Herejes de Dune (15 page)

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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Herejes de Dune
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—Por supuesto, Maestro. ¿Debemos transmitir vuestras órdenes a los otros de fuera?

—Sí, y estas son mis órdenes: esta no–nave jamás debe regresar a Gammu. Debe desaparecer sin ningún rastro. Sin supervivientes.

—Así se hará, Maestro.

Capítulo IX

La tecnología, en común con muchas otras actividades, tiende a evitar los riesgos a los inversores. La incertidumbre es eliminada siempre que resulta posible. Las inversiones de capital siguen esta regla, puesto que la gente prefiere en general lo predecible. Pocos reconocen lo destructivo que puede llegar a ser esto, cómo impone severos límites sobre la variabilidad, y hace así a poblaciones enteras fatalmente vulnerables a las impresionantes maneras en que nuestro universo puede arrojar los dados.

Evaluación de Ix, Archivos de la Bene Gesserit

A la mañana siguiente de aquella prueba inicial en el desierto, Sheeana se despertó en el complejo sacerdotal para descubrir su lecho rodeado por gente vestida de blanco.

¡Sacerdotes y sacerdotisas!

—Está despierta —dijo una sacerdotisa.

El miedo aferró a Sheeana. Sujetó las mantas de la cama contra su barbilla mientras miraba aquellos intensos rostros. ¿Iban a abandonarla de nuevo en el desierto? Había dormido el sueño del agotamiento en la cama más blanda y con las sábanas más limpias que jamás había encontrado en sus ocho años de edad, pero sabía que todo lo que hacían los sacerdotes tenía un doble significado. ¡No había que confiar en ellos!

—¿Has dormido bien? —Era la sacerdotisa que había hablado primero. Era una mujer vieja de pelo gris, su rostro enmarcado por una cogulla blanca ribeteada de púrpura. Los viejos ojos tenían una cualidad acuosa pero estaban alertas. Eran de un color azul pálido. La nariz era como un botoncito sobre una estrecha boca y una prominente mandíbula puntiaguda.

—¿Hablarás con nosotros? —insistió la mujer—. Yo soy Cania, tu asistenta de noche. ¿Recuerdas? Te ayudé a meterte en la cama.

Al menos, el tono de voz era tranquilizador. Sheeana se sentó y echó una mirada más detenida a aquella gente. ¡Estaban asustados! La nariz de una niña del desierto podía detectar los indicios de feromonas. Para Sheeana, era una observación simple y directa:
Huele a miedo
.

—Pensabais hacerme daño —dijo. ¿Por qué lo hicisteis?

La gente a su alrededor intercambió miradas de consternación. El miedo de Sheeana se disipó. Había captado el nuevo orden de las cosas, y lo ocurrido ayer en el desierto significaba más cambios. Recordó lo obsequiosa que se había mostrado la vieja mujer… ¿Cania? La noche anterior había llegado casi al servilismo. Sheeana aprendería a su debido tiempo que cualquier persona que ha sobrevivido a la decisión de morir desarrolla un nuevo equilibrio emocional. Los miedos eran transitorios. Aquella nueva condición era interesante.

La voz de Cania tembló cuando respondió:

—De veras, Hija de Dios, no pretendíamos hacerte ningún daño.

Sheeana alisó las mantas sobre su regazo.

—Mi nombre es Sheeana. —Esa era la educación del desierto. Cania ya le había dado su nombre—. ¿Quiénes son esos otros?

—Serán despedidos si no deseas que permanezcan aquí… Sheeana. —Cania señaló hacia una mujer de rostro rojizo a su izquierda, vestida con un atuendo similar al suyo—. Todos excepto Alhosa, por supuesto. Ella es tu asistenta de día.

Alhosa hizo una breve inclinación de cabeza ante la presentación.

Sheeana contempló aquel rostro henchido de aguja, aquellos rasgos pesados en un nimbo de algodonoso pelo rubio. Desviando bruscamente su atención, Sheeana miró a los hombres del grupo.

La contemplaban con intensidad, los párpados entrecerrados, algunos con miradas de temblorosa sospecha. El olor a miedo era fuerte.

¡Sacerdotes!

—Despídelos. —Sheeana agitó una mano hacia los sacerdotes—. ¡Son haram! —Era la palabra más baja que podía pronunciar, el término más rastrero para aquello que era lo más perverso.

Los sacerdotes retrocedieron, impresionados.

—¡Fuera! —ordenó Cania.

No había error posible en la expresión de malévola alegría en su rostro. Cania no había sido incluida entre los perversos. ¡Pero aquellos sacerdotes habían entrado claramente en la etiqueta de haram! Debían haber hecho algo espantoso a Dios para que éste enviara a una niña–sacerdotisa para castigarles. Cania podía creer eso de los sacerdotes. Muy pocas veces la habían tratado a ella como se merecía.

Como perros apaleados, los sacerdotes retrocedieron haciendo inclinaciones y abandonaron la estancia de Sheeana. Entre los que salieron al pasillo había un locutor–historiador llamado Dromind, un hombre cetrino con una mente activa que tendía a lanzarse sobre las ideas como el pico de un pájaro carroñero sobre un jirón de carne.

Cuando la puerta de la habitación se cerró tras ellos, Dromind dijo a sus temblorosos compañeros que el nombre de Sheeana era una forma moderna del antiguo nombre, Siona.

—Todos vosotros conocéis el lugar que ocupa Siona en las historias —dijo—. Sirvió a Shai-Hulud en Su transformación de la figura humana a la del Dios Dividido.

Stiros, un arrugado y viejo sacerdote con oscuros labios y ojos pálidos y brillantes, miró dubitativamente a Dromind.

—Eso es extremadamente curioso —dijo—. Las Historias Orales afirman que Siona fue de gran utilidad en su transformación de Uno a Muchos. Sheeana. ¿Crees…?

—No olvidemos la traducción de Hadi Benotto de las propias sagradas palabras de Dios —interrumpió otro sacerdote. Shai-Hulud se refirió muchas veces a Siona.

—No siempre con aprecio —les recordó Stiros—. Recordad su nombre completo: Siona Ibn Faud Al Seyefa Atreides.

—Atreides —susurró otro sacerdote.

—Debemos estudiarla con cuidado —dijo Dromind.

Un joven mensajero acólito llegó corriendo por el pasillo hasta el grupo y rebuscó entre ellos hasta que descubrió a Stiros.

—Stiros —dijo el mensajero—, debéis despejar inmediatamente este pasillo.

—¿Por qué? —Fue una indignada exclamación al unísono del grupo entero de rechazados sacerdotes.

—Ella va a ser trasladada a las dependencias del Sumo Sacerdote —dijo el mensajero.

—¿Por orden de quién? —preguntó Stiros.

—El propio Sumo Sacerdote Tuek lo ha dicho —aclaró el mensajero—. Han estado escuchando. —Agitó vagamente una mano en la dirección de donde había venido.

Todo el grupo en el pasillo comprendió. Las habitaciones podían acondicionarse para enviar las voces que se produjeran en su interior a otros lugares. Siempre había oídos escuchando.

—¿Qué es lo que han oído? —preguntó Stiros. Su vieja voz tembló.

—Ella preguntó si sus dependencias eran las mejores. Van a trasladarla, y ella no debe encontrar a ninguno de vosotros aquí.

—¿Pero qué vamos a hacer? —preguntó Stiros.

—Estudiarla —dijo Dromind.

El pasillo fue despejado inmediatamente, y todos ellos iniciaron el proceso de estudiar a Sheeana. El esquema que nació allí iba a quedar impreso en todas sus vidas a lo largo de los siguientes años. La rutina que empezó a formarse en torno a Sheeana produjo cambios que fueron observables en los más lejanos rincones de influencia del Dios Dividido. Una sola palabra inició ese cambio: «Estudiarla».

Cuán ingenua era, pensaron los sacerdotes. Cuán curiosamente ingenua. Pero sabía leer, y desplegó un intenso interés en los Libros Sagrados que encontró en las dependencias de Tuek. Sus dependencias ahora.

Todo fue buena disposición, desde lo más alto hasta lo más bajo. Tuek se trasladó a las dependencias de su ayudante en jefe, y el mismo proceso fue sucediéndose hacia abajo. Los Fabricadores se echaron sobre Sheeana y la midieron. El más preciso destiltraje fue fabricado para ella. Adquirió nuevas ropas de un dorado y blanco sacerdotal, ribeteadas de púrpura.

La gente empezó a evitar al locutor–historiador Dromind. Este detenía a sus compañeros y les explicaba la historia de la Siona original, como si esto dijera algo importante acerca de la actual portadora del antiguo nombre.

—Siona era la compañera del Sagrado Duncan Idaho —recordaba Dromind a cualquiera que quería escuchar—. Sus descendientes están por todas partes.

—¿De veras? Perdóname por no seguir escuchándote pero realmente tengo mucha prisa.

Al principio, Tuek fue paciente con Dromind. La historia era interesante y su lección obvia.

—Dios nos ha enviado una nueva Siona —dijo Tuek—. Eso parece claro.

Dromind se marchó y volvió con más chismes del pasado.

—Los relatos de Dar–es–Balat adquieren ahora un nuevo significado —dijo Dromind a su Sumo Sacerdote—. ¿No deberíamos realizar más pruebas y comparaciones con esa niña?

Dromind había encontrado al Sumo Sacerdote inmediatamente después del desayuno. Los restos de la comida de Tuek ocupaban todavía la mesa junto a la balaustrada. A través de la abierta ventana podían oír agitación sobre ellos, en las dependencias de Sheeana.

Tuek apoyó un dedo cauteloso sobre sus labios y habló en una voz susurrada.

—La Sagrada Niña va por decisión propia al desierto. —Se dirigió hacia un mapa mural y señaló a una zona al sudoeste de Keen—. Aparentemente esta es una zona que le interesa… o quizá debería decir mejor que la llama.

—Me han dicho que utiliza frecuentemente los diccionarios —dijo Dromind—. Seguramente no puede ser una…

—Ella está probándonos
a nosotros
—dijo Tuek—. No nos dejemos engañar.

—Pero mi Señor Tuek, ella hace unas preguntas de lo más infantil a Cania y Alhosa.

—¿Pones en duda mi buen juicio, Dromind?

Demasiado tarde, Dromind se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Guardó silencio, pero su expresión decía que había más palabras que se había guardado dentro.

—Dios la ha enviado para arrancar de nosotros las malas hierbas que se han enredado entre las filas de los ungidos —dijo Tuek—. ¡Vete! Reza y pregúntate a ti mismo si esas malas hierbas no se han enredado también en tu interior.

Cuando Dromind se hubo ido, Tuek llamó a un ayudante de confianza.

—¿Dónde está la Sagrada Niña?

—Ha ido al desierto, Señor, a comunicarse con su Padre.

—¿Al sudoeste?

—Sí, Señor.

—Dromind debe ser llevado muy lejos hacia el este y abandonado en la arena. Planta varios martilladores para asegurarte de que nunca regrese.

—¿Dromind, Señor?

—Dromind.

Incluso después de que Dromind fuera trasladado a la Boca de Dios, los sacerdotes no dejaron de seguir su primitiva idea. Estudiaron a Sheeana.

Sheeana también estudiaba. Gradualmente, tan gradualmente que fue incapaz de identificar el punto de transición, reconoció su gran poder sobre aquellos que la rodeaban. Al principio era un juego, un constante Día de los Niños con los adultos saltando para obedecer cada uno de sus infantiles deseos. Pero parecía que no hubiera ningún deseo demasiado difícil de ser cumplido.

¿Quería una rara fruta en su mesa?

La fruta le era servida en un plato de oro.

¿Había visto a un niño muy lejos en las apiñadas calles, y quería jugar con él?

El niño era traído rápidamente a los aposentos de Sheeana en el templo. Cuando habían pasado el miedo y la impresión, el niño terminaba jugando con ella, mientras los sacerdotes y sacerdotisas observaban intensamente. Saltos inocentes en el jardín del tejado, rientes susurros… todo era sujeto a un intenso análisis. Sheeana descubrió que la maravilla de esos niños era una carga demasiado pesada. Muy pocas veces llamaba de nuevo al mismo niño, prefiriendo aprender nuevas cosas de nuevos compañeros de juegos.

Los sacerdotes no se ponían de acuerdo acerca de la inocencia de tales encuentros. Aquellos compañeros de juegos eran sometidos a temibles interrogatorios, hasta que Sheeana descubrió lo que ocurría y se encolerizó contra sus guardianes.

Inevitablemente, la noticia de la existencia de Sheeana se extendió por todo Rakis y fuera del planeta. Los informes de la Hermandad se acumularon. Los años fueron pasando en una especie de rutina sublimemente autocrática… alimentando la curiosidad de Sheeana. Era una curiosidad que no parecía tener límites. Ninguno de sus inmediatos asistentes pensaba en aquello como en educación: Sheeana enseñaba a los sacerdotes de Rakis y ellos le enseñaban a ella. La Bene Gesserit, sin embargo, observó inmediatamente este aspecto de la vida de Sheeana, y la vigiló muy de cerca.

—Está en buenas manos. Dejadla allí hasta que esté preparada para nosotras —ordenó Taraza—. Mantened una fuerza defensiva en alerta constante, y haced que yo reciba informes regularmente.

En ningún momento reveló Sheeana sus auténticos orígenes ni lo que Shaitan había hecho a su familia y vecinos. Aquello era algo privado entre Shaitan y ella. Pensaba que su silencio era el pago por haber sido perdonada.

Algunas cosas atormentaban a Sheeana. Efectuó algunos viajes al desierto. La curiosidad seguía, pero resultaba obvio que no podía hallarse en la arena una explicación al comportamiento de Shaitan hacia ella. Y aunque sabía que había embajadas de otras potencias en Rakis, las espías Bene Gesserit entre sus asistentas se aseguraron de que Sheeana no expresara demasiado interés hacia la Hermandad. Respuestas apropiadas para quitar importancia a tal interés le eran proporcionadas a Sheeana a medida que las necesitaba.

El mensaje de Taraza a sus observadores en Rakis fue directo y agudo: «Las generaciones de preparación se han convertido en los años de refino. Actuaremos solamente en el momento adecuado. Ya no hay la menor duda de que esta niña es la que estábamos esperando.»

Capítulo X

En mi estimación, se ha creado más miseria a causa de los reformadores que por cualquier otra fuerza en la historia humana. Mostradme a alguien que diga: «¡Hay que hacer algo!», y os mostraré una cabeza llena de perversas intenciones que no tienen otra salida. Lo que debemos hacer es esforzarnos en hallar el fluir natural y seguirlo.

La Reverenda Madre Taraza, Grabación de una conversación, Archivo BG GSXXMAT9

El cubierto cielo fue alzándose a medida que salía el sol de Gammu, liberando los olores de la hierba y el bosque extraídos y condensados por el rocío matutino.

Duncan Idaho se detuvo junto a la Ventana Prohibida, aspirando los aromas. Aquella mañana Patrin le había dicho:

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