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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

Herejes de Dune (33 page)

BOOK: Herejes de Dune
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—Cuando hallemos refugio.

Un silencioso y agudamente alerta Duncan los acompañó aquella noche. Había una nueva vitalidad en él. ¡Había oído!

Nada debe dañar a Teg,
pensó Duncan. Fuera cual fuese y estuviera donde estuviese ese refugio, Teg debía alcanzarlo sano y salvo.
¡Entonces sabré!

Duncan no estaba seguro de qué iba a saber, pero aceptaba ahora completamente su precio. Esta espesura debía conducir a aquella meta. Recordó haber contemplado aquellos lugares agrestes desde el Alcázar, y cómo había pensado lo libre que se sentiría allí. Aquella sensación de intocada libertad se había desvanecido. La espesura era tan sólo un sendero que conducía a algo más importante.

Lucilla, en la retaguardia de su marcha, se obligaba a si misma a permanecer tranquila, alerta, y a aceptar lo que no podía cambiar. Parte de su consciencia se atenía firmemente a las órdenes de Taraza:

—Permaneced cerca del ghola y, cuando llegue el momento, completad vuestra misión.

Paso a paso, el cuerpo de Teg medía los kilómetros. Aquella era la cuarta noche. Patrin había estimado cuatro noches para alcanzar su meta.

¡Y qué meta!

El plan de escape de emergencia se había centrado en un descubrimiento que había hecho Patrin, cuando tenía poco más de diez años, de uno de los muchos misterios de Gammu. Las palabras de Patrin regresaron a la mente de Teg:

—Con la excusa de un reconocimiento personal, regresé al lugar hace dos días. No ha sido tocado. Sigo siendo la única persona que jamás haya estado allí.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—Tomé mis propias precauciones cuando abandoné Gammu hace años, pequeñas cosas que cualquier otra persona hubiera variado. Nada se ha movido de su sitio.

—¿Un no–globo Harkonnen?

—Muy antiguo, pero las cámaras siguen intactas y funcionando.

—¿Qué hay con la comida, agua…?

—Todo lo que podáis desear o necesitar está allí, almacenado en los recipientes de entropía nula en su núcleo.

Teg y Patrin trazaron sus planes, esperando que nunca tuvieran que utilizar aquel refugio de emergencia, guardando el secreto mientras Patrin desplegaba para Teg el camino oculto hasta su descubrimiento infantil.

Detrás de Teg, Lucilla jadeó ligeramente cuando tropezó con una raíz.

Hubiera debido advertirla,
pensó Teg. Obviamente Duncan estaba siguiendo los pasos a Teg por el sonido. Lucilla, como era obvio también, mantenía centrada gran parte de su atención en sus propios pensamientos.

Su parecido facial con Darwi Odrade era notable, se dijo Teg. Allá en el Alcázar, con las dos mujeres lado a lado, había captado las diferencias dictadas por sus distintas edades. La juventud de Lucilla se evidenciaba en una mayor grasa subcutánea, un redondeo de su carne facial. ¡Pero las voces! Timbre, acento, trucos de inflexión átona; el sello común de los hábitos del habla Bene Gesserit. Hubiera sido casi imposible diferenciarlas en la oscuridad.

Conociendo a la Bene Gesserit como la conocía, Teg sabía que aquello no era un accidente. Dada la propensión de la Hermandad por doblar y redoblar sus más apreciadas líneas genéticas para proteger la inversión, allí tenía que existir una fuente ancestral común.

Todos nosotros Atreides,
pensó.

Taraza no había revelado sus designios relativos al ghola, pero el simple hecho de estar dentro de esos designios daba a Teg acceso a sus líneas principales. No al esquema completo, pero podía captar al menos su conjunto.

Generación tras generación,. la Hermandad tratando con los tleilaxu, comprando gholas Idaho, adiestrándolos allí en Gammu, solamente para ser luego asesinados. Durante todo aquel tiempo, aguardando el momento adecuado. Era como un terrible juego, que había adquirido una frenética importancia porque una muchacha capaz de dar órdenes a los gusanos había aparecido en Rakis.

El propio Gammu tenía que formar parte del designio. Había señales de Caladan por todo el lugar. Sutilezas danianas amontonadas de la más brutal forma antigua. Algo más que población había salido del Santuario Daniano cuando la abuela del Tirano, Dama Jessica, había vivido allí el resto de sus días.

Teg había visto las marcas evidentes y ocultas cuando había efectuado su primer viaje de reconocimiento en Gammu.

¡Riqueza!

Los signos estaban allí para ser leídos. Fluían en torno a su universo, moviéndose como amebas e insinuándose en cualquier lugar donde pudieran alojarse. Había riqueza de la Dispersión en Gammu, sabía Teg. Una riqueza tan grande que pocos sospechaban (o podían imaginar) su tamaño y poder.

Dejó bruscamente de caminar. La configuración física del paisaje inmediato recababa toda su atención. Frente a ellos había una extensión de roca desnuda, con sus señales identificadoras plantadas en su memoria por Patrin. Aquel paso podía ser uno de los más peligrosos.


Ni cavernas ni vida vegetal para ocultaros. Tened preparadas las mantas de camuflaje de vida.

Teg extrajo la manta de su mochila y se la colocó al brazo. Una vez más, indicó que debían continuar. El oscuro tejido de la manta de camuflaje siseó contra su cuerpo al avanzar.

Lucilla estaba empezando a ser cada vez menos una cifra, pensó. Aspiraba a un
Dama
delante de su nombre.
Dama Lucilla
. No había duda de que sonaba agradablemente a los oídos de la mujer. Unas cuantas Reverendas Madres con título estaban apareciendo ahora que las Grandes Casas iban emergiendo de la larga oscuridad impuesta por la Senda de Oro del Tirano.

Lucilla, la Seductora-Imprimadora.

Todas aquellas mujeres de la Hermandad eran adeptas sexuales. La propia madre de Teg lo había educado en los entresijos de tal sistema, enviándolo a bien seleccionadas mujeres locales cuando todavía era muy joven, sensibilizándolo a los signos que debía observar tanto dentro de sí mismo como en las mujeres. Era un adiestramiento prohibido fuera de la vigilancia de la Casa Capitular, pero la madre de Teg había sido una de las
herejes
de la Hermandad.


Vas a necesitarlo, Miles.

No había duda de que había existido en ella una cierta presciencia. Lo había armado contra las Imprimadoras adiestradas en la amplificación orgásmica para fijar los lazos inconscientes… macho a hembra.

Lucilla y Duncan. Una imprimación en ella sería una imprimación en Odrade.

Teg casi oyó las piezas hacer clic cuando encajaron juntas en su mente. Entonces, ¿y la muchacha allá en Rakis? ¿Iba a enseñar las técnicas de seducción a su imprimado pupilo, armarlo para seducir a la que mandaba a los gusanos?

Todavía faltan datos para una Primera Computación.

Teg hizo una pausa al final del peligroso paso de roca. Volvió a guardar la manta de camuflaje de vida y cerró su mochila mientras Duncan y Lucilla aguardaban cerca, detrás de él. Teg lanzó un suspiro. La manta siempre le preocupaba. No tenía los poderes deflectores de un escudo completo de batalla, pero si el rayo de una pistola láser la alcanzaba, el subsiguiente fuego inmediato podía ser fatal.

¡Juguetes peligrosos!

Así era como siempre había calificado Teg a esas armas y artilugios mecánicos. Mejor confiar en tus propias habilidades, tu propia carne, y las Cinco Actitudes de la Manera Bene Gesserit tal como su madre se las había enseñado.

Utiliza los instrumentos tan sólo cuando sean absolutamente necesarios para amplificar la carne:
esa era la enseñanza Bene Gesserit.

—¿Por qué nos detenemos? —susurró Lucilla.

—Estoy escuchando la noche —dijo Teg.

Duncan, su rostro una mancha fantasmal a la luz de las estrellas filtrada por los árboles, miró a Teg. Los rasgos de Teg lo tranquilizaron. Estaban alojados en algún lugar en su aún no disponible memoria, pensó Duncan.
Puedo confiar en este hombre.

Lucilla sospechaba que se detenían allí porque el viejo cuerpo de Teg exigía un respiro pero él no podía permitirse el reconocerlo. Teg había dicho que su plan de escape incluía una forma de trasladar a Duncan a Rakis. Muy bien. Eso era todo lo que importaba por el momento.

Había imaginado ya que su refugio, en algún lugar allí al frente, debía incluir una no–nave o una no–cámara. Ninguna otra cosa sería suficiente. De alguna forma, Patrin había sido la clave de todo ello. Los pocos indicios que había dejado entrever Teg revelaban que Patrin era la fuente de su vía de escape.

Lucilla había sido la primera en darse cuenta de lo que Patrin iba a tener que pagar por su escapatoria. Patrin era el vínculo más débil. Se había quedado atrás, donde Schwangyu podía capturarle. La captura del reclamo era algo inevitable. Sólo un estúpido supondría que una Reverenda Madre con los poderes de Schwangyu sería incapaz de arrancarle los secretos a un simple hombre. Puede que Schwangyu ni siquiera necesitara la persuasión dura. Las sutilezas de la Voz y esas dolorosas formas de interrogatorio que seguían siendo monopolio de la Hermandad —la caja de la agonía y las presiones nervio–nodales—, aquello era todo lo que se requería. La forma que iba a tomar la lealtad de Patrin había quedado muy clara para Lucilla. ¿Cómo podía haber sido Teg tan ciego?

¡Amor!

Ese largo y sincero vínculo entre los dos hombres. Schwangyu actuaría rápida y brutalmente. Patrin lo sabía. Teg no había examinado su propia convicción.

La voz de Duncan la arrancó de aquellos pensamientos.

—¡Un tóptero! ¡Detrás de nosotros!

—¡Rápido! —Teg arrancó la manta de su mochila y la arrojó sobre ellos. Se acurrucaron en la oscura y olorosa tierra, escuchando mientras el ornitóptero pasaba por encima. No se detuvo ni volvió.

Cuando estuvieron seguros de no haber sido detectados, Teg los condujo de nuevo por el
sendero de la memoria
de Patrin.

—Era un rastreador —dijo Lucilla—. Están empezando a sospechar… o Patrin…

—Reservad vuestras energías para la marcha —restalló Teg.

Ella no siguió aguijoneando. Los dos sabían que Patrin estaba muerto. Discutir sobre aquello hubiera sido agotador.

Este Mentat va cada vez más profundo,
se dijo a sí misma Lucilla.

Teg era el hijo de una Reverenda Madre, y esa madre lo había adiestrado más allá de los límites permitidos antes de que la Hermandad lo tomara en sus manipuladoras manos. El ghola no era el único con recursos desconocidos.

Su camino empezó a trazar eses, ascendiendo por lo ladera de una empinada colina cubierta por un espeso bosque. La luz de las estrellas no atravesaba las hojas de los árboles. Tan sólo la maravillosa memoria del Mentat los mantenía en el sendero.

Lucilla captaba el mantillo bajo sus pies. Escuchaba los movimientos de Teg, leyéndolos para guiar sus propios pasos.

Cuán silencioso está Duncan,
pensó.
Cuán cerrado sobre sí mismo
. Obedecía órdenes. Seguía a Teg allá donde éste le conducía. Captaba la cualidad de la obediencia de Duncan. Seguía su propio consejo. Duncan obedecía porque le convenía hacerlo… por ahora la rebelión de Schwangyu había plantado algo salvajemente independiente en el ghola. ¿Y esas cosas que los tleilaxu habían plantado en él por iniciativa propia?

Teg se detuvo en un lugar plano bajo los altos árboles para recuperar el aliento. Lucilla lo podía oír respirar pesadamente. Aquello le recordó una vez más que el Mentat era un hombre muy viejo, demasiado viejo para aquellos esfuerzos. Habló suavemente:

—¿Os encontráis bien, Miles?

—Os lo diré cuando no sea así.

—¿Cuánto falta todavía? —preguntó Duncan.

—Ya queda muy poco.

Reanudó su marcha a través de la noche.

—Debemos apresurarnos —dijo—. Ese promontorio rocoso de ahí es la última referencia.

Ahora que había aceptado el hecho de la muerte de Patrin, los pensamientos de Teg giraban como la aguja de una brújula a Schwangyu y a lo que la mujer debía estar experimentando. Schwangyu debía sentir su mundo desmoronarse a su alrededor. ¡Los fugitivos llevaban cuatro noches perdidos! ¡La gente que podía eludir de esta forma a una Reverenda Madre podía hacer cualquier cosa! Por supuesto, los fugitivos probablemente habían abandonado el planeta a aquellas alturas. Una no–nave. Pero ¿y si…?

Los pensamientos de Schwangyu debían estar llenos de «y si».

Patrin había sido el frágil nexo de unión, pero Patrin había sido bien adiestrado en la extirpación de frágiles nexos, adiestrado por un maestro… Miles Teg.

Teg barrió la humedad que afluía a sus ojos con una rápida sacudida de su cabeza. La necesidad inmediata requería ese núcleo de honestidad interna que él no podía evitar. Teg nunca había sido un buen mentiroso, ni siquiera para sí mismo. Muy al principio de su adiestramiento, se había dado cuenta de que su madre y las demás personas implicadas en su educación lo habían condicionado a un profundo sentido de honestidad personal.

Adherencia a un código de honor.

El código en sí, cuando reconoció su forma en él, atrajo la fascinada atención de Teg. Empezó con el reconocimiento de que los seres humanos habían sido creados iguales, que poseían distintas habilidades heredadas y experimentaban acontecimientos distintos en sus vidas, Aquello producía gente con diferentes logros y diferente valor.

Para obedecer a su código, Teg se dio cuenta muy pronto de que tenía que situarse cuidadosamente a sí mismo en el flujo de jerarquías observables, aceptando que podía llegar un momento en el cual dejara de evolucionar.

El condicionamiento del código se fue haciendo más profundo. Nunca pudo descubrir sus últimas raíces. Obviamente estaba unido a algo intrínseco a su humanidad. Dictaba con enorme energía los límites de comportamiento permitidos tanto a aquellos que estaban por encima de él como a aquellos que estaban por debajo en la jerarquía piramidal.

La clave de lo que se recibía a cambio: lealtad.

Lealtad yendo tanto hacia arriba como hacia abajo, surgiendo allá donde era útil y necesaria. Tales lealtades, sabía Teg, estaban firmemente encerradas dentro de él. No tenía la menor duda de que Taraza lo apoyaría en todo excepto si la situación exigía que él fuera sacrificado para la supervivencia de la Hermandad. Y eso era correcto en sí mismo. Así era como funcionaban en último término las lealtades de todos ellos.

Soy el Bashar de Taraza. Eso es lo que dice el código.

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