Read Historia de un Pepe Online
Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)
Tags: #Novela, Histórico
—Ella es —dijo una voz—, Manuelita la Tatuana: y todos los jóvenes de la reunión, con excepción del teniente Fernández, gritaron a voz en cuello: ¡Viva la Tatuana!
La joven que acababa de entrar y cuya llegada excitaba tanto entusiasmo, era hija de la anciana que la acompañaba y ambas habían venido recientemente de la Antigua a establecerse en la nueva Guatemala. La madre de la vieja fue aquella célebre Tatuana que pasaba por una grandísima bruja y que, según la tradición, había sido emplumada en castigo de sus hechicerías. El apodo hereditario en aquella familia, se había transmitido de la abuela a la hija y de ésta a la nieta y nadie conocía a la moza con otro nombre que el de Manuelita la Tatuana. Cuando la joven se despojó del rebozo de seda de colores vivos que llevaba sobre los hombros, dejó ver el pecho y la espalda, que medio cubría una delgada camisa de tul blanco. La enagua era de batavia roja con vuelo de gasa muy fina, blanca como la camisa, y bajo el ruedo asomaba el menudo pie, completamente descalzo. El cabello, formando dos gruesas trenzas negras con un ancho listón muaré encarnado, bajaban hasta tocar casi con la tierra los dos grandes florones con que remataban. Los brazos, perfectamente torneados, la mano breve y fina que no parecía acostumbrada a trabajos recios y el aire satisfecho y casi osado que se advertía en la Tatuana, llamaron vivamente la atención de aquellos jóvenes señores.
Hemos dicho que Gabriel no unió su voz al coro que saludó la aparición de la belleza de los pies desnudos; pero no fue por cierto porque no admirara aquel espléndido tipo de la mujer del pueblo. Por el contrario, la impresión que le hizo fue tal, que no le dejó lugar de pronto para externar su asombro con vivas .y palmadas, como sus compañeros.
Uno de los oficiales puso su gorra de cuartel a los pies de la Manuelita, que correspondiendo a aquella invitación a bailar, lució su gentileza en un fandango. Gabriel seguía con avidez los movimientos de aquel cuerpo ligero como el de una sílfide; buscaba la mirada de fuego de aquellos ojos negros y no perdía una sola de las palabras vivas y atrevidas que salían de tiempo en tiempo de aquella boca que mantenía entreabierta la respiración agitada de la danza. El impresionable joven hizo mentalmente una comparación entre aquella mujer y la digna y fría Matilde Espinosa de los Monteros, y... triste es decirlo, la balanza se inclinó por el momento del lado de la Tatuana. Media hora después, Gabriel, que había estado rondando en derredor de Manuelita como la mariposa en torno de la llama, estaba en una esquina de la sala en conversación con la muchacha. Los amigos, que parecían respetar la elección del jefe de la alegre pandilla, se divertían con las otras damiselas de la reunión y Cristóbal de Oñate, en un rincón oscuro de la pieza, hablaba con la vieja Tatuana y se sonreía como Mefistófeles al ver a Fausto a los pies de Margarita. El plan de aquel hombre diabólico iba saliendo a medida de su deseo. Era él, antiguo cortejo de la madre, quien la había hecho venir de la Antigua con su hija, y tendido aquel lazo al rico y generoso teniente. Oñate se prometía ser el intermediario de los amores de Gabriel Fernández y Manuelita la Tatuana y hacerse pagar su trabajo con liberalidad. La vieja había entrado en el plan sin el menor escrúpulo; pero, conociendo el carácter extraño y caprichoso de su hija, no había creído conveniente decirle lo que se proyectaba.
Habría sido muy capaz de negarse a tomar parte en la farsa.
Gabriel era tímido. No tenía aún el aplomo que da el hábito de cierta sociedad, y se sentía siempre inclinado a ser respetuoso y cortés con las mujeres, cualquiera que fuese su condición. Trató de usted a la Tatuana, distinción a que no estaba ésta acostumbrada por parte de las personas de la clase del teniente y que la lisonjeó, por lo mismo que le parecía extraña. Ella conoció al momento la impresión que había hecho en el joven oficial, a quien veía objeto de las atenciones de todos, y cuya figura no le desagradó a primera vista.
Al siguiente día de aquella fiesta, en que Gabriel ya no se separó casi de la Manuelita, fue a visitarlo Oñate y por supuesto hizo que la conversación recayera sobre la linda moza. Dijo que había conocido en la Antigua a la madre, cuando todavía no era enteramente vieja; que estaban muy pobres, ocupándose la hija en hacer cigarros y la anciana en vender polvos y bebidas para inspirar el amor a los tontos que creían semejantes patrañas.
Gabriel habló con entusiasmo de la muchacha, deseó visitarla y Oñate se ofreció a llevarlo a casa de las Tatuanas. No quiso el teniente diferir la visita un solo día. Fueron aquella misma tarde, y tuvo mucha pena al ver el miserable alojamiento de aquella que le parecía ya casi digna de habitar un palacio. Volvió otra vez y otras muchas; hizo obsequios valiosos a la vieja; la joven apareció un día calzada con zapato de raso y media de seda y una tarde en la plaza de toros, llamó la atención un riquísimo hilo de perlas que la joven Tatuana llevaba al cuello. Valía seiscientos pesos. Aquellas mujeres cambiaron de casa y vivían ya con cierta comodidad, por no decir lujo.
El secreto de aquella transformación no tardó en descubrirse. Toda la ciudad sabía quién era el que hacía aquellos obsequios, menos la familia de Espinosa. Don Pedro algo había oído; pero casualmente fue en ocasión en que se publicaba el parte del general Alva, dando noticia de haber ocupado Madrid el Duque de Ciudad Rodrigo, y huido los franceses, y el bueno del regidor decano apenas atendió a lo que le decían de su futuro yerno. A doña Engracia y a Matilde nadie se había atrevido hasta entonces a decirles una palabra; aunque, a la verdad, había más de veinte vecinas y no vecinas que decían diariamente que no era caridad dejar que la santa señora y la pobre niña ignoraran lo que tanto les importaba saber. Gabriel continuaba sus visitas a Matilde y hablaba siempre de aguardar con ansia el día en que podría llamarla esposa. Sus relaciones con la Tatuana le parecían cosa insignificante y sin consecuencia alguna, siempre que no llegasen a noticia de su novia. Tal vez Gabriel se equivocaba al formar ese juicio, y quizá el tiempo habría de enseñarle que hay cosas con que a veces no puede jugarse impunemente. Pero no anticipemos los acontecimientos, y dejando al héroe de esta historia empeñado en aquella intriga galante, veamos lo que hacía entretanto la bondadosa hija del capitán Matamoros para ponerse en relación con la señora enferma de su vecindad.
E
l muchacho puesto en atalaya sobre el caballete de la pared divisoria de las casas del escribano real don Ramón Martínez de Pedrera y del maestro de armas don Feliciano de Matamaros, no volvió a ver asomar durante dos días a la señora a quien debía hablar por encargo de su hermana. Las naranjas de la rama que tocaba con la pared estaban casi agotadas ya, y Antonio perdía la esperanza de ver a la enferma. Por último, al caer la tarde del tercer día, cuando se preparaba el mocito a abandonar el puesto, creyó distinguir una figura entre el ramaje de los árboles de la huerta. No se engañaba; era la misma mujer, alta y encorvada, a quien había visto cuatro días antes. Acercóse lentamente al punto donde estaba el muchacho, y pronto pudo advertir éste que la señora llevaba la cara cubierta con un tupido velo de tul negro.
Cuando estuvo ésta a distancia en que podía hablar a Antonio, le dijo:
—¿Qué haces allí?
—Estoy aguardándola a usted —contestó él.
—¿Y qué se te ofrece conmigo?
El rapaz, que no aguardaba esta pregunta, ni estaba preparado a contestarla, dijo:
—Si es que mi hermana... somos hijos del capitán don Feliciano Matamoros, el que enseña a jugar la espada... y mi hermana, que se llama Rosalía, la quiere a usted mucho... y como sabe que usted tiene muy buenas naranjas en su huerta, me ha mandado a preguntarle si le vende algunas.
—Pues me parece —contestó la señora viendo la rama que tocaba con la pared—, que no has aguardado que te las vendiera para tomarlas.
—Si fue —replicó el muchacho—, que se cayeron de maduras y fueron a dar al gallinero de mi casa.
—Bien —dijo la del velo—; ¿y sólo eso quiere conmigo tu hermana?
—No —respondió Antonio, animado por el acento bondadoso de la señora—; si es que la Rosalía dice que desea verla a usted y poder servirle de algo... Porque ha de estar, señora, que mi hermana y yo andamos por todas partes buscando enfermos, y ella dice que quién quita que usted también pudiera estar enferma.
La encubierta guardó silencio durante un momento y luego dijo:
—Es decir, que tu hermana gana su vida asistiendo enfermos en las casas.
—No —replicó Antonio—, no nos pagan nada, ni asistimos toda clase de enfermos. Mi hermana ha hecho voto de cuidar a los que padecen de...
El muchacho se detuvo, temiendo ofender a la señora, si decía el nombre de la enfermedad.
—Ya entiendo —dijo ella exhalando un suspiro—. ¿Y tu hermana es casada, soltera o viuda?
—Es viuda —contestó Antonio.
—¿Tiene hijos?
—Sí, tiene tres: yo y mis dos hermanas somos sus hijos.
—¿Cómo puede ser eso? —replicó la del velo—. ¿No dices que es tu hermana?
—Es mi hermana; pero todos dicen que también es nuestra madre.
—¿Y cómo se llamaba el marido de tu hermana?
—Si no tenía marido.
—¿Que no tenía marido y es viuda?
Es viuda, porque ya se iba a casar con el teniente, el del caballo galán del paseo de Santa Cecilia; pero de repente no volvió y se va a casar con otra; y todas las vecinas llaman desde entonces a mi hermana, la viuda.
La señora del velo negro hubo de deducir, sin duda, de la charla inocente del muchacho, que lo que decía encerraba alguna triste historia, y dijo:
—Es decir, que tu hermana sufre.
—Vive muy triste —continuó Antonio—, desde que no viene a casa don Gabriel, yo la he visto llorar a escondidas y limpiarse las lágrimas con el delantal, cuando está haciendo la comida. Pero cuando vamos a ver a los enfermos está contenta y no llora.
La señora guardó silencio, y después de un momento dijo:
—Yo también deseo mucho ver a tu hermana y hablarle.
—Lo de menos es —replicó Antonio—, que usted venga a nuestra casa, o que ella pase a la de usted.
—Ni lo uno ni lo otro es posible —dijo ella—. Es necesario arreglar la manera de que nos veamos por esa pared.
—Pues eso corre de mi cuenta —dijo el chico—. Yo daré modo de encaramar a la Rosalía, para que ustedes platiquen cuanto quieran.
—Muy bien —respondió la del velo negro—. Mañana a esta misma hora. Adiós.
Diciendo así, se retiró, y Antonio, muy satisfecho del modo en que había desempeñado la comisión, bajó a dar cuenta a su hermana del resultado de su encargo. La pobre Rosalía se puso de mil colores cuando le refirió el muchacho sus respuestas a las preguntas de la encubierta, y principalmente al oír que la había dado por viuda y lo que dijo del teniente. Reconvino seriamente a Antonio por haber hablado lo que no debía y en seguida ella y él se pusieron a discurrir cómo harían para que la joven pudiera subir a la pared. Después de haber imaginado varios medios y encontrado a todos inconvenientes, dijo Antonio, palmoteando las manos:
—Ya di con el modo. Arrimamos a la pared mis zancos, que son muy grandes y fuertes; ponemos una mesa y una silla encima para que subas a los zancos, y cuando estés arriba, por lo menos te queda la cabeza fuera del albardón. Rosalía sonrió al oir la idea del muchacho, pero no le pareció mala, y dijo que probaría.
En efecto, a la mañana siguiente colocaron el aparato, atando los zancos por la parte de abajo a los pies de la mesa, para que no se movieran, y apoyando la parte de arriba contra la pared. Rosalía subió y pudo colocarse de modo que, como había calculado el muchacho, le quedaba la cabeza y la mitad del pecho fuera del albardón. Agarrándose a éste, podía mantenerse en una posición, si no muy cómoda, bastante segura.
Al caer la tarde, habiendo salido el capitán a dar un paseo, Rosalía llevó sus dos hermanitas a casa de una vecina, recomendando se las cuidaran, como acostumbraba hacerlo siempre que salía a sus excursiones caritativas, y se dirigió al gallinero con Antonio. Era ágil y ligera: subió con facilidad, como lo había hecho por la mañana y se puso a aguardar a la señora. El muchacho le detenía los zancos para que no se movieran; precaución casi innecesaria, pues estaban bien asegurados en los pies de la mesa.
No pasaron cinco minutos sin que apareciera la desconocida, que llevaba la cara cubierta con el velo, como cuando la había visto Antonio.
—Veo, señorita —dijo con acento que revelaba bastante emoción—, que el niño, hermano de usted, no me ha engañado, y que hay una persona sensible y buena a quien inspira interés la suerte de ciertos desgraciados.
Lo que Antonio ha dicho a usted, señora —contestó Rosalía—, sobre mi deseo de ver a usted y hablarle, es la verdad. Si usted sufre, si padece alguna enfermedad y yo puedo proporcionarle algún auxilio, nada me será más agradable que poder hacer algo por usted.
—¿Si sufro? ¿si padezco? —exclamó la del velo negro—; usted, según me ha dicho su hermano, se ha consagrado a la santa ocupación de cuidar de aquellos desdichados de quienes huyen todos. Debe usted haber visto correr muchas lágrimas, debe haber sido testigo de grandes sufrimientos. Pues todos los que ha visto, créamelo usted, joven, no son comparables a los tormentos que yo sufro hace ya muchos años. Usted; sin duda ha presenciado el espectáculo conmovedor de la miseria agravada con la más horrorosa de las enfermedades; pero seguramente no ha tenido ocasión de ver aún el de un tormento moral incomparable unido al más cruel de los padecimientos físicos.