de mi triste historia. Falta la parte más terrible, la que explicará a usted el misterio de la estrecha prisión en que vivo hace ya más de doce años. Es tarde, y debemos separarnos. Veo que el pobre Antonio, cansado de aguardar, se ha quedado dormido bajo aquel naranjo. Despertémoslo y retírese usted. Mañana oirá el fin de la narración de mis desdichas.
La señora y Rosalía llamaron al niño, y después de haber permanecido durante un rato estrechamente abrazadas, se separaron, prometiéndose volver a reunirse a la siguiente noche.
L
os secretos han ido descubriéndose; no repentinamente y todos a la vez, sino uno en pos de otro y siguiendo el procedimiento gradual que emplean comúnmente los acontecimientos de la vida. Sabemos ya quién es la mujer encerrada en casa del escribano Martínez de Pedrera; conocemos las circunstancias que originaron su prisión y no ignoramos quiénes son los padres del héroe de esta historia. La identidad de don Juan de Montejo y el bandido Pie de lana está descubierta. Falta únicamente que usando de nuestro derecho de historiógrafos, agreguemos algunas explicaciones a la relación de doña Catalina de Urdaneche.
Como ha podido comprenderse, don Juan no amó nunca verdaderamente a aquella joven, a quien sedujo por uno de esos caprichos que no son raros en hombres de su carácter. Tampoco tuvo al principio afecto alguno por el niño, y vio cbn la más fría indiferencia que la pobre madre, horrorizada al saber que era hijo del jefe de una cuadrilla de ladrones y asesinos, resolviera exponerlo a las puertas de la casa de alguna familia principal y rica. No le estorbó, pues, que llevara a cabo aquella resolución, en la madrugada del 28 de diciembre de 1792, cuando la fue siguiendo y vio que dejaba al recién nacido a la puerta de Fernández de Córdoba.
Convenía Montejo, por más de un motivo, que doña Catalina permaneciese oculta. Así evitaría que don Andrés de Urdaneche llegara a saber que era el seductor de su hija, descubrimiento que habría venido a imposibilitar las relaciones entre ellos. Don Juan de Montejo hacía considerables depósitos de fondos en la casa comercial de Agüero y Urdaneche. ¿Sabía don Andrés el origen de la fortuna de don Juan? Tal vez sí, tal vez no. El viejo negociante tenía dos conciencias, la de su casa particular y la del establecimiento de comercio que dirigía. Quizá se habría desdeñado de recibir en su habitación a Montejo; pero en el escritorio era otra cosa. Aquel sujeto era uno de los clientes más importantes de la casa. El último balance arrojaba a su favor un saldo de trescientos veinticinco mil y pico de pesos. Debemos agregar bajo toda reserva, que si Montejo hubiese querido recobrar de pronto aquella suma le habría sido imposible a la casa el devolverla. Urdaneche era atrevido y había empleado todos los fondos disponibles y su gran crédito en una especulación bastante aventurada, y que emprendió con la aprobación del mismo Montejo. Consistía en traer directamente de Inglaterra un buque cargado de algodones, lo cual estaba expresamente prohibido por diferentes disposiciones reales, entre otras una pragmática del año 1771, que castigaba el hecho con comiso de las mercaderías y multa de veinte reales por cada vara de los géneros introducidos. Urdaneche contaba con la tolerancia de las autoridades, ya que no se trataba de defraudar a la real hacienda de sus derechos, sino únicamente de infringir una prohibición absurda. La expedición debía aparecer como procedente de puertos españoles. Si el resultado era favorable, la casa realizaría una ganancia enorme; mas, si por desgracia se descubría la verdadera procedencia de la expedición y se aplicaban las leyes en todo su rigor, la ruina sería segura y completa.
Volviendo a los motivos que tenía don Juan de Montejo para tener oculta a doña Catalina de Urdaneche, diremos que el principal y más poderoso consistía en que ella era ya sabedora de que aquel sujeto y el bandido Pie de lana eran una misma persona. Aunque seguro de la discreción de doña Catalina, Montejo, cauto hasta la exageración, consideró que la depositaría de tan peligroso secreto no debía tener comunicación con nadie.
Montejo vio crecer al joven pepe de la familia de Fernández, y poco a poco fue naciendo y desarrollándose en su alma insensible y fría un sentimiento de afecto que no había experimentado antes por nadie. El bandido era al fin un hombre y la voz de la naturaleza se hizo oir en aquel corazón empedernido. Amó a Gabriel y aquella afección fue tan vehemente como todas las suyas. No ignoraba que don Fernando Fernández de Córdoba no quería al expósito, y si no lo retiró de la casa, fue porque al dar ese paso habría despertado sospechas que le convenía evitar. Previo, sí, que por un motivo u otro, podía llegar al caso de que Fernández arrojara de su casa a Gabriel, y para ese evento había dado sus instrucciones con cautela a don Andrés. Díjole que se interesaba por aquel niño, que era hijo de un amigo suyo y había sido expuesto a las puertas de Fernández; que si éste lo despedía alguna vez, lo recogiera, y lo colocara en la casa del escribano Martínez de Pedrera; que le diera la carrera a que mostrara inclinación y que le suministrara, por su cuenta, cuanto pudiera necesitar, sin decirle quién le proporcionaba aquellos auxilios.
¿Sospechó Urdaneche que fuera aquel joven hijo del mismo don Juan? No podemos asegurarlo. En todo caso, nunca tuvo la menor idea de que pudiese ser el hijo de su hija. Montejo jamás había puesto un pie en su casa, y el anciano creía que ni conocía a doña Catalina, que vivía muy retirada.
Muerta la esposa de Fernández y resuelto éste a trasladarse a España, en ocasión en que don Juan de Montejo estaba ausente del país, hemos visto cómo desempeñó su comisión el viejo comerciante, tratando el asunto como un negocio de cuenta corriente y nada más. Cuando Montejo regresó, sabiendo que Gabriel seguía con distinción—la carrera militar, le trajo de Egipto, donde había estado, aquel magnífico caballo árabe y los lujosos esclavos moros que tanto llamaron la atención en el paseo de Santa Cecilia. El jefe de los bandidos amaba cada día más a su hijo y todo le parecía poco para obsequiarlo y darle gusto.