Read Historia de un Pepe Online
Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)
Tags: #Novela, Histórico
—¿Y qué puedo hacer yo, señora —dijo Rosalía—, para proporcionar a usted algún alivio?
—La simpatía sola que usted me manifiesta, señorita —contestó la encubierta—, es ya un consuelo de gran precio para mí. Por lo demás, mis males son desgraciadamente de aquéllos que sólo la muerte puede remediar.
Al decir esto la desdichada señora se puso a llorar y sollozar bajo el velo que fe cubría el rostro; y Rosalía, que lo advirtió, no fue dueña de contener sus lágrimas, profundamente conmovida.
—Es preciso que hablemos despacio —dijo la joven—. Si usted no puede venir a mi casa, ni yo a la de usted, debemos discurrir el modo de reunimos.
—Eso —contestó la del velo—, no es imposible; pero exige mucha precaución. Vivo hace más de doce años encerrada como en una cárcel, y si advirtieran que tengo comunicación con alma viviente, se me reduciría a prisión más estrecha. Mis carceleros, por no decir mis verdugos, están interesados en que yo no hable con nadie.
—¿Quiere usted —preguntó Rosalía—, que dé yo aviso a la justicia, para que registre la casa y la ponga a usted en libertad?
—De ninguna manera —contestó la señora—; semejante paso no haría más que consumar mi desdicha. Las personas que me tienen encerrada sabrían burlar a la justicia, haciéndome desaparecer. Usted no sabe todavía, añadió con un ligero estremecimiento, los secretos que encierra bajo sus cuatro paredes esta horrible casa.
—Pues bien —dijo la hija de Matamoros—, nada diré; pero es necesario que yo encuentre el medio de entrar a esa huerta; que hablemos y que pueda proporcionar a usted algún alivio.
—Repito que podrá hacerse —replicó la señora—. No temo nos sorprendan en conversación, pues jamás entra persona alguna a este patio. Recibo mis alimentos por un torno y paso la vida completamente sola.
—Mañana—dijo Rosalía—, arreglaré el modo de entrar.
—Usted es un ángel, hija mía —exclamó la del velo—. Adiós.
—Soy una pobre mujer que sufre también —dijo la joven—, y nada más. Adiós, señora, hasta mañana; y bajó con los ojos inundados en lágrimas.
La hija del capitán no pudo conciliar el sueño aquella noche. La voz de la desconocida y la revelación que le había hecho, aunque sólo a medias, de sus sufrimientos, impresionaron vivamente a la tierna y compasiva joven, que hizo el propósito de no omitir medio alguno para proporcionar algún lenitivo al dolor de la desconocida.
Al siguiente día dijo a su hermano que era necesario discurrir el modo de que ella pudiera pasar a la huerta. Antonio, comprendiendo desde luego, que para eso no podrían servir sus zancos, puso en tortura su imaginación viva y traviesa, a fin de encontrar el arbitrio deseado. Fue dos o tres veces a calcular la altura de la pared, discurrió dos o tres planes que no tenían más que el ligero defecto de ser impracticables, y por último exclamó, dándose una gran palmada en la frente:
—Voto a sanes, icómo no se me había ocurrido antes! Una escalera.
—¿Una escalera? —dijo Rosalía—; pero no la hay en casa, y pedirla prestada en alguna de las vecindades, pudiera despertar Dios sabe qué sospechas.
—¿Y quién te dice que la pidamos a nadie? Yo la haré con los palos de mis zancos, que son largos y fuertes, y con unos travesanos que amarraré con un ovillo, quedará lista la escalera. Trepamos; luego que estemos en el albardón, subimos la escalera, la ponemos del otro lado y bajas por ella con la mayor facilidad.
La caridad no conoce obstáculos; y no ya aquel proyecto, en que no había riesgo, un verdadero peligro habría arrostrado la bondadosa hija del maestro de armas por servir a una persona desgraciada. Ella misma ayudó a Antonio a armar la escalera y cuando estuvo lista, la ensayó, subiendo y bajando con la mayor facilidad.
Por la tarde, a la hora convenida, la colocaron en el mismo punto donde habían puesto los zancos; subió primero Antonio y después Rosalía, a quien dio la mano cuando estuvo a la altura del caballete. Pero se presentó de repente una dificultad en que no habían pensado. Rosalía experimentó cierta repugnancia a la idea de colocarse a horcajadas sobre el caballete, mientras Antonio pasaba la escalera, y no era posible ponerse en otra posición sobre el remate de una pared que formaba un ángulo agudo.
—Pero, ¿quién va a verte? —le decía Antonio— sólo yo, y si acaso la señora; ¿y eso qué importa?
—Me veo yo misma y eso basta —contestaba la púdica doncella, poniéndose encendida.
—No hay otro remedio —replicó el mocito—, porque si subes con los ojos cerrados para no verte, puedes venirte abajo. Conque, si quieres pasar a la otea casa, es necesario te resuelvas a estar lo que hace una Ave María montada en el caballete.
—Pues bien, subiré —dijo Rosalía; y roja como una granada, se colocó en la posición que era inevitable y cuidó de no dirigir los ojos a los lados de la pared, para no ver las faldas de su vestido levantadas hasta cerca de las rodillas.
Antonio pasó la escalera y ayudó a su hermana a bajar. La del velo, que estaba ya en la huerta, abrió los brazos y estrechó a Rosalía.
—Perdone usted —dijo la joven, y levantando el velo que cubría la cara de la desconocida, puso su frente sobre los labios de la enferma. Quiso ésta retirarse y exclamó:
—¿Qué hace usted, señorita? ¡Qué imprudencia!
No me llame usted señorita —contestó Rosalía—; dígame hija mía, como anoche. ¡Es tan dulce esa expresión y hace tantos años que dejé de oírla!
Al decir esto la bondadosa joven volvió a unir su rostro al de la señora, que vencida al fin por aquella piadosa insistencia, correspondió a la caricia y besó muchas veces con sus labios cenicientos por la elefancía, la frente límpida y tersa de la hija del maestro de armas. La luna que se levantaba en el horizonte, y que en aquel momento rasgaba el delgado cendal de una nube que la había velado durante un momento, alumbró aquella escena. Cogidas de las manos, se dirigieron la señora y la joven ai borde de una antigua fuente, destruida ya, que había en la huerta. Sentáronse allí y estuvieron contemplándose en silencio durante un momento.
V
arias veces había repetido ya la hija del maestro de armas la visita a la señora encerrada en casa de Pedrera, sin que hubiese ésta revelado a su nueva amiga el secreto de su vida. Rosalía respetaba aquella reserva, limitándose a consolar y animar a la enferma y a proporcionarle los pocos alivios que admite el horrible mal que padecía la infeliz señora.
Una tarde mientras se ocupaba Antonio en cosechar la fruta de la huerta, para lo cual había recibido amplia autorización, y en coger un nido de pajaritos que estaba en lo más alto de un árbol de aguacates, la desconocida y la hija del capitán se divertían en observar al muchacho que, con la ligereza propia de su edad, pasó de rama en rama hasta llegar donde pudo apoderarse del nido. Bajó muy satisfecho y mostró a la señora y a su hermana el único pichón que contenía.
—¡Pobre madre! —exclamó la desconocida—, ¡cómo va a sentir el encontrarse sin su hijo cuando vuelva)
Esta sencilla y natural observación fue hecha con un acento de emoción tan profunda, que no pudo dejar de llamar la atención a Rosalía.
—Antonio —dijo a su hermano—, es una iniquidad el que te apoderes de ese pichoncito. Podías subir y poner otra vez el nido donde estaba.
El muchacho, muy contento con la presa que había hecho y contando ya con criar al pajarito, no puso muy buena cara a la idea de prescindir de su conquista; pero, habiendo Rosalía repetido sus instancias y unídose a éstas las de la señora, hubo de condescender y, trepando de nuevo al árbol, volvió a poner el nido donde lo encontró.
—Por esa buena acción —dijo la señora—, te voy a regalar un loro, que es, muchos años hace, mi compañero de prisión.
—No se prive usted de él —dijo Rosalía. Antonio sabe que la mejcr recompensa de una acción buena es el contento que ella proporciona.
—Eso es —dijo el mocito—, lo que me has enseñado; pero si es voluntad de la señora regalarme el loro, no estará de más y lo recibiré como ribete del premio de la buena acción.
La desconocida se sonrió y reiteró la oferta. Antonio, contento con la adquisición, corrió a jugar al otro extremo de la huerta, mientras la enferma y Rosalía se paseaban bajo los árboles que daban sombra al punto donde se encontraban. Después de un momento de silencio, dijo la señora, estrechando afectuosamente la mano a la joven:
—Usted no puede calcular, amiga mía, el dolor de una madre que ve desaparecer a su hijo para siempre.
Diciendo así, comenzó a llorar y dejó caer la cabeza sobre el hombro de Rosalía.
—Yo lo sé —añadió con palabras entrecortadas por los sollozos—; he sufrido, sufro mucho y sufriré mientras viva ese acerbo dolor.
—¿Ha perdido usted un hijo? —preguntó la joven con interés. ¿Es usted o ha sido casada?
—Jamás —contestó la desconocida con acento casi imperceptible—. No he sido ni soy casada; y sin embargo, soy la más infeliz de las madres, pues no he vuelto a ver a mi hijo desde la noche en que vino al mundo por desdicha suya y mía.
Rosalía hizo un movimiento que denotaba sorpresa y disgusto, y notándolo la señora, exclamó juntando las manos en actitud de súplica:
—¡Oh! No me condene usted antes de oírme. Usted, lo repito, es un ángel de pureza y de bondad; ha venido a consolarme y a proporcionarme los únicos momentos de satisfacción que he tenido en más de veinte años. Escuche usted mi dolorosa historia, y si ella hace que yo pierda la estimación que haya podido concebir por mí, espero al menos que me dará algún derecho a su compasión.
La desconocida se sentó o por mejor decir se dejó caer sobre los escombros de la fuente, y colocándose a su lado Rosalía, comenzó aquélla en estos términos la narración de su historia:
—Soy hija de uno de los más respetables y más ricos negociantes de la ciudad. Habiendo muerto mi madre cuando era yo muy niña todavía, mi padre concentró en mí todo su afecto. Desgraciadamente sus ocupaciones eran grandes y exigían toda su atención. Así fue que, amándome entrañablemente, no podía, sin embargo, prestarme todos los cuidados que exigía una persona de mi edad, y a quien el cielo había hecho presente de un don que hace con frecuencia la desdicha de la mujer que lo posee. Decían todos que yo era el vivo retrato de mi madre, que había llamado la atención general por su belleza cuando vino al país.
Púsome mi padre al cuidado inmediato de una mujer que supo engañarlo, a pesar de sus años y de su experiencia. Bajo un exterior austero, doña Dorotea (tal era el nombre de mi aya), encerraba una alma corrompida y egoísta, y habría sido capaz de venderla a satanás por un puñado de oro. Llegué a cumplir dieciséis años sin comprender la perversidad de la que estaba encargada de mi educación, sin embargo, de que ciertas expresiones que se le escapaban de vez en cuando debieron haberme revelado sus dañadas propensiones. En mi inocencia no comprendí su verdadero significado, y no hicieron más que despertar en mí deseos, vagos y sentimientos que yo misma no podía calificar.
Un día, al salir de la iglesia, se nos acercó un hombre, joven todavía, y que por su porte y maneras manifestaba ser persona distinguida. Antes de que yo llegara a la pila a tomar el agua bendita, lo hizo él, y alargándome en seguida su mano para que la tocara, me dijo en voz baja:
—Si usted quiere, bella Catalina, saber una noticia que mucho le interesa, sírvase salir a su balcón esta noche a las doce.
Et desconocido fijó en mí sus ojos negros, medio adormecidos y yo me estremecí bajo aquella mirada que me hizo experimentar una sensación de vergüenza, de placer y de miedo. Me apresuré a alejarme seguida de doña Dorotea y resuelta a no hacer lo que exigía de mí aquel hombre extraño.
Tal era mi firme propósito, y lo hubiera llevado a cabo, si mi perversa directora, que sin duda estaba ya en inteligencia secreta con don Juan (así se llamaba el que vino a ser autor de mis desdichas), no hubiera trabajado astutamente durante todo el día para convencerme de que ningún mal habría en que saliera yo al balcón aquella noche. Díjome que tal vez se trataba de ia honra, de la vida o de los intereses de mi padre y que por un necio escrúpulo iba yo quizá a exponerlos gravemente. Me resistí cuanto pude; pero las pérfidas insinuaciones de doña Dorotea, y ¿por qué negarlo? cierta curiosidad o secreto interés que sentía ya en lo más recóndito de mi alma de saber qué tendría que decirme aquel desconocido, me hicieron consentir en dar el primer paso, que me condujo al abismo.
Mi padre se recogía temprano y dormía tranquilo, confiado en la traidora dueña que me custodiaba. Don Juan llegó a la hora señalada y cuando se retiró, la luz del alba comenzaba a teñir el horizonte. Por supuesto no me hizo revelación alguna, diciéndome la dejaba para la siguiente entrevista. Ya doña Dorotea no tuvo necesidad de instarme para que acudiera a la segunda cita, ni a otras muchas que tuvieron lugar después. Don Juan me había ofrecido su mano y repetido mil veces el juramento de ser mi esposo. Me dio a entender que era muy principal caballero, rico y grande amigo de mi padre; pero que por ciertas razones poderosas que debía mantener ocultas durante algún tiempo no podía aún pedirme en matrimonio. En mi credulidad inocente, acepté como verdad todo cuanto aquel hombre me decía, y en las largas horas de nuestras citas bebía yo a torrentes el veneno del amor. Embriagada, loca, hice un dios de aquel perverso y de mi corazón el templo donde le tributaba el culto más ferviente. Una palabra suya valía para mí más que cuanto hubiera podido decirme el mundo entero, y si don Juan me hubiese dicho que me arrojase materialmente en un abismo, no habría vacilado un momento en hacerlo.