Read Heliconia - Verano Online
Authors: Brian W. Aldiss
JandolAnganol caminaba de un lado a otro por la celda.
—En ese asunto, estoy en las manos del C'Sarr.
El anciano tosió. Respiró con dificultad antes de seguir hablando.
—¿Hace calor ahí fuera? ¿Por qué la gente dice todo el tiempo que hace calor? Oye, nuestros amigos de Pannoval quieren que estés en las manos del C'Sarr. A ellos les conviene; a ti no. Apresura las cosas. ¿Qué sabes de MyrdemInggala?
El rey siguió el consejo de su padre. Despachó agentes, acompañados por una escolta armada, a la distante ciudad de Pannoval, más allá de las Quzint, con una larga carta dirigida al C'Sarr del Santo Imperio Pannovalano, en la que solicitaba con premura una declaración de divorcio. Acompañó el pedido con iconos y otros presentes, incluyendo reliquias sagradas fabricadas para esa ocasión.
Pero la Masacre de los Myrdólatras, como se llamaba ahora, seguía pesando sobre las mentes del pueblo y de la scritina. Los agentes informaban de movimientos rebeldes en la ciudad, y en otras ciudades, como Ottassol. Se necesitaba un chivo expiatorio. Ninguno más adecuado que el canciller SartoriIrvrash.
SartoriIrvrash —aquel Rushven tan querido en otros tiempos por la familia del rey— sería una víctima popular. El mundo desconfía de los intelectuales, y la scritina tenía sus propias razones para odiar la dureza de sus actos y la longitud de sus discursos.
Una búsqueda en las habitaciones del canciller revelaría sin duda algo que sirviera de base a una acusación. Habría notas de sus experimentos de cruzas entre los Madis, Otros y humanos que mantenía cautivos en una cantera alejada. Y su voluminoso trabajo, el "Alfabeto de la Historia y la Naturaleza". Esos documentos debían de estar llenos de herejías, deformaciones y mentiras contra el Supremo. Por tanto, la scritina y la Iglesia se relamerían de gusto. JandolAnganol ordenó el registro, dirigido nada menos que por el arcipreste BranzaBaginut, de la catedral de Matrassyl.
La búsqueda fue más productiva de lo que se esperaba. Se descubrió la celda secreta (aunque no su salida). Y en esa celda se encontró un extraño prisionero. Mientras lo sacaban a la rastra, el prisionero vociferaba en Olonets, con marcado acento extranjero, que había venido de otro mundo.
Se sacaron al patio enormes pilas de documentos acusadores. El prisionero fue conducido ante la presencia del rey.
Aunque eran las trece y veinte de la tarde, la niebla no se disipaba; por el contrario, se había tornado más densa, adoptando un tinte amarillento. El palacio parecía flotar, aislado, y los respiraderos y las chimeneas eran como los mástiles de una flota náufraga. Quizá la claustrofobia desempeñaba un papel en el voluble ánimo de JandolAnganol, oscilante entre la furia y la mansedumbre, la calma y la frenética excitación. Su nariz sangraba a ratos, como obligada a funcionar a la manera de una válvula de seguridad. El rey vagaba por los corredores con un séquito de infortunados cortesanos que le enfurecían con sus sonrisas tranquilizadoras.
Cuando trajeron a SartoriIrvrash y lo confrontaron con el tembloroso Billy, JandolAnganol golpeó al anciano. A continuación, alzó a su canciller como si fuera una vieja muñeca de trapo, lloró, pidió perdón y sufrió una nueva hemorragia nasal.
Mientras el rey adoptaba esta actitud penitente, el Capitán del Hielo, Muntras, llegó al palacio a presentar su saludo. —Veré más tarde al Capitán —dijo el rey—. Es un viajero, y quizá traiga noticias de la reina.
Que me espere. Que el mundo espere.
Lloraba y gruñía. Un minuto después, llamó de vuelta al mensajero.
—Trae al Capitán del Hielo. Que vea esta curiosidad de la naturaleza. —dijo eso mientras inspeccionaba a Billy Xiao Pin.
Billy pasaba su peso de un pie a otro, inclinado a echarse a llorar, pero desanimado por el sangriento estado de la nariz regia. En el Avernus, semejantes demostraciones de sentimientos sólo eran admitidas —si llegaban a producirse— en la soledad. El texto llamado “Acerca del prolongamiento de un período climático heliconiano más allá del tiempo de una vida humana” era muy claro, aunque breve, acerca de los sentimientos. “Sensación superflua”, afirmaba. Los excitables borlieneses no creían lo mismo. El rey no parecía un oyente comprensivo.
—Hum… Hola —logró decir Billy, con una angustiada sonrisa. Luego, estornudó.
Muntras entró al salón e hizo una reverencia. Estaban en una parte antigua del palacio que olía a mortero, aunque se trataba de un mortero de cuatrocientos años de antigüedad. El Capitán del Hielo, bien plantado sobre sus pies planos, miraba alrededor de él con curiosidad mientras saludaba.
El rey apenas escuchó los cumplimientos de Muntras. Señalando unos cojines, dijo:
—Siéntate en silencio. Mira lo que hemos encontrado pudriéndose en los escondrijos de este palacio. ¡El fruto de la traición!
Volviéndose hacia Billy, preguntó:
—¿Cuántos años te has estado pudriendo en las garras de SartoriIrvrash, extraña criatura?
Desconcertado por el noble Olonet de JandolAnganol, Billy balbuceó:
—Una semana… Tal vez ocho días… No recuerdo, majestad.
—Ocho días son una semana, bestia. ¿Eres el resultado de un experimento?
El rey se echó a reír, y con él el resto de los presentes, quienes lo hacían menos por humor que por cuidar de sus vidas. Nadie deseaba parecerse a un Myrdólatra.
—Hueles como un experimento. —Más risas.
Llamó a dos esclavos y les ordenó que lavaran a Billy y le dieran ropas nuevas. Mientras esto se hacía, unos hombres encorvados como arcos trajeron, corriendo, vino y comida: carne adobada de cabrito con arroz anaranjado.
Mientras Billy comía, el rey se paseaba por el salón. De vez en cuando, JandolAnganol apretaba una tela de seda contra su nariz, o miraba su muñeca izquierda, que su hijo había arañado para liberarse. Le seguía el paso, con cierta torpeza, el arcipreste BranzaBaginut, un hombre inmenso cuyo volumen, cubierto de arriba abajo con sus vestiduras canónicas de colores rojo y azafrán, parecía el de un barco de guerra sibornalés a toda vela. Su ancho rostro podía haber sido el del campeón de lucha del pueblo, salvo por una fugaz expresión humorística. Tenía fama de hombre sagaz y se sabía que apoyaba al rey, a quien consideraba un benefactor de la Iglesia.
BranzaBaginut era mucho más alto que su monarca. Acentuando el contraste, éste iba sin botas, vestido sólo con unos pantalones ajustados, y una sucia y blanca chaqueta entreabierta, que revelaba su pecho huesudo.
La habitación misma tenía un carácter incierto, entre depósito y cámara de recepción. Había muchas alfombras y cojines enmohecidos, mientras unas viejas vigas permanecían apiladas en un rincón. Las ventanas daban a un estrecho pasillo por donde pasaban ocasionalmente hombres que llevaban al patio pilas de papeles de SartoriIrvrash.
—Permíteme que interrogue a esta persona en materias religiosas —dijo BranzaBaginut al rey. Como no le fue negado, el dignatario desplazó su enorme cuerpo hacia Billy y preguntó—: El mundo del cual vienes ¿está regido por Akhanaba, el Supremo y Todopoderoso?
Billy se secó la boca, sin ningún deseo de dejar de comer.
—Sabes que no me costaría nada darte una respuesta que te agrade. Como no deseo disgustarte, ni disgustar a su majestad, ¿puedo dártela lo mismo, sabiendo que no es verdad?
—Ponte de pie para hablar conmigo, criatura. Responde a mi pregunta y enseguida te diré si me agrada o no.
Billy se irguió con nerviosismo ante el enorme eclesiástico.
—Señor, los dioses son necesarios para los hombres en ciertas etapas de su desarrollo… Quiero decir, todos nosotros necesitamos, cuando niños, un padre amante, justo y firme que nos apoye en nuestro camino hacia la adultez. Parecería que la adultez exige también una imagen similar a la de un padre, magnificada, para mantener su control. Esa imagen lleva el nombre de Dios. Sólo cuando una parte de la raza humana alcanza una adultez espiritual que le permite regular su propia conducta, desaparece la necesidad de los dioses, así como no tenemos ya necesidad de un padre vigilante cuando somos adultos y capaces de cuidar de nosotros mismos.
El arcipreste recorrió con la mano su vasta mejilla, aparentemente asombrado por esta explicación.
—Y tú perteneces a un mundo en el que cuidáis de vosotros sin necesidad de dioses. ¿Es eso lo que dices?
—Así es, señor. —Billy miró ansiosamente a su alrededor. El Capitán del Hielo estaba inclinado sobre el plato de comida que el rey le ofreciera, pero escuchaba con atención.
—Ese mundo de donde vienes, el Avernus, según he creído oír, ¿es un mundo feliz?
La pregunta aparentemente inocente del sacerdote sumió a Billy en una intensa confusión. Si su Consejero le hubiese preguntado eso mismo unas semanas antes, no habría tenido dudas. Habría contestado que la felicidad reside en el conocimiento y no en la superstición; en la certeza y no en la incertidumbre; en el control y no en el azar. Que el conocimiento, la certidumbre y el control eran los especiales beneficios de la vida en la estación observadora, y que gobernaban la vida de sus pobladores. Y en efecto, se hubiera reído, y también, quizá, el mismo Consejero se hubiera permitido una risita invernal; la idea de Akhanaba pudiera considerarse un dador de felicidad parecía realmente absurda.
En Heliconia todo era diferente. Aún podía reír de la idolátrica superstición del culto a Akhanaba. Pero sin embargo… Sin embargo… Veía ahora la profundidad de sentido de la expresión “sin dios”. Había escapado de un estado sin dios a un estado bárbaro. Y podía ver claramente, a pesar de su propio infortunio, en cuál de los dos mundos era más vigorosa la esperanza de vida y de felicidad.
Mientras Billy meditaba su respuesta, JandolAnganol, después de haber reflexionado en las anteriores palabras del extranjero, dijo en tono desafiante:
—¿Y si no tenemos la imagen fuerte de un padre que nos guíe a la adultez? ¿Qué ocurre en ese caso?
—Entonces, señor, Akhanaba bien puede ser un apoyo en nuestras dificultades. O también podemos rechazarlo por completo, como rechazamos a nuestro padre natural.
Esta respuesta hizo que al rey le volviera a sangrar la nariz.
Billy aprovechó la oportunidad para eludir la respuesta a la pregunta de BranzaBaginut, diciéndole, con más confianza de la que sentía:
—Señor, soy una persona de cierta importancia, y no he sido bien tratado en esta corte. Déjame en libertad. Puedo trabajar para ti. Puedo decirte cosas que necesitas saber acerca de tu mundo. Nada tengo que ganar…
El arcipreste dio una palmada con sus grandes manos y dijo con suavidad:
—No te engañes. No tienes ninguna importancia, excepto en la medida en que ayudes a acusar al canciller SartoriIrvrash de conspirar contra su real majestad.
—No has intentado siquiera estimar mi importancia. ¿Y si te dijera que miles de personas nos están mirando en este momento? Quieren saber cómo te conduces conmigo, quieren probarte. Su juicio influirá en la imagen que de ti pase a la historia.
Las mejillas del sacerdote enrojecieron.
—Pura charla. Nos contempla el Todopoderoso; nadie más. Controla tu lengua o terminarás en la hoguera. Con cierta desesperación, Billy se acercó al rey y le mostró su reloj.
—Te ruego que me pongas en libertad. Mira el objeto que llevo. Cada persona tiene uno en el Avernus. Indica la hora de Heliconia, del propio Avernus, y de un distante planeta que nos controla, la Tierra. Es un símbolo de los grandes pasos que hemos dado para conquistar nuestro entorno. Podría comunicar, a un auditorio interesado, maravillas superiores a lo que hay en Borlien.
En los ojos del rey apareció el interés. Bajó el pañuelo y preguntó:
—¿Podrías hacerme un arcabuz que funcione, como los de Sibornal?
—Eso no es nada. Yo…
—Entonces, un arcabuz de rueda. ¿Puedes hacerlo?
—Pues, no, yo… Señor, eso depende de las propiedades de los metales. Pero creo que podría hacer… Esas cosas son anticuadas en mi mundo.
—¿Qué clase de arma puedes hacer?
—Observa primero este reloj, señor; te ruego que lo aceptes como un presente, en prenda de confianza. —Sacudió el reloj ante el rey, quien no parecía inclinado a aceptarlo.—Luego déjame en libertad. Y después, permite que trabaje, a partir de los principios elementales, con algunos de tus hombres educados, como el arcipreste. Muy pronto podríamos construir una buena pistola, una radio, un motor de combustión interna…
Vio la expresión del rey y la de BranzaBaginut, cambió de idea acerca de lo que pensaba decir, y siguió alzando el reloj con aire de súplica.
Las pequeñas cifras se torcían y cambiaban ante la vista del rey, pero a éste no parecía importarle.
—¿Me dirá esta joya cuánto tiempo más reinaré? ¿Sabe acaso la edad de mi hija?
—Se trata de ciencia, señor, sólo ciencia, no magia. Su caja está hecha de platino extraído del espacio…
El rey apartó el reloj con un ademán.
—¡Desvarías! ¿Qué debo hacer contigo? ¿Para qué has venido aquí?
—He venido a ver a la reina, señor.
Estas palabras desconcertaron a JandolAnganol, quien retrocedió un paso, como si hubiese visto un fantasma. BranzaBaginut dijo:
—Entonces, ¿no sólo eres ateo sino además Myrdólatra? ¿Y esperas ser bienvenido aquí? ¿Por qué debe tolerar el rey tus enigmas? No eres un loco ni un bufón. ¿De dónde has salido? ¿Del sobaco de SartoriIrvrash?
Avanzó con gesto amenazante mientras Billy retrocedía hasta la pared. Se acercaron otros miembros de la corte, ansiosos por demostrar a su rey que preferían a los Myrdólatras asados.
Krillio Muntras se levantó de sus cojines y se aproximó a JandolAnganol, quien contemplaba la escena indeciso.
—Su majestad, ¿no convendría preguntar al prisionero qué nave lo trajo de ese otro mundo?
El rey no sabía, en apariencia, si debía enojarse o no. Pero dijo, cubriéndose la nariz:
—Pues bien, criatura, para complacer a nuestro mercader de hielo, ¿qué vehículo te ha traído aquí?
Después de rodear el perímetro de BranzaBaginut, Billy respondió:
—Mi barco era de metal; era una nave enteramente cerrada, que transportaba su propio aire. Puedo explicarlo con diagramas. Nuestra ciencia está adelantada y podría ayudar a Borlien… El barco me dejó en Heliconia sin dificultades y luego regresó por sí mismo a mi mundo.
—Entonces, ¿esa nave tiene una mente?