Historia de un Pepe (16 page)

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Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)

Tags: #Novela, Histórico

BOOK: Historia de un Pepe
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Entre las personas que visitaban con frecuencia la casa había algunas a quienes la negra mostraba afición y otras que le inspiraban un sentimiento de repugnancia que apenas se tomaba el trabajo de disimular. Sus setenta y tantos años y el haber visto nacer al amo de la casa, le daban derecho a ciertas libertades que sus señores y los amigos de la familia toleraban.

Uno de aquéllos a quienes la anciana había tomado mala voluntad era el abogado Arochena, a quien había bautizado con el apodo de Cam, por el cabello rojo. No podía imaginar siquiera que Matilde, a quien idolatraba, fuera a casarse con "el de los ojos contra Dios" y no dejaba pasar ocasión de poner a don Diego más tachas que las que debía a la madrastra naturaleza, que por cierto no eran pocas.

Cuando el criado anunció la visita del licenciado, la negra, que hubo de interrumpir un caso interesantísimo de duendes, exclamó con mal humor:

—Se acabó; ya viene Caín, y ése echa raíces en la silla. Será preciso dejar el cuento para mañana. Y se levantó para marcharse.

—No se vaya usted, Mariana —dijo Matilde—; haremos de modo que la visita de don Diego sea corta.

La negra iba a replicar; pero en aquel momento entró Arochena, cuyo semblante revelaba cierta agitación.

—¿Qué tiene usted? —preguntó doña Engracia después de contestar al saludo del abogado—; parece como si algo le hubiera sucedido.

—A mí, señora —contestó el maligno—, nada me ha sucedido;—pero no puede uno ser indiferente a la desgracia de un prójimo, y mucho más cuando éste es joven que daba buenas esperanzas.

Matilde se estremeció, sin saber bien por qué, comprendiendo que aquel preámbulo era el anuncio de algún acontecimiento funesto.

—Pero ¿qué hay? —replicó la señora—, ¿de qué desgracia habla usted? ¿A qué joven le ha sucedido algo?

—¡Y qué! —añadió don Diego—, ¿no saben ustedes que salieron tres días hace, veinticinco hombres del Fijo al mando de un teniente a quien he visto aquí varias veces, don Luis de Hervías?

—Sí —dijo Matilde con interés—, ¿ha sucedido alguna desgracia a Hervías? Concluya usted, por Dios; lo sentiría yo en el alma.

—No —replicó don Diego con mucha calma—, el teniente está bueno y sano; pero no así otros de los que iban en esa malhadada expedición.

Matilde temblaba y no se atrevía ya a preguntar, esperando oir una nueva espantosa.

—La escolta —continuó el abogado—, se encontró en el río del Molino con la cuadrilla de Pie de lana, que la atacó y la ha hecho pedazos, llevándose el situado. Un cadete de la segunda compañía, que se llama. . .

Podían oírse los latidos del corazón de Matilde, que estaba pálida como un cadáver.

—Se llama, creo, Fernández; el que hizo tanto ruido por el caballo y los pajes en la tarde del paseo.

—Y bien, Fernández —dijo la señora—, ¿qué le ha sucedido? Acabe usted por Dios.

—Que cayó atravesado por cinco o seis balazos, y dicen que esta tarde o mañana entra el cadáver.

Matilde no fue dueña de contener un grito, y un estremecimiento convulsivo agitó todo su cuerpo. Doña Engracia estaba muda de terror, y el perverso abogado veía la desesperación de la joven con diabólica complacencia. Era una prueba a que había recurrido, para acabar de cerciorarse del sentimiento que Fernández inspiraba a aquella mujer, a quien él amaba con desesperación.

La negra esclava fue la única de los presentes que conservó su sangre fría y dijo:

—Como me llamo Mariana que lo que acaba de contar este español, o es un cuento de plaza, o hay mucha ponderación en lo que dice.

Doña Engracia casi no se fijó en la impresión que hizo en su hija la noticia que acababa de dar don Diego. Un acontecimiento como aquél, en aquellos tiempos, salía de los límites de lo extraordinario y rayaba en lo estupendo. La señora quedó, pues, al oir la noticia, poco menos impresionada que su hija, aunque por un motivo harto diferente. Doña Engracia apenas conocía al cadete Fernández, y sentía su muerte, como sentiría la de cualquier otro prójimo; pero el atrevimiento de la cuadrilla de Pie de lana era para erizar los cabellos a cualquiera.

Oyó, pues, con gusto y consuelo, la réplica tan rotunda de la negra Mariana, que ponía en duda la autenticidad de la noticia, y por poco autorizada que fuese la contradictora, no vaciló en adherirse a su opinión.

—Yo no sé —dijo Arochena, picado de que se diese más importancia a las palabras de una criada que a lo que él decía— yo no sé en qué pueda fundarse esta mujer para poner en duda lo que afirma toda la ciudad; y extraño que mi señora doña Engracia le dé más crédito que a mí. En fin, pronto sabremos a qué atenernos.

—Yo, señor —replicó Mariana con mucha calma—, en lo que me fundo es en que en más de setenta años que Dios me ha dado de vida, he oído muchas veces contar cosas muy grandes, y poco a poco van achiquitándose después, hasta quedar reducidas casi a nada. Ya verán sus mercedes cómo así viene siendo, como lo del robo del caudal del rey y la muerte de ese pobre niño, que no parece sino que este español se alegrara de que fuera verdad, tal era la cara que ponía cuando lo contaba.

Nuestros lectores no deben extrañar la libertad que se tomaba la vieja negra, terciando, como lo hacía, en la conversación de sus señoras con una persona de fuera. Hemos indicado ya que Mariana había venido a ser, más que criada, compañera, y por otra parte, lo extraordinario del caso hacía que se le tolerara lo que en otra circunstancia le habría valido tal vez una ligera reprimenda.

La llegada de don Pedro puso término a la extraña polémica entablada entre el abogado del cabello rojo y la vieja negra de las guedejas de lana.

—Tú debes saber —dijo doña Engracia a su marido—, lo que haya de cierto en la fatal noticia que nos da Arochena acerca del situado. ¿Es verdad que Pie de lana se ha apoderado del caudal del rey, derrotando la escolta y dejando muerto al cadete Fernández?

—Pie de lana —contestó don Pedro—, ha llevado lo que merecía por su atrevimiento. Atacó la escolta; pero nuestros oficiales y soldados pelearon como leones y los bandoleros huyeron en completa derrota. Es verdad que tuvimos algunos muertos y heridos, entre éstos el cadete Fernández, por fortuna no de gravedad. Este valeroso joven peleó cuerpo a cuerpo y a pie contra el jefe de la gavilla, que estaba bien montado, y a no haber sido porque uno de los ladrones disparó su trabuco sobre el cadete, habría sido el último día de Pie dé lana. Todos se hacen lenguas de ese oficial, y acabo de saber que Su Excelencia ha firmado hoy el despacho de teniente en su favor, premiándolo con dos grados.

Si Matilde no había podido reprimir la expresión de su dolor al escuchar la falsa noticia de la muerte de Gabriel, le fue igualmente difícil disimular la alegría que le causó lo que refería su padre. La herida era leve, y la fama pregonaba en la ciudad el heroísmo del hombre a quien amaba. Doña Engracia y la negra Mariana celebraron el acontecimiento, y sólo el respeto que ésta tenía a su amo hizo que no se burlara de Caín en sus propias barbas. Verdad es que éste tampoco le dio tiempo de que lo hiciera, pues viendo deshecha su perversa maquinación, tomó el sombrero y dijo sonriéndose:

—¡Cuánto me alegro de que sea falsa la noticia que me dieron de la desgracia del cadete! Voy ahora mismo a dar los parabienes por el ascenso a la persona que tiene en la ciudad más derecho que nadie para celebrar la buena fortuna de Gabriel Fernández.

—¿Y quién es esa persona? —preguntó doña Engracia con curiosidad. Su padre no está aquí, y no sé yo que tenga parientes.

—Parientes, no —contestó el del pelo rojo, riéndose—; pero novia, sí. Pues qué, señora, ¿ignora usted que ese joven va a casarse de un día a otro con la hija del capitán retirado y maestro de armas, don Feliciano de Matamoros? A este digno suegro de tal yerno, es a quien voy a comunicar la buena nueva, para que la trasmita a su hija. . . la. . . no sé cómo se llama. Una costurera.

Diciendo así, el diabólico abogado hizo a la señora y a Matilde una profunda reverencia, y se marchó. La joven podía apenas contener las lágrimas que le arrancaba el despecho.

—¿Es cierto eso, Matilde? —dijo doña Engracia—; tú debes saberlo, pues tratas con alguna intimidad a la hija de Matamoros.

— Ella no me ha dicho jamas que vaya a casarse —contestó Matilde visiblemente contrariada. Doña Engracia, excelente señora, a quien habían casado a la edad de dieciséis años con don Pedro de Espinosa de los Monteros, porque las familias consideraron que así convenía, y que ignoraba completamente lo que era el amor y los celos, no hizo mucho alto en el desagrado de su hija. Don Pedro, que vivía entregado a la política pensaba en aquel momento en las últimas noticias de España recibidas por el correo de Veracruz, y había olvidado ya al cadete Fernández y a Pie de lana, ocupando su espíritu lo que acababa de leer en las Gacetas, de las perfidias de Napoleón y de las desgracias del inocente y cautivo Fernando. Sólo la vieja negra tuvo bastante perspicacia para leer lo que pasaba en el corazón de su señorita; pero no dijo una palabra.

Dos días después llegó a la ciudad Gabriel Fernández, transportado con las precauciones que exigía su situación, desde el punto donde había tenido lugar el combate.

Como lo había dicho don Pedro Espinosa, el capitán general, informado de la bizarría con que combatió el cadete en el encuentro con los bandidos, le expidió el despacho de teniente, considerando que no podía hacer menos que premiar con dos grados el señalado servicio que prestara aquel joven. Exagerando un tanto lo ocurrido, se aseguraba que el jefe de los ladrones, aterrado por el ardimiento con que lo atacó Fernández, se había puesto en fuga, salvándose así el caudal del rey, pues la escolta probablemente habría sucumbido ante el mayor número y la audacia de los enemigos. Hervias, de quien hacía también elogios el comandante de la escolta, fue ascendido a capitán.

El despacho deteniente que recibió Gabriel al llegar a la ciudad, influyó favorablemente en apresurar su restablecimiento. Sin embargo, tuvo que hacer muchos días de cama antes de que el célebre doctor Esparragosa, que lo asistía, lo declarara completamente sano. Cuidaban de él inmediatamente las criadas de la casa y el negro esclavo del escribano, pues aunque había, como sabemos, dos mujeres que habrían querido con toda su alma velar día y noche a la cabecera del joven oficial, ni a la una ni a la otra les era permitido satisfacer aquel deseo.

Muchas veces, durante su larga enfermedad, vio Gabriel aquel ojo que asomaba por el agujero del cuadro, y al fin, a fuerza de repetirse tan extraño incidente, llegó a no hacer mucho caso de él y a acostumbrarse en cierto modo a ser objeto de aquel inexplicable espionaje de un ser invisible.

Entretanto, se verificaba en el joven teniente un fenómeno fisiológico que no nos atrevemos a explicar y cuya causa podría tal vez buscarse en ese íntimo enlace que existe en nuestras afecciones morales y nuestros órganos. Aquel amor ardiente que Gabriel sentía hacia la hija del maestro de armas, perdió gran parte de su intensidad en los días que estuvo sufriendo la herida, que le hizo perder no poca sangre y que agotó considerablemente sus fuerzas. Esto chocará sin duda a aquéllos de nuestros lectores, y principalmente de nuestras lectoras que consideren el amor como un sentimiento puramente platónico, libre déla influencia de la acción de los sentidos. Pero hemos tenido que confesar desde el principio que el afecto que experimentaba nuestro héroe no era por desgracia de esa naturaleza. Si consideramos, además, que la vanidad del joven oficial debió de haber subido de punto con el buen éxito de su primer hecho de armas, y no olvidamos, por otra parte, que las ideas aristocráticas en que fue educado se habían hecho oir en lo más recóndito de su alma, nos sentiremos inclinados, ya que no a disculpar, al menos a no extrañar mucho que el amor del teniente

Fernández hacia la desdichada hija del maestro de armas comenzara a decrecer, entrando en lo que podríamos llamar el período álgido, tomando esta voz a la patología.

Vosotros que os sintáis con tentaciones de calificar severamente la conducta de aquel joven, arrojadle la primera piedra, si es que os consideráis tan superiores a las debilidades humanas.

CAPÍTULO XV
Otra intriga de don Diego

L
a pobre hija del maestro de armas había pasado los días y las noches en la mayor aflicción, desde que supo que Gabriel estaba herido, teniendo que contentarse con las noticias que le llevaba su padre, que completamente restablecido ya, iba a todas horas a casa del escribano.

La popularidad que había adquirido el joven enorgullecía al viejo capitán, a quien se le escapaba algunas veces la frase "mi hijo", hablando de Gabriel. Pero quiso la desgracia que a medida que fue enfriándose el amor de éste por Rosalía, comenzó también el teniente Fernández a advertir los defectos del padre de su novia.

Entonces vino a caer en la cuenta de que el capitán se embriagaba con más frecuencia de lo que convendría, de que se ponía en tal o cual ridículo con su inagotable historia de la campaña de Roatán y de que aquellos empréstitos forcivoluntarios que levantaba con frecuencia sobre sus discípulos y cuyo reintegro tendrían que aguardar hasta el día del juicio, lo colocaban en la poca respetable categoría de los petardistas. La primera vez que se agruparon todas esas circunstancias en el espíritu de Gabriel, sintió que la sangre se le subía a la cara, e hizo mentalmente un raciocinio que si no fue el siguiente, no anduvo muy lejos de serlo: " ilinda figura haría yo en el mundo con semejante suegro! ".

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