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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Verano (10 page)

BOOK: Heliconia - Verano
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Cuando comprendieron que el enemigo profanaba sus praderas y escupía sobre sus runts, los stalluns y las gillots empezaron a avanzar. Prácticamente carecían de miedo, aunque el calor Haifa que estuviesen menos alerta. Los runts iban con ellos, pidiendo ser alzados.

Mientras la Segunda Guardia Phagoriana avanzaba, KolobEktofer dio ordenes al resto del ejercito, que se puso en marcha levantando una gran polvareda. Estos movimientos generaron otros, recíprocos, en el campo Driat. Sus desordenadas tropas se pusieron en línea y avanzaron hacia la confrontación. Las dos fuerzas debían encontrarse en el terreno situado al pie de las Sierras, entre la entrada a la hondonada y la meseta.

Ambos bandos iniciaron una marcha rápida, la cual se tornaba más lenta a medida que el encuentro se hacía inevitable; el campo de batalla estaba sembrado de rocas partidas, que evocaban los levantamientos tectónicos que aún dominaban la zona. Era cosa de encontrar el mejor camino hacia el enemigo.

Los gritos generales cedieron su lugar al insulto personal cuando las fuerzas opuestas se acercaron. Las botas hacían ruido sin avanzar. Los hombres se enfrentaban, poco deseosos de acortar la escasa distancia que los separaba. Los jefes Driat aullaban y empujaban desde la retaguardia, sin resultados. Darvlish galopaba de un lado a otro detrás de sus hombres, insultándolos, llamándolos cobardes y devoradores de piojos; pero los hombres de las tribus no estaban acostumbrados a este tipo de guerra. Preferían el veloz ataque y la rápida retirada.

Se arrojaron jabalinas. Por fin, las espadas chocaron contra las espadas y las hojas contra los cuerpos. Los insultos se convirtieron en gritos. Las aves empezaron a reunirse en el cielo. Darvlish se lanzo a todo galope. El destacamento de JandolAnganol apareció detrás de la meseta, y cargó a marcha moderada contra el flanco derecho de los Driats, como estaba previsto.

Se oyeron entonces gritos de triunfo desde las Sierras, por encima de la batalla. A la sombra de las montañas, las mujeres de la tribu —prostitutas, seguidoras de los campamentos, brujas salvajes— estaban ocultas, emboscadas. Solo esperaban a que el enemigo hiciera el movimiento previsto, rodeando la meseta. Entonces se pusieron de pie y lanzaron rocas al barranco, iniciando una avalancha que cayo rugiendo sobre la Segunda Guardia Phagoriana. Los phagors, consternados, fueron barridos como en un juego de bolos. Muchos de sus hijos murieron con ellos.

El fiel sargento Bull fue el primero en sospechar que las mujeres de la tribu no debían de estar lejos. Las mujeres le interesaban particularmente. Había avanzado con una pequeña columna de hombres mientras el combate de insultos estaba en su apogeo. Cubierta por anchos cactos, su columna descendió hasta la hondonada, a través de los espinos, y luego de rodear a las fuerzas Driats, logro trepar a las Sierras sin ser vista.

La ascensión fue una hazaña. Bull no cedió. Llevo a sus hombres a bastante altura; hallaron un sendero cubierto de heces humanas frescas. Sonrieron, pues el descubrimiento parecía confirmar sus sospechas. Ascendieron aún más. Cuando llegaron a otro sendero, todo fue más fácil. Se arrastraron por él, para no ser divisados por ninguno de los dos ejércitos. Su recompensa fue ver cuarenta o más mujeres de la tribu, envueltas en pestilentes mantas y faldas, de cuclillas en la ladera, algo mas abajo.

Las rocas que esas arpías habían amontonado ante ellas contaban su propia historia.

Para trepar mejor, los hombres habían prescindido de sus lanzas, y solo iban provistos de unas espadas cortas. La montaña era demasiado escarpada como para lanzarse a la carga contra aquellas mujeres. Lo mejor era luchar utilizando sus mismas armas, es decir, bombardearlas con piedras.

Fue preciso reunirlas en silencio, cuidando de que ninguna rodara y delatara su posición. La columna de Bull todavía estaba en esta tarea cuando la Segunda Guardia Phagoriana pasó junto a la meseta, y las mujeres se pusieron en movimiento.

—¡Adelante, mis bravos! —gritó Bull. Lanzaron una descarga de piedras. Las mujeres se dispersaron chillando, pero no antes de que su avalancha casera entrara en acción. Mas abajo, los phagors yacían aniquilados.

Con este aliento, las hordas Driat lucharon con renovado ánimo contra el grueso de las fuerzas de Borlien; las primeras filas utilizaban largas espadas centelleantes, y las posteriores lanzaban jabalinas. Confundidos, los hombres se dividieron en grupos dispersos. El polvo cubría la escena. Se oían golpes, gritos, gemidos.

Bull contemplaba el combate desde su posición privilegiada. Hubiese querido estar en lo mas duro de la lucha. Por momentos podía ver la gigantesca figura del comandante, corriendo de un grupo a otro, animando a los hombres, blandiendo su espada ensangrentada. También podía ver el fuerte de barro situado sobre la meseta. El rey se había equivocado. Allí, entre los asokins, había guerreros ocultos.

La marea del combate rodeaba la base de la meseta, excepto donde la avalancha de piedras había cubierto los cuerpos de los phagors de la Segunda. Bull gritó para advertir del peligro a KolobEktofer, pero su voz quedo oculta entre el ruido de la batalla.

Bull ordenó a sus hombres descender por el noroeste e incorporarse a la lucha. El mismo inició el descenso, resbalando y cayendo hasta que logró incorporarse sobre las manos y las rodillas en el reborde donde habían estado las mujeres de la tribu. Una mujer joven, herida en la rodilla, se lanzo sobre Bull armada con un cuchillo. Él le torció el brazo, le hundió la cara en el suelo y de una patada lanzó su arma al precipicio.

—Ya me ocupare de ti mas tarde, puta —dijo.

Al huir, las mujeres habían abandonado sus jabalinas. Recogió una y la equilibró. Desde ese punto, algo mas abajo, apenas podía ver las espaldas de los hombres agazapados detrás de sus muros. Pero uno de ellos, mirando a través de una hendidura, lo descubrió y, poniéndose de pie, alzó su arma misteriosa hasta la altura del pecho mientras otro afirmaba el extremo contra su hombro.

Bull lanzó la jabalina con todas sus fuerzas. Al principio voló en línea recta hacia el blanco, pero luego cayó fuera de los muros del fuerte.

Mientras miraba con disgusto, Bull vio brotar una nubecilla de humo del arma que los dos hombres apuntaban contra él. Algo parecido a una abeja zumbo junto a su oído.

Buscando entre las ollas y los harapos, Bull recogió otra jabalina y nuevamente se preparó para lanzarla.

Los dos hombres de la meseta estaban también ocupados, metiendo algo por el extremo del arma. Volvieron a su posición inicial, y otra vez Bull, mientras lanzaba su jabalina, vio una bocanada de humo y escucho un ruido. Al instante siguiente, algo le dio un violentísimo golpe en el hombro izquierdo, obligándole a girar sobre sus pies. Cayó hacia atrás sobre el angosto reborde.

La mujer herida logro ponerse de pie, tomó una jabalina y se preparó para hundírsela en el vientre. Él la derribó a puntapiés, aferró su cuello con el brazo derecho y ambos cayeron rodando por el sendero.

Mientras tanto, los mosqueteros de la meseta, a plena vista, empezaron a descargar sus novedosas armas contra los hombres de KolobEktofer. Darvlish gritó de alegría y lanzó su biyelk al ataque. En ese momento comprendió que el éxito podía ser suyo.

Consternado por lo que había ocurrido a las fuerzas del rey, KolobEktofer continuaba el ataque; pero el fuego de los mosquetes producía efectos devastadores sobre sus hombres. Algunos fueron heridos. A nadie le agradaba el carácter cobarde de esa innovación que podía matar a distancia. KolobEktofer supo enseguida que los Driats habían comprado esas armas a los sibornaleses, o a otras tribus con las que comerciaban. El Quinto vacilaba. La única forma de obtener una victoria era silenciar el fuerte sin demora.

Sin perdida de tiempo reunió a seis curtidos veteranos; los restos de las fuerzas de JandolAnganol estaban en peligro. Con la espada desenvainada, el comandante condujo a sus hombres hacia el único sendero por donde se podía acceder a la parte superior de la meseta, formada por una acumulación de rocas.

Cuando el grupo de KolobEktofer llegó al fuerte, una explosión lo recibió. Uno de los mosquetes sibornaleses había reventado, matando a uno de sus servidores. Poco después las demás armas —eran once en total— se atascaron o se quedaron sin pólvora. Los Driats no tenían experiencia en su mantenimiento. Desmoralizada, la compañía aceptó la masacre. No esperaban piedad, ni la encontraron.

Esa matanza fue observada por los Driats que rodeaban la meseta. Las fuerzas del rey, o lo que quedaba de ellas, advirtiendo que sus mejores lideres habían desaparecido, resolvieron retirarse mientras estaban todavía razonablemente enteras.

Algunos de los jóvenes tenientes de KolobEktofer intentaron abrirse Paso hacia el rey, pero al no recibir apoyo, perecieron. El resto giró y corrió buscando protección, perseguidos por los Driats, quienes lanzaban amenazas capaces de helar la sangre.

Aunque KolobEktofer y sus compañeros lucharon con gran valor, fueron dominados. Despedazaron sus cuerpos, arrojándolos luego al fondo de la hondonada. Enloquecidos por la victoria, a pesar de sus numerosas bajas, Darvlish y sus hombres se dividieron en grupos para dar caza a los sobrevivientes. Al caer la noche, solo los buitres y los animales furtivos se movían aún en el campo de batalla. Esta fue la primera vez que se usaron armas de fuego contra Borlien.

En una conocida casa en las afueras de Matrassyl, cierto mercader de hielo se despertaba. La prostituta cuya cama había compartido la noche anterior estaba ya levantada y bostezando. El mercader de hielo se incorporó sobre un codo, se rasco el pecho y tosió. Era justamente antes de la salida de Freyr.

—¿Tienes pellamonte, Metty? —pregunto. —Ya esta hirviendo —dijo ella, en un susurro. Desde que la conocía, Metty tomaba té de pellamonte por la mañana, muy temprano.

El se sentó en el borde de la cama y observó a la mujer moviéndose en la penumbra. Se cubrió. Ahora que el deseo, se había ido, su cuerpo no le causaba ningún orgullo; estaba demasiado grueso.

Siguió a la mujer hasta la pequeña cocina-cuarto de baño, junto a la casa. Un fuelle había reanimado las brasas de carbón, y sobre ellas cantaba una tetera. Esas brasas eran la única luz de la habitación, aparte de los jirones de madrugada que se filtraban por un postigo roto.

A esa pobre luz observó a Metty, que preparaba el té como si fuera su esposa. Si, era vieja, pensó mientras miraba su rostro fino y anguloso: probablemente veintinueve, treinta quizá. Sólo cinco años menor que él. No era bonita, pero si buena en la cama. Ya no era una prostituta. Una prostituta retirada. Suspiró. Ella solo recibía a sus viejos amigos, y como un favor.

Metty estaba vestida para ir a la iglesia; parecía compuesta y conservadora.

—¿Que decías?

—No quería despertarte, Krillio.

—Está bien. —Sintió afecto y agregó: —No quería marcharme sin despedirme y darte las gracias.

—Ahora volverás con tu mujer y tu familia.

Ella no lo miraba, concentrada en disponer unas hojitas de hierba en dos tazas. Su boca formaba un mohín. Sus movimientos eran precisos, como todo en ella.

La embarcación del mercader de hielo había amarrado muy tarde el día anterior. Venía de Lordryardry con su carga habitual, después de cruzar el Mar de las Águilas hasta Ottassol, y luego Por el correntoso Takissa hasta Matrassyl. En este viaje, además de hielo, había traído a su hijo Div, para que conociera a los demás mercaderes y se familiarizara con la ruta. Y para presentar a Div en casa de Metty, a la que él había concurrido durante todo el tiempo en que había comerciado con el palacio real. El muchacho estaba atrasado en todo.

Metty tenia una muchacha preparada para Div; era una huérfana de las Guerras Occidentales, bella y delgada, de boca atractiva y pelo limpio. A primera vista parecía tan inexperta como Div. Krillio la había examinado, poniendo una moneda en su kooni para ver si estaba libre de enfermedades. La moneda de cobre no se había vuelto Verde, y el se había dado por satisfecho. 0 casi. Quería lo mejor para su hijo, por tonto que fuese.

—Metty, ¿no tenías una hija de la edad de Div?

Ella no era una persona comunicativa.

—¿No sirve esta chica? —Le dirigió una mirada que parecía decir: “Ocúpate de los asuntos, y yo me ocupare de los míos”. Y luego, ablandada, quizá porque el siempre era generoso con su dinero, y porque ya nunca mas regresaría, dijo: Mi hija Abathy quiere progresar y marcharse a Ottassol. Yo le digo, nada hay en Ottassol que no puedas encontrar aquí. Pero quiere conocer el mar. Lo único que hallaras son marineros, le digo.

—¿Y donde esta Abathy ahora?

—Se arregla muy bien sin mi. Tiene una habitación, cortinas, ropas. Cuando gane un poco de dinero se irá al sur. Enseguida encontró un rico dispuesto a darle protección, siendo tan joven y bonita.

El mercader de hielo vio los celos reprimidos en la mirada de Metty, y asintió. Siempre curioso, no pudo resistir la tentación de preguntar quien era ese protector.

Metty lanzo una rápida mirada al torpe y joven Div y a la muchacha, ambos de pie junto a un diván, impacientes por que los mayores se marcharan. Con expresión extraña —poco convencida de la conveniencia de hablar— murmuro un nombre en la sucia oreja del mercader.

Este suspiro con dramatismo.

—Oh.

Pero tanto él como Metty eran demasiado viejos y pervertidos para asombrarse de algo. —¿Te vas, padre? —preguntó Div. Se había marchado entonces, dejando que Div se arreglara lo mejor que pudiera. Que tontos eran los hombres cuando jóvenes, que lamentables desechos cuando viejos.

Y ahora, mientras llegaba la mañana, Div estaría dormido, con su cabeza junto a la de la chica, en su pequeña habitación. Pero todo el placer que había experimentado la noche anterior, al cumplir con su deber de padre, había desaparecido. Se sentía hambriento y sabía que no debía pedir comida a Metty. Tenía las piernas rígidas; las camas de las prostitutas no estaban hechas para dormir en ellas.

Reflexionando, el mercader de hielo comprendió que la noche anterior había celebrado, sin quererlo, una ceremonia. Al poner a su hijo en manos de la joven prostituta, había renunciado a su antigua concupiscencia. ¿Y que ocurría cuando esta se desvanecía? En un tiempo, las mujeres lo habían reducido a la mendicidad; había creado un prospero negocio, y jamás había dejado de perseguir apasionadamente a las mujeres. Si ese interés central se marchitaba, algo debería ocupar el vacío.

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