Read Historia de un Pepe Online
Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)
Tags: #Novela, Histórico
Claro es que esa consideración era bastante a propósito para acabar de dar al traste con el amor del teniente, que caminaba a toda prisa hacia el cero, en ese termómetro invisible que tenemos todos en el corazón y que marca los grados de nuestras afecciones.
Cualquiera persona algo más perspicaz que el maestro de armas, habría echado de ver la frialdad con que lo recibía Gabriel y el poco interés con que escuchaba lo que refería el capitán acerca de la inquietud y la aflicción de Rosalía. Una que otra palabra cortés con que el joven contestaba, era transmitida al momento a la muchacha; pero de tal manera transformada y acompañada con tal expresión de ternura (de la cosecha del bueno del capitán), que la pobre joven debía creer y creyó efectivamente, que el amor de su novio crecía a cada instante.
Cuando el teniente estaba ya casi restablecido y se preparaba a continuar en sus ocupaciones ordinarias, ocurrió un incidente que fue a precipitar el completo descalabro de aquellos amores tan mal parados ya. Sucedió que un día se presentó en casa del capitán Matamoros el abogado bizco y pelirrojo don Diego de Arochena, con pretexto de solicitar de don Feliciano ciertos datos que debían servirle para la defensa de un reo a quien acusaban de ser uno de los afiliados de la cuadrilla de Pie de lana, y añadían que había sido de los que atacaron al capitán. Como a éste no le convenía decir cómo había pasado en realidad el lance y que no era más que un solo hombre el que lo había atacado y vencido, contestó a don Diego de una manera vaga, y sin negar ni admitir que se había batido con la cuadrilla entera de los bandidos. Prestó Arochena mucha atención a la relación del capitán y dijo que aquellos datos eran importantísimos para la defensa de su cliente. Al despedirse, pidió permiso al capitán para volver y oir sus explicaciones sobre ciertos puntos que no le parecían bastante claros; y como es de suponerse, le fue concedido con la mejor voluntad.
A la segunda visita don Diego, pidiendo mil perdones al capitán por la confianza que se tomaba, le presentó una botella de un riquísimo ron de Jamaica que había recibido y que deseaba, dijo, apurar en compañía de un amigo.
No hay que decir que don Feliciano absolvió en el acto al abogado pelirrojo del atrevimiento y más que de prisa fue en busca de dos vasos, un paquete de puros y un tirabuzón. No nos cabe la menor duda de que la conversación comenzó con el asunto del reo y con lo de los datos que necesitaba don Diego para la defensa; pero no sabemos cómo vino a suceder que al tercer vaso los dos amigos hablaban de Rosalía y de Fernández. El capitán refirió al abogado de pe a pa el principio y la marcha de los amores de su hija con el joven oficial, sin ocultar pormenor ni circunstancia alguna, teniendo en cuenta el consejo prudente que él había dado, apoyándose en el ejemplo de Fabio Máximo. Se manifestó muy satisfecho de no haber querido precipitar las cosas, aunque sí añadió que no dejaba de chocarle lo que tardaba la respuesta del padre de Gabriel, pues le parecía que era ya tiempo sobrado de que se hubiese recibido.
El abogado hizo como que tomaba un buen trago de ron y dijo al capitán:
—Pues yo, mi amigo don Feliciano, creo, salvo el mejor parecer de usted que habría sido más oportuno acceder desde luego a los deseos del joven y no aguardar un consentimiento que tenía que ir a buscarse a dos mil leguas de distancia.
—Pero ¿cómo se había de hacer, isable y lanza! —contestó el capitán—, si al tal novio le ocurrió nacer demasiado tarde y no tiene todavía edad para casarse sin el consentimiento de su padre?
—Muy sencillamente —replicó el letrado—; un matrimonio clandestino, que es tan válido como cualquiera otro, habría salvado la dificultad, y todo se componía con unos cuantos días de arresto y con asistir a la misa de ocho con una vela encendida en la mano, cosa que, como usted ve, no habría quitado un pedazo a los novios.
—Pero, ¿y si don Fernando Fernández desheredaba a su hijo?
—.¿Qué había de desheredar? ¿No sabe usted que todos los padres, aun en casos peores, comienzan a hacer cara de Gestas a los recién casados y poco a poco van tragando la pildora y acaban por estar con el yerno "santo, dónde te pondré", y más cuando a su tiempo viene el nietecito, que por supuesto tiene toda la cara de su abuelo?
—¡Voto a bríos! —exclamó Matamoros, echándose el quinto vaso—, que tal vez no le falta a usted razón, mi amigo don Santiago de Michelena; y a la hora ya estuvieran casados y perdonados y yo a punto de ser abuelo; pero a lo hecho pecho; ahora no hay más que aguardar, que por fortuna de un día a otro estará aquí el permiso y todo se hará como Dios manda.
—El permiso, señor don Feliciano —replicó don Diego de Arochena—, tiempo hace que debería estar aquí y yo me temo que en esto anda alguna intriga que ni usted ni nadie podrá desenmarañar. Ello es que la gente habla y el buen nombre de la niña de usted lo padece. La verdad, yo en su lugar mandaría al diablo al tal novio y no volvería a pensar en semejante boda.
—¡Cómo! ¡Mandar al diablo al teniente Fernández de Córdoba! —gritó el capitán, dando en la mesa un puñetazo que hizo bailar los vasos y botella, ya casi vacía—. ¡Aunjoven que tiene delante las mejores esperanzas, que es hijo de un hombre que lo idolatra y que le manda un caballo que no vale menos de cinco mil duros,, y dos esclavos moros que Dios sólo sabe lo que costarían! i A ese novio quiere usted que mande yo al demonio! Primero me dejo.. . vamos hombre, no me haga usted hablar lo que no debo.
Para ahogar la cólera de que se sentía poseído, el capitán apuró el sexto vaso de ron, con lo cual le pareció que su interlocutor, sin saber cómo, se había vuelto dos.
Don Diego dejó pasar la primera explosión del furor de don Feliciano y le dijo:
—Pues ya que usted, mi buen amigo, da tanta importancia a ese casamiento, ¿por qué no hace que se verifique cuanto antes? Si el padre no contesta, que vayan los novios a misa y cuando el cura eche la bendición, que grite él, "ésta es mi mujer" y ella "éste es mi marido"; quedarán unidos como dos tortolitas y a ver quién deshace lo hecho. De otro modo, amigo mío, la niña se expone a que de un día a otro cacen el pájaro en alguna otra parte. El teniente, con su caballo árabe, sus pajes moros y lo del lance de la defensa del situado, ha echado fama. Dicen que ha de heredar un millón y que no parará hasta teniente general; con que vea usted si le faltarían novias que suspiren por él y madres que anden tratando de pescarlo para sus hijas. No hay que dejar enfriar el caldo, amigo don Feliciano; dígale usted muy clarito al teniente que es preciso o errar o quitar el banco. El quiere a la niña, y es seguro que se decide a lo del clandestino. Conque manos a la obra, pues si usted lo deja al tiempo y está aguardando esa respuesta de España que nunca llega, el día menos pensado se lleva el diablo lo de la boda y usted se arrepentirá de haber andado tan escrupuloso y timorato.
El astuto abogado se marchó, dejando a don Feliciano que acabara de! vaciar la botella y de digerir el sabio consejo que le había soltado entre vaso y vaso. No cayó la semilla en mal terreno; así fue que dio por fruto la firme resolución que formó el capitán de que no se había de pasar el primer domingo sin que su hija y el teniente se casaran "clandestinamente", es decir, en presencia de unos cuantos centenares de individuos que asistían a la misa de ocho.
Sin pérdida de tiempo, abrió ta campaña, procurando persuadir a Rosalía a que se presentara a dar la campanada, y sólo la plena seguridad que le dio de que Gabriel deseaba que así se hiciese, la determinó a aceptar la idea, y resolverse que se celebrara el matrimonio clandestino. Supuso que habría inconvenientes que no dependían de la voluntad del joven, y como su padre le aseguró que el acto sería tan legítimo como si se hiciera con todas las ritualidades, se decidió a abrazar aquel partido, aunque no con entero gusto. Su natural delicadeza le decía que no haría bien; pero condescendió por amor a Gabriel y por deferencia a su padre.
El capitán contaba como cosa segura la prestación del teniente. ¿No lo había instado a él mismo para que buscara un medio de que se hiciera el matrimonio inmediatamente, y sin aguardar el consentimiento paterno? Cierto, pues, de que no podría comunicarle nueva más agradable que la de que estaba resuelto que el casamiento fuese clandestino, se apresuró don Feliciano a ir a casa de Gabriel, y luego que lo vio, abrió los brazos y estrechándolo afectuosamente le dijo:
—Albricias, señor teniente, albricias. Si digo que tú debes haber nacido de pies. Todo te sale a medida del deseo. Yo tuve que hacer doce años de soldado distinguido para llegar a subteniente, y diez para pasar a teniente; y tú en seis u ocho meses te ves ya con la charretera sobre el hombro derecho. ¡Sable y lanza! No es poca fortuna. Y ahora, para coronar tu dicha, vengo a anunciarte, como quien no dice nada, que el domingo próximo, en la misa de ocho, te da la mano de esposa una de las más guapas mozas del reino, que no digo más de ello porque, sus alabanzas no estarían bien en mi boca. iCáspita! Pues es nada; una perla engastada en cobre. ¿Qué tal?
Atónito escuchó Gabriel aquel aguacero de palabras, sin acertar bien lo que significaban; pero sí sospechó que el capitán se refería a un proyecto de próximo matrimonio con Rosalía.
—Pero, ¿de qué se trata? —dijo el joven—. Si no he entendido nada; usted habla de que yo he de casarme el domingo.
—Pues ni más ni menos —replicó don Feliciano—. Viendo que la respuesta de papá no aparece y que la muchacha no puede perder, porque ya se murmura en el público, he consultado con los mejores abogados de Guatemala y todos me han dicho que el consentimiento del padre no sirve para maldita la cosa; que en yendo tú y Rosalía a la misa de ocho y pegando el grito cuando el cura eche la bendición, quedarán mejor casados que si lo hubieran hecho delante del papa. Conque, vengo a avisarte para que estés alerta y que todo se haga en regla.
—Y Rosalía —dijo Gabriel, fruciendo las cejas—, ¿consiente en que se haga el matrimonio de ese modo?
—¿Pues no ha de consentir? De mil amores. Le he dicho que tuestas pronto, que los letrados apoyan el plan, que yo lo apruebo. ¿Qué más? Cuando el señor Fernández sepa lo sucedido, les mandará su bendición y un buen regalo de boda, pues parece que el hombre es garboso, y todos viviremos en paz de Dios. ¡Voto a cribas, sólo siento que la herida no me permita todavía celebrar el golpe como se merece! Dichoso tú que a pesar de la tuya, podrás comer y beber como un buitre. Y a propósito de esto, si tienes por allí unos cuarenta o cincuenta duros que no te hagan mucha falta, préstamelos para disponer una francachela de unos pocos amigos y te los devolveré religiosamente al recibir mi sueldo. Eso sí, yo no me quedo con un real de nadie.
Gabriel guardó silencio durante un rato, meditando lo que había de contestar al parlanchín maestro de armas, y le dijo:
—Siento que haya hablado de eso a Rosalía antes de consultarme. Yo no estoy en disposición de prescindir del consentimiento de mi padre, pues si tal cosa hiciera, sería el más desagradecido de los hombres. Recibo cada día nuevas pruebas de su amor y su bondad, y no debo corresponderías con ingratitud.
—Es decir —replicó don Feliciano, mudando colores—, que tú rehusas casarte, que usted se niega a cumplir sus compromisos, que tú. . . que usted. .. ¡Sable y lanza! iCáspita! iVoto a sanes! ¡Pues qué! ¿Así se juega con el honor de los Matamoros de Peñapelada? ¿Pues no es más que decir ya no me caso, después que todo el barrio, la ciudad, el reino, el mundo entero, sabe que Rosalía está pedida y dada y todo listo para el casamiento clandestino en la misa de ocho? ¡Eso no, por vida del diablo! ¡Y si tú, si usted insiste en su capricho, nos hemos de ver las caras! En esto hay gato encerrado. Pero yo tengo a quien consultar, y veremos si es nomás de decir no quiero, después que se ha entretenido a la muchacha tantos años, y quién sabe qué de casamientos verdaderos ha perdido por su culpa. Usted verá.
Diciendo así, el capitán se encasquetó la gorra con furia y echando a Gabriel una mirada llena de odio, que éste resistió con la mayor serenidad, se marchó y se fue derecho a casa del abogado.
—¡Con dos mil de a caballo! —gritó al ver a don Diego—; ¿no sabe usted lo que pasa?
—Supongo que algo grave —contestó el pelirrojo.
—Grave, regrave, gravísimo, regravísimo, —dijo el capitán—. El diablo se lleva la boda, mi amigo don Roque de Marchena; se la lleva; porque ese mequetrefe del teniente dice que no se casa en misa de ocho, y que ha de aguardar el consentimiento de su padre, aunque sea el día del juicio. ¿Qué le parece a usted? ¿No es verdad que puedo y muy puedo obligarlo con justicia a que se case o reviente?
—¿Quiere usted, señor don Feliciano —preguntó don Diego con mucha calma—, seguir un consejo?
—Pues, ¿a qué otra cosa vengo, sino a pedirlo? ¡Voto al Diablo! —contestó el capitán—. Diga usted; pero de ningún modo vaya a aconsejarme que consienta en que ese tunante se quede riendo.
—Si usted quiere evitar que eso suceda —dijo Arochena—, no vuelva a mezclarse en el asunto. Póngale en manos de la señorita Rosalía; dígale usted que Fernández cree necesario aguardar el consentimiento de su padre, y que ella debe procurar que él se decida y adopte el único partido razonable que se presenta. Lo que ella no alcance, mi amigo don Feliciano, difícil es, por no decir imposible que lo obtenga usted.
El capitán tuvo que rendirse ante la argumentación fría y serena del letrado, y haciéndose repetir la lección de lo que había de decir a su hija, salió a poner por obra el prudente consejo de su sabio mentor.