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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

Herejes de Dune (37 page)

BOOK: Herejes de Dune
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Nos hizo algo que aún no hemos desenterrado… ni siquiera después de todos estos milenios. Creo que sé lo que hizo. Mi oposición dice lo contrario.

Nunca le resultaba fácil a una Reverenda Madre contemplar el sometimiento que habían sufrido bajo Leto II mientras éste fustigaba a su Imperio durante tres mil quinientos años a lo largo de su Senda de Oro.

Nos tambaleamos cuando revisamos esos tiempos.

Viendo su propio reflejo en el oscuro plaz de la ventana, Taraza se miró a sí misma. Su rostro era hosco, con el cansancio fácilmente visible en él.

¡Tengo todo el derecho a sentirme cansada y hosca!

Sabía que su adiestramiento la había encaminado deliberadamente por senderos negativos. Esas eran sus defensas y su fuerza. Permanecía distante en todas las relaciones humanas, incluso en las seducciones que había realizado para las Amantes Procreadoras. Taraza era el perpetuo abogado del diablo, y había llegado a convertirse en una fuerza dominante en la Hermandad, una consecuencia natural de su elevación a Madre Superiora. La oposición se desarrollaba fácilmente en un entorno así.

Como decían los sufíes:
La podredumbre en el núcleo siempre se esparce hacia afuera
.

Lo que no decían era que algunas podredumbres eran nobles y valiosas.

Se tranquilizó ahora a sí misma con sus datos más seguros:

La Dispersión había llevado las lecciones del Tirano hacia afuera en las migraciones humanas, las había cambiado de formas desconocidas pero en última instancia sujetas a reconocimiento. Y, a su debido tiempo, se hallaría una forma de anular la invisibilidad de las no–naves. Taraza no creía que la gente de la Dispersión lo hubiera descubierto todavía… al menos no los que volvían al lugar que les había dado nacimiento.

No había en absoluto ningún camino seguro entre las conflictivas fuerzas, pero creía que la Hermandad se había armado tan bien como le había sido posible. El problema era parecido al de un navegante de la Cofradía haciendo discurrir su nave por entre los pliegues del espacio de una forma que evitara colisiones y trampas.

Trampas, esa era la clave. Y ahí estaba Odrade tendiendo las trampas de la Hermandad a los tleilaxu.

Cuando Taraza pensaba en Odrade, lo cual ocurría a menudo en estos tiempos de crisis, su larga asociación se reafirmaba. Era como si contemplara un descolorido tapiz en el cual algunas figuras conservaban aún todo su esplendor. La más brillante de todas, asegurando la oposición de Odrade cerca de los lugares de mando de la Hermandad, era su capacidad de acortar camino a través de los detalles y llegar al sorprendente meollo de un conflicto. Había como una forma de aquella peligrosa presciencia de los Atreides trabajando secretamente dentro de ella. El utilizar aquel oculto talento era una de las cosas que había suscitado más oposición, y era el argumento que Taraza admitía que tenía más validez. Aquello que trabajaba muy por debajo de la superficie, aquellos ocultos movimientos señalados tan sólo por alguna turbulencia ocasional, ¡
aquél
era el problema!

—Utilízala, pero estáte siempre preparada para eliminarla —había argumentado Taraza—. Siempre seguiremos poseyendo la mayor parte de su descendencia.

Taraza sabía que podía confiar en Lucilla… siempre que Lucilla hubiera encontrado refugio en algún lugar con Teg y el ghola. Por supuesto, existían asesinos alternos en el Alcázar de Rakis. Esa arma podía desencadenarse pronto.

Taraza experimentó una repentina agitación interna. Las Otras Memorias aconsejaban la máxima precaución. ¡Nunca más perder el control de las líneas genéticas! Sí, si Odrade escapaba de un intento de eliminación, debería ser alejada para siempre. Odrade era un completa Reverenda Madre, y algunas de ellas tendrían que permanecer ahí afuera en la Dispersión… no entre las Honoradas Matres que la Hermandad había observado… pero sin embargo…

¡Nunca otra vez!
Ese era el código operativo. Nunca otro Kwisatz Haderach u otro Tirano.

Controlar las procreadoras: controlar su progenie.

Las Reverendas Madres no morían cuando moría su carne. Se hundían más y más en el núcleo vital de la Bene Gesserit hasta que sus casuales instrucciones e incluso sus observaciones inconscientes se convertían en una parte de la continuidad de la Hermandad.

¡No cometer errores con Odrade!

La respuesta a Odrade requería una sintaxis específica y un cuidado exquisito. Odrade, que se permitía algunos afectos limitados, «un ligero calor afectivo» los llamaba ella, argumentaba que las emociones proporcionaban una valiosa penetración si no permitías que te dominaran. Taraza veía aquel
ligero calor afectivo
como una forma de llegar al corazón de Odrade, una vulnerable apertura.

Sé lo que piensas de mí, Dar, con tu ligero calor afectivo hacia una antigua compañera de los días escolares. Crees que soy un peligro potencial para la Hermandad, pero que puedo ser salvada de mí misma por atentas «amigas».

Taraza sabía que algunas de sus consejeras compartían la opinión de Odrade, escuchaban pacíficamente y se reservaban su juicio. La mayoría de ellas seguían todavía el camino marcado por su Madre Superiora, pero muchas sabían del extraño talento de Odrade y habían reconocido las dudas de Odrade. Sólo una cosa mantenía a la mayoría de las Hermanas en su camino, y Taraza no pretendía engañarse al respecto.

Cada Madre Superiora actuaba movida por una profunda lealtad hacia su Hermandad. Nada debía poner en peligro la continuidad de la Bene Gesserit, ni siquiera ella misma. Con su preciso e inflexible autojuicio, Taraza examinaba sus relaciones con respecto a la continuación de la vida de la Hermandad.

Obviamente, no había ninguna necesidad inmediata de eliminar a Odrade. Sin embargo, ahora Odrade se hallaba tan cerca del centro del designio del ghola que poco de lo que ocurriera allí podía escapar de su sensitiva observación. Mucho de lo que no le había sido revelado iba a ser descubierto. El Manifiesto Atreides había sido casi una apuesta. Odrade, la persona más obvia para producir el Manifiesto, lo único que podía conseguir mientras redactaba el documento era lograr una más profunda penetración, pero las propias palabras eran la barrera definitiva a la revelación.

Waff apreciaría eso, sabía Taraza.

Apartándose de la oscura ventana, Taraza regresó a su silla. El momento de la decisión crucial —adelante o no–adelante podía ser retrasado, pero había que tomar pasos inmediatos. Redactó mentalmente un mensaje piloto y lo examinó mientras enviaba una llamada a Burzmali. El estudiante favorito del Bashar tenía que ser puesto en acción, pero no como Odrade deseaba.

El mensaje a Odrade era esencialmente simple:

«Ayuda en camino. Estás en plena acción, Dar. En lo que se refiere a la seguridad de Sheeana, utiliza tu propio buen juicio. En todos los demás asuntos que no entren en conflicto con mis órdenes, sigue adelante con el plan.»

Bien. Ya estaba. Odrade tenía sus instrucciones, lo esencial que ella aceptaría como «el plan» aunque lo reconociera como un esquema incompleto.

Odrade obedecería. El «Dar» era un toque espléndido, pensó Taraza.

Dar y Tar. Aquella apertura al
ligero calor afectivo
de Odrade no quedaba muy lejos de la dirección del Dar–y–Tar.

Capítulo XXIV

La larga mesa a la derecha está dispuesta para un banquete de liebre del desierto asada con salsa cepeda. Los demás platos, siguiendo las agujas del reloj hacía la derecha a partir del extremo más alejado de la mesa, son aplomaje sirtano, chukka a la gelatina, café con melange (nótese el halcón crestado de los Atreides en la urna), pot–a–oie y, en la botella de cristal de Balut, burbujeante vino de Caladan. Nótese el antiguo detector de venenos oculto en el candelabro.

Dar–es–Balat, descripción de una escena en un museo

Teg encontró a Duncan en el diminuto comedor junto a la resplandeciente cocina del no–globo. Deteniéndose en la entrada del comedor, Teg estudió cuidadosamente a Duncan: ocho días allí, y el muchacho parecía haberse recuperado finalmente de la peculiar ira que se había apoderado de él apenas entrar en el tubo de acceso al globo.

Habían entrado a través de una poco profunda cueva llena con el almizcleño olor de un oso nativo. Las rocas en la parte de atrás de la osera no eran rocas, aunque hubieran engañado incluso al más sofisticado examen. Una ligera protuberancia en las rocas hacía bascular todo el conjunto si uno sabía o encontraba por casualidad el código secreto. Aquel movimiento circular abría toda la parte de atrás de la cueva.

El tubo de acceso, brillantemente iluminado de forma automática una vez sellada de nuevo la entrada tras ellos, estaba decorado con grifos Harkonnen en paredes y techo. Teg se sintió impresionado ante la imagen de un joven Patrin penetrando por primera vez en aquel lugar (
¡La impresión! ¡La maravilla! ¡La excitación!
), y no observó la reacción de Duncan hasta que un bajo gruñido llenó todo el cerrado espacio.

Duncan siguió gruñendo (era casi un gemido), los puños crispados, la mirada clavada en los grifos Harkonnen a lo largo de la pared de la derecha. Ira y confusión luchaban por la supremacía en su rostro. Alzó ambos puños y los aplastó contra la figura rampante, haciendo que sus manos sangraran.

—¡Malditos sean en los más profundos pozos del infierno! —gritó.

Era una maldición extrañamente madura brotando de aquella boca juvenil.

Al mismo instante de pronunciar aquellas palabras, Duncan fue presa de incontrolados estremecimientos. Lucilla lo rodeó con un brazo y apretó su nuca de una forma suave, casi sensual, hasta que los estremecimientos cesaron.

—¿Por qué he hecho esto? —susurró Duncan.

—Lo sabrás cuando te sean restauradas tus memorias originales —dijo ella.

—Harkonnen —murmuró Duncan, y su rostro enrojeció violentamente. Alzó la vista hacia Lucilla—. ¿Por qué los odio tanto?

—Las palabras no pueden explicarlo —dijo ella—. Tendrás que aguardar a las memorias.

—¡No quiero las memorias! —Duncan lanzó una sorprendida mirada a Teg—. ¡Sí! Si, las quiero.

Más tarde, mientras miraba a Teg en el comedor del no–globo, Duncan volvió a pensar en aquel momento.

—¿Cuándo, Bashar? —preguntó.

—Pronto.

Teg miró a su alrededor. Duncan permanecía sentado solo en la mesa autolimpiante, un vaso de líquido marrón frente a él. Teg reconoció el olor: uno de los muchos productos a base de especia de los depósitos de entropía nula. Los depósitos eran una auténtica casa del tesoro de alimentos exóticos, ropas, armas, y otros artefactos… un museo cuyo valor era imposible calcular. Había una delgada capa de polvo por todo el globo, pero ninguna de las cosas almacenadas allí se había deteriorado. Toda la comida tenía entre sus componentes la melange, no a un nivel de adicto a menos que uno fuera un glotón, pero siempre apreciable. Incluso las frutas en conserva estaban espolvoreadas con especia.

El líquido marrón en el vaso de Duncan era una de las cosas que Lucilla había probado y había calificado de nutritivas. Teg no sabía exactamente cómo las Reverendas Madres hacían esto, pero su propia madre era capaz de ello. Un ligero paladeo, y sabía la composición de la comida o bebida.

Una mirada al ornamentado reloj en la pared le dijo a Teg que era más tarde de lo que pensaba, muy entrada la tercera hora de su arbitraria tarde. Duncan debería estar en la improvisada sala de prácticas, pero ambos habían visto a Lucilla dirigirse a la parte superior del globo, y Teg veía aquello como una posibilidad de hablar los dos sin ser observados.

Tomando una silla, Teg se sentó en el lado opuesto de la mesa.

—¡Odio esos relojes! —dijo Duncan.

—Lo odias todo aquí —dijo Teg, pero echó una segunda mirada al reloj. Era otra antigüedad, una esfera redonda con dos manecillas analógicas y un segundero digital. Las dos manecillas eran priapeanas… figuras humanas desnudas: un largo hombre con un enorme falo y una pequeña mujer con las piernas abiertas. Cada vez que las dos manecillas se juntaban, el hombre parecía estar penetrando a la mujer.

—Vulgar —reconoció Teg. Señaló a la bebida de Duncan—. ¿Te gusta esto?

—Está bien, señor. Lucilla dice que debo tomarlo después del ejercicio.

—Mi madre acostumbraba a prepararme una bebida similar para después de un ejercicio duro —dijo Teg. Se inclinó hacia adelante e inhaló, recordando su sabor, el regusto a melange en su nariz.

—Señor, ¿cuánto tiempo vamos a permanecer aquí? —preguntó Duncan.

—Hasta que seamos hallados por la gente adecuada o hasta que estemos seguros de que no vamos a ser encontrados.

—Pero… aislados aquí, ¿cómo vamos a saberlo?

—Cuando yo juzgue que es el momento, tomaré la manta de camuflaje de vida y empezare a montar guardia fuera.

—¡
Odio
este lugar!

—Obviamente. ¿Pero no has aprendido nada acerca de la paciencia?

Duncan hizo una mueca.

—Señor, ¿por qué seguís impidiendo que me quede a solas con Lucilla?

Teg, que mientras Duncan hablaba estaba exhalando el aliento, contuvo unos momentos la respiración, luego siguió respirando. Comprendió que el muchacho se había dado cuenta. Entonces, si Duncan lo sabía, ¡Lucilla también lo sabía!

—No creo que Lucilla sepa lo que vos estáis haciendo, señor —dijo Duncan—, pero resulta algo obvio. —Miró a su alrededor—. Si este lugar no atrajera tanto su atención… ¿Dónde va tan a menudo?

—Creo que ha subido a la biblioteca.

—¡La biblioteca!

—Admito que es primitiva, pero no deja de ser fascinante. —Teg alzó su mirada hacia las volutas ornamentales del cercano techo de la cocina. El momento de la decisión había llegado. No podía confiar en que Lucilla siguiera distraída mucho más tiempo. Teg compartía su fascinación, sin embargo. Era fácil perderse entre aquellas maravillas. El complejo del no–globo, de unos doscientos metros de diámetro, era un fósil que se había conservado intacto. Teg sospechaba que era mucho más antiguo que el propio Tirano.

Cuando hablaba de ello, la voz de Lucilla adoptaba una cualidad ronca y susurrante.

—Seguro que el Tirano supo de este lugar.

La consciencia Mentat de Teg se había visto inmersa inmediatamente en aquella sugerencia.
¿Por qué habría permitido el Tirano que la Familia Harkonnen derrochara tanto de lo que quedaba de su fortuna en una empresa como aquella?

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