Heliconia - Verano

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Verano
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Es el verano del Gran Año en Heliconia. El rey de Borlien vive acosado por sus adversarios y por conflictos religiosos: tan sólo puede confiar en su Guardia Phagor. Finalmente deberá divorciarse de la hermosa reina Myrdeminggala y contraer matrimonio con la princesa del vecino Oldorando, que no es mas que una niña. Los eternos enemigos de los seres humanos, los phagors, se muestran menos beligerantes en esta época: pueden permitirse esperar y sacar provecho de la debilidad del rey y de su pueblo. Ésta es la segunda entrega de la saga épica de Heliconia. El planeta alcanza un clímax poderoso donde las tortuosas circunstancias arrastran a todos sus habitantes. La brillante prosa de Aldiss nos traslada una vez más a un universo extrañamente fascinante y verosímil.

Brian W. Aldiss

HELICONIA

Verano

ePUB v1.0

Mezki
01.09.11

Título original: Helliconia Summer

Traducción: Carlos Peralta

© 1983 Aldiss

© 1990 Minotauro

Más sirvientes tiene el hombre que él desconoce:

en todo sendero aplasta aquello que lo favorece

cuando la enfermedad lo debilita.

Ah, poderoso amor.

El hombre es un mundo y tiene otro que lo atiende.

GEORGE HERBERT, Hombre

I - LA COSTA MARINA DE BORLIEN

Las olas subían la pendiente de la playa, caían hacia atrás, y regresaban.

En el mar, a poca distancia, una masa rocosa coronada de vegetación interrumpía la procesión del oleaje. Señalaba la división entre aguas someras y profundas. Esa roca había sido parte de una montaña situada tierra adentro, hasta que las convulsiones volcánicas la habían arrojado a la bahía.

Esa roca estaba ahora domesticada por un nombre. Se la conocía como la Roca de Linien, y en honor de esta, la bahía y sus alrededores recibían el apelativo de Gravabagalinien. Más allá estaban los trémulos azules del Mar de las Águilas. La arena agitada enturbiaba las olas que rompían contra la costa dispersándose en ráfagas de espuma blanca. La espuma subía corriendo la cuesta para hundirse luego, voluptuosamente, en la playa.

Después de rodear el bastión de la Roca de Linien, las olas convergían desde distintos ángulos, chocaban con redoblado vigor y giraban en torno de las patas de un trono dorado que cuatro phagors depositaban en ese momento sobre la arena. Los diez dedos rosados de los pies de la reina de Borlien se hundieron en el agua.

Los descornados seres de dos filos permanecieron inmóviles. A pesar de lo mucho que temían el agua, apenas con un leve estremecimiento de sus orejas permitieron que el agua lechosa les hirviera alrededor de los pies.

Aunque hablan traído la carga real desde el palacio de Gravabagalinien, a media milla, no parecían fatigados. El calor era intenso, pero no se mostraban incómodos. Y tampoco revelaron interés cuando la reina caminó desnuda desde el trono hasta el mar.

Mas atrás de los phagors, sobre la arena seca, el mayordomo del palacio supervisaba a dos esclavos humanos que armaban una tienda y la cubrían luego con brillantes alfombras madi.

Pequeñas olas jugueteaban alrededor de los tobillos de la reina MyrdemInggala. Los campesinos de Borlien la llamaban “reina de reinas”. Con ella estaban la hija que había tenido con el rey, la princesa Tatro, y algunos de sus fieles acompañantes.

La princesa gritaba y saltaba de excitación. A la edad de dos años y tres decimos, consideraba el mar como un amigo enorme y sin mente.

—¡Oh, mira esa ola que viene, madre! ¡La más grande hasta ahora! Y la siguiente…, aquí viene… ¡Oooh! ¡Un monstruo grande como el cielo! ¡Cada vez más grandes! Más grandes, madre, ¡mira, madre! Mira esta, mira, va a estallar y… ¡Oh, aquí llega otra aun más inmensa! ¡Mira, mira, madre!

La reina asintió con gravedad ante el regocijo de su hija, entre olas pequeñas y tranquilas, y elevo la mirada hacia la distancia. Nubes de color pizarra se amontonaban en el horizonte sur, anunciando la próxima estación de los monzones. Las aguas profundas tenían una resonancia que la palabra "azul" no podía describir con exactitud. La reina veía celeste, aguamarina, turquesa, viridiana. Llevaba en un dedo el anillo que le había vendido un mercader de Oldorando, con una piedra —única y de origen desconocido— que reproducía los colores del mar por la mañana. Sentía que su vida, y la de su hija, eran a la existencia como esa piedra al océano.

De esa reserva de vida procedían las olas que encantaban a Tatro. Para la niña cada ola era un acontecimiento distinto, y lo experimentaba sin relación con el anterior y el siguiente. Cada ola era única. Tatro se demoraba aun en el eterno presente de la infancia.

Para la reina las olas representaban una operación continua, no solo del océano sino del proceso mundial. Ese proceso incluía el rechazo de ella por su marido, los ejércitos en marcha en el horizonte, el calor creciente y la vela que día tras día ansiaba ver en el mar. No podía escapar de ninguna de esas cosas. Pasadas o futuras, estaban implícitas en su peligroso presente.

Dijo adiós a Tatro, corrió hacia adelante y se zambullo en el agua. Se alejaba de la pequeña figura que vacilaba en la playa para desposarse con el océano. El anillo relucía mientras sus manos cortaban la superficie y nadaba hacia afuera.

El agua le rodeaba los miembros refrescándolos con lujuria. La reina sentía la energía del océano. Al frente, una línea de blancas rompientes señalaba la división entre las aguas de la bahía y el mar, en donde fluía una gran corriente hacia el oeste, separando las calurosas tierras de Campannlat de las heladas de Hespagorat y rodeando el mundo. MyrdemInggala nunca trasponía esa línea si no era acompañada por sus familiares.

Estos acudían ahora, atraídos por el olor de su feminidad. Se acercaban nadando. La reina se reunió con ellos; hablaban en una lengua orquestal que para ella aun era ajena. Le advertían que algo —algo desagradable— estaba a punto de ocurrir. Algo que emergería del mar, su reino.

El exilio había traído a la reina a este desamparado punto del extremo sur de Borlien, Gravabagalinien, Gravabagalinien la Antigua, encantada por un ejército espectral que mucho antes había perecido allá. Ese era todo su reducido reino. Y sin embargo, había descubierto otro reino, en el mar. Había sido por casualidad, un día en que había entrado al mar durante el periodo menstrual. En el agua, su olor había atraído a sus familiares. Estos se convirtieron luego en sus compañeros cotidianos, y en su consuelo por todo lo que había perdido y por todo lo que la amenazaba.

Escoltada por las criaturas, MyrdemInggala flotaba sobre su espalda, con las partes más delicadas de su cuerpo expuestas al calor de Batalix. El agua zumbaba en sus oídos. Tenía pechos pequeños, pezones color canela, caderas anchas, cintura angosta. EL sol resplandecía sobre su piel. Sus acompañantes humanos estaban cerca. Algunos nadaban junto a la Roca de Linien, otros en línea paralela a la playa; todos, de manera inconsciente, tenían a la reina como Punta de referencia. Sus voces competían con el estrépito de las olas.

Lejos de la costa, más allá de los desechos marinos, mas allá de los acantilados, se erguía el blanco y dorado palacio de Gravabagalinien, donde la reina en el exilio aguardaba el divorcio o el asesinato. A los ojos de los nadadores parecía una casa de juguete.

En la playa, los phagors permanecían quietos. Mar adentro, una vela estaba inmóvil. Las nubes del sur no se movían. Todo esperaba.

Pero el tiempo avanzaba. La medialuz se aproximaba a su fin; ninguna persona de rango, en esas latitudes, se exponía al cielo abierto cuando los dos soles estaban en lo alto. Y mientras transcurría la medialuz, las nubes se tornaban más amenazantes y la vela se inclinaba hacia el este, acercándose al Puerto de Ottassol.

A su debido tiempo, las olas trajeron un cadáver humano con ellas. Ese era el hecho desagradable anunciado por los familiares, que gemían de disgusto.

El cuerpo rodeo la Roca de Linien, como si todavía poseyera vida y voluntad, y fue arrojado a las aguas bajas. Allí quedó extendido, boca abajo. Un ave marina se poso en su hombro.

MyrdemInggala vio el destello blanco y se acerco para inspeccionar. Una de las damas de su corte ya estaba allí y miraba horrorizada el extraño pez. Su denso pelo negro, empapado de agua salada, formaba mechones puntiagudos. Un brazo, quizá roto, le rodeaba el cuello. El sol secaba ya su carne arrugada cuando la sombra de la reina cayó sobre ella.

El cuerpo estaba hinchado por la putrefacción. Unos diminutos camarones se desplazaron velozmente en el agua para alimentarse de una rodilla rota. Con el pie, la dama de la corte dio vuelta el cadáver, que cayó sobre la espalda. Olía mal.

Una masa bullente de peces cuchara colgaba del rostro, devorando los huecos de la boca y los ojos. Ni siquiera bajo el brillo de Batalix interrumpieron su tarea.

La reina se volvió velozmente al oír los pasos de unos pies pequeños. Tomó a Tatro y la alzo por encima de su cabeza; luego la besó y le sonrió para tranquilizarla y se alejó por la playa. Mientras lo hacia llama a su mayordomo.

—¡ScufBar! Quita eso de ahí. Hazlo quemar tan pronto como puedas. Fuera de las viejas murallas.

El criado se puso de pie a la sombra de la tienda, quitándose la arena del charfrul.

—De inmediato, señora —dijo.

Mas tarde la reina, movida por la ansiedad, encontró otro medio para eliminar el cadáver.

—Conozco cierto hombre en Ottassol. Llévaselo —dijo a su pequeño mayordomo, clavándole la mirada—. Compra cuerpos. Y también te daré una carta, aunque no para el anatomista. A este último no debes decirle de donde vienes, ¿has comprendido?

—¿Quién es ese hombre, señora? —ScufBar parecía la imagen misma de la renuencia.

—Se llama CaraBansity. No debes mencionar mi nombre. Tiene fama de hombre astuto.

Se esforzó por ocultar su turbación ante los criados, sin imaginar que un día su honor estaría en manos de CaraBansity.

Debajo del chirriante palacio de madera había un panal de fríos sótanos. Algunos estaban repletos de bloques de hielo, cortados de un glaciar del lejano Hespagorat.

Cuando los dos soles se pusieron, el mayordomo ScufBar descendió al sótano llevando sobre la cabeza una linterna de aceite de ballena. Un niño esclavo lo seguía asido al ruedo de su charfrul para no caer. En su deseo de protegerse contra una vida laboriosa, ScufBar había desarrollado un vientre prominente, un pecho hundido y unos hombros redondeados, como para proclamar su insignificancia, eludiendo de ese modo nuevas obligaciones. Pero esta vez, la protección no había servido. La reina tenia un encargo para él.

Se puso un delantal y unos guantes de cuero. Apartando las esteras que cubrían una pila de bloques, entrego la linterna al chico y tomo una piqueta para hielo. Con dos golpes desprendió un trozo del bloque más cercano.

Alzándolo y quejándose, para convencer al chico de lo pesado que era, subió lentamente la escalera. Hizo que el esclavo cerrara la puerta. Unos perros de tamaño monstruoso lo recibieron; erraban sin cesar por los oscuros corredores. Conocían a ScufBar y no ladraron.

Cargando el hielo, traspuso una puerta trasera que daba al aire libre. Esperó hasta oír que el chico esclavo corría el cerrojo en el interior. Solo entonces empezó a cruzar el patio.

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