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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Verano (11 page)

BOOK: Heliconia - Verano
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Pensó en su propio continente sin dioses, en Hespagorat. Si, Hespagorat necesitaba un Dios, aunque por cierto no el de este Campannlat infectado de religión.

Suspiro y se pregunto por que razón lo que había entre los delgados muslos de Metty parecía tanto mas poderoso que un dios.

—¿Vas a la iglesia? Pierdes el tiempo.

Ella asintió. Con los clientes no se discute.

Tomo la taza que ella le ofrecía, acunando su calor en la mano, y fue hasta el umbral de la habitación sin puerta.

Allí se detuvo y miro hacia atrás.

Metty no perdió tiempo con su té de pellamonte. Le agrego agua fría y lo bebió de un trago. Luego se puso unos guantes negros hasta el codo, y ajustó el encaje sobre su piel arrugada.

Al observar que el hombre tenia puestos los ojos en ella, dijo:

—Puedes volver a la cama. Nadie esta despierto en la casa todavía.

—Tú y yo siempre nos hemos llevado bien, Metty. —Decidido a obtener de ella una expresión afectuosa, agregó:— Me llevo mejor contigo que con mi propia esposa o con mi hija.

Metty oía confesiones similares a diario.

—Espero ver a Div en el próximo viaje, Krillio. Adiós. —Lo dijo de un modo resuelto, mientras avanzaba; él tuvo que hacerse a un lado para dejarla pasar. Retrocedió, y ella paso velozmente, aun atareada con su guante. Expresaba con claridad que la idea de que entre ellos hubiera algún afecto era pura imaginación. Su mente estaba centrada en algo que excluía a aquel hombre.

Llevando su taza hasta la cama, bebió a sorbos el té caliente. Abrió el postigo para sentir el placer o el dolor, o lo que fuera, de verla alejarse por la calle silenciosa. Las casas estaban cerradas y descoloridas; algo en su aspecto lo inquieto. La oscuridad se demoraba aun en las callejuelas laterales. Solo se veía una persona: un hombre que avanzaba como un sonámbulo, apoyándose con la mano en las paredes. Detrás de él había un phagor pequeño, un runt, que gemía.

Metty emergió de la puerta, junto a la ventana por donde miraba el mercader de hielo, y dio un paso en la calle. Se detuvo cuando vio acercarse al hombre. Krillio pensó: “Ella sabe todo acerca de los borrachos”. El alcohol y las mujeres livianas iban juntos, en todos los continentes. Pero ese hombre no era un borracho. De su pierna goteaba sangre sobre el empedrado.

—Ya bajo, Metty —dijo. Un momento después, todavía sin camisa, se acercó a ella en la calle espectral. La mujer no se había movido.

—Déjalo, esta herido. No quiero que venga a mi casa. Causará problemas.

El herido gimió, trastabillando contra la pared. Se detuvo, alzó la cabeza y miro al mercader de hielo.

Este quedó boquiabierto de asombro.

—¡Metty! —exclamó—. Es el rey…, ¡el rey JandolAnganol!

Corrieron hasta él, lo sostuvieron y lo llevaron al amparo del prostíbulo.

Pocos hombres del rey lograron regresar a Matrassyl. La Batalla del Cosgatt, como se la llamó luego, fue una espantosa derrota. Ese día, los buitres alabaron el nombre de Darvlish.

Cuando se recuperó, el rey —que fue atendido en el palacio por su piadosa reina MyrdemInggala— declaró en la scritina que una gran fuerza enemiga había sido dispersada. Pero las baladas que vendían los buhoneros decían cosas muy distintas. Se lamentó en particular la muerte de KolobEktofer. Bull era recordado con admiración en los barrios pobres de Matrassyl. Ninguno de ellos regresó al hogar.

Mientras JandolAnganol yacía en su cámara, débil aun por las heridas, llegó a la conclusión de que, para sobrevivir, Borlien debía lograr una estrecha alianza con sus vecinos del Santo Imperio Pannovalano, en especial con Oldorando y Pannoval. Y él debía adquirir, a cualquier costo, la artillería de mano que los bandidos de la frontera habían utilizado de modo tan devastador.

Discutió todos estos asuntos con sus consejeros. En su aprobación estaba ya la semilla del plan de su divorcio y su nuevo matrimonio dinástico, que medio año mas tarde llevaría al rey JandolAnganol a Gravabagalinien; que lo alejaría de su hermosa reina; que lo privaría de su hijo, y que, por una fatalidad aún mas extraña, lo enfrentaría con otra muerte, atribuida a la raza protognóstica de los Madis.

V - EL CAMINO DE LOS MADIS

Los Madis del continente de Campannlat eran una raza aparte. Sus costumbres los diferenciaban a la vez de humanos y phagors. Y sus tribus vivían separadas entre sí.

Una tribu avanzaba lentamente hacia el oeste, a través de una región de Hazziz que se había convertido en un desierto, a varias jornadas de Matrassyl.

La tribu estaba en marcha sin que nadie recordara desde cuando. Ni los protognósticos, ni las naciones que los veían pasar, podían decir cuando o donde los Madis habían iniciado su viaje. Eran nómades. Marchando parían a sus hijos, crecían y se casaban, y marchando morían.

Su palabra para "vida", era Ahd, que significa "el viaje".

Los pocos seres humanos que se interesaban en los Madis sostenían que era el Ahd lo que los mantenía aparte. Otros creían que era su lenguaje. Ese lenguaje era una canción, cuya melodía parecía dominar a las palabras. La lengua Madi era tan compleja e incompleta que parecía confinar a la tribu en su viaje, al tiempo que cautivaba a todo ser humano que intentara aprenderla.

Ahora un joven trataba de hacerlo.

Cuando niño se había esforzado por hablar hr'Madi'h. Luego, ya adolescente, había retomado esos estudios con mayor seriedad.

Estaba esperando junto a un pilar de piedra donde había inscrito un símbolo religioso. Señalaba un limite, o una octava de terreno, o una línea de seguridad, aunque no le preocupaban mucho esas viejas creencias.

Los Madis se acercaban en hilera o en grupos irregulares, precedidos por una suave melodía. Pasaron a su lado sin mirarlo, aunque muchos de los adultos rozaron el pilar en que se apoyaba. Tanto los hombres como las mujeres iban vestidos con ropas de arpillera ceñidas a la cintura. Su indumentaria incluía unas altas capuchas rígidas que se subían cuando el tiempo era malo, dando a quienes las usaban un aspecto grotesco. Sus zapatos de madera estaban toscamente confeccionados, como si a quienes debían llevarlos a lo largo del Ahd no les importaran para nada sus pies.

El joven podía ver la larga hilera curvándose como una hebra en el semidesierto. No tenía fin. La polvareda, que flotaba sobre ella, la velaba por mementos. Los Madis marchaban entre el murmullo del lenguaje protognóstico. De pronto, alguien cantaba algo a los demás, y las notas recorrían la fila como recorre la sangre una arteria. En otro tiempo el joven había creído que ese discurso era un comentario sobre la marcha; ahora se inclinaba a pensar que se trataba de alguna clase de narración, pero no tenía idea acerca de que podía tratar, puesto que para los Madis no existían el pasado ni el futuro.

Aguardaba su momento.

Estudiaba los rostros que venían hacia él, como si buscara a alguien querido y olvidado, esperando un signo. Aunque físicamente los Madis parecían humanos, sus rostros poseían una turbadora cualidad —su inocencia protognóstica —, que recordaba el rostro de los animales o de las flores.

Había un rostro Madi común. Ojos salientes, con pupilas castaño claro, y tupidas pestañas. Nariz aquilina, a tal punto que recordaba el pico de un loro. Frente y mandíbula inferior algo retraídas. A los ojos del joven, el efecto general era asombrosamente hermoso. Le recordaba a un bello perro híbrido que adorara en su infancia, y también las flores blancas y marrones del dogthrush.

Un rasgo peculiar distinguía los rostros masculinos de los femeninos. Los varones tenían dos protuberancias en las sienes y otras dos en el mentón. A veces, estaban cubiertas de pelo. En una oportunidad el joven había visto a un varón de cuyas protuberancias emergían unos cuernos cortos.

Mientras pasaban, el joven contemplaba con cariño esas caras. Respondía a la sencillez Madi. Sin embargo, en su mente ardía el odio. Ansiaba matar a su padre, el rey de Borlien, JandolAnganol.

El movimiento y el murmullo transcurrían a su lado. De pronto, ¡el signo!

—¡Oh, gracias! —exclamó, y dio un paso adelante.

Una hembra Madi, que conducía arangs, había apartado la vista del camino para mirarlo de frente con la Mirada de la Aceptación. Era una mirada anónima, que desapareció tan rápido como había surgido, un destello de inteligencia que no era preciso mantener. Echó a andar junto a la mujer, pero ella no le prestó mas atención: la Mirada había sido enviada.

Él era ahora parte del Ahd.

Los migrantes iban acompañados por sus animales; los había de carga como el yelk, capturados en sus grandes campos de pastoreo durante el verano, y otros semidomesticados, como varias clases de arangs, ovejas y fhlebihts —todos ellos animales de pezuña— y también perros y asokins, los cuales parecían tan entregados a su vida migratoria como sus amos.

El joven, que se daba a sí mismo el nombre de Roba y detestaba su título de príncipe, recordaba con desdén como las aburridas damas de la corte de su padre bostezaban y deseaban ser “tan libres como los Madis vagabundos”. Los Madis, sin mayor conciencia que la de un perro inteligente, estaban esclavizados por el modelo de sus vidas.

Acampaban por la noche y a la salida del sol se ponían en marcha siguiendo un plan irregular. Durante el día había periodos de descanso, pero estos eran breves y no se tenía en cuenta si en el cielo había uno o dos soles. Roba se convenció de que eran incapaces de comprender tales asuntos; los Madis se limitaban a su camino.

Algunos días había obstáculos en la ruta, una ladera montañosa, un río que era preciso cruzar. La tribu hacía lo que fuera necesario a su modo nada demostrativo. A veces se perdía una oveja, moría una persona anciana, se ahogaba un niño. Pero el Ahd proseguía, y la armonía del discurso no cesaba.

A la puesta de Batalix, la tribu se detuvo poco a poco. Se cantaron una y otra vez las palabras que significaban agua y lana. Si había un dios Madi, estaba hecho de agua y de lana.

Los hombres se ocuparon de dar de beber a todos los animales del rebano antes de preparar la principal comida del día. Las mujeres y muchachas bajaron sus rústicos relates de los animales de carga y se entregaron al tejido de tapices y prendas de lana tenida.

El agua era su necesidad; la lana, su mayor bien.

—El agua es Ahd, la lana es Ahd. —La canción era imprecisa, pero reconocía la verdad.

Los hombres esquilaban a sus animales y tenían la lana; a partir de los cuatro años, las niñas la hilaban con sus husos a lo largo del camino. Todo lo que producían estaba hecho de lana. La del fhlebiht era la más delicada, y con ella se tejían túnicas satara, dignas de una reina.

Las prendas eran apiladas sobre los animales de carga, o bien llevadas por los machos y las hembras Madi debajo de sus burdos sayales. Mas tarde, comerciaban con ellas en alguna de las ciudades de la ruta, Distack, Yicch, Oldorando, Akace…

Cuando estaba completamente oscuro, cenaban, luego de lo cual codas —hembras, machos, animales— dormían en montón.

Las hembras entraban en celo pocas veces. Cuando fue el turno de la que viajaba con Roba, se volvió y lo tomo entre sus brazos buscando placer. Accesos de canto señalaban sus orgasmos.

El camino que seguían los Madis estaba tan predeterminado como el plan de sus días. Viajaban hacia el este o el oeste por distintos senderos; senderos que en ocasiones se encontraban, y otras se apartaban centenares de millas. Un viaje en una dirección llevaba un año pequeño completo; y todo el conocimiento del Paso del tiempo que poseían se expresaba en términos de distancia. Cuando Roba comprendió esto, empezó a comprender el hr'Madi'h.

Que el Viaje duraba desde hacía siglos, y quizás mas siglos antes de los primeros, era evidente por la flora que crecía a lo largo de su camino. Esas criaturas de rostro de flor, que solo poseían sus animales, dejaban caer cosas, diseminaban heces y semillas. Mientras caminaban, las mujeres arrancaban bayas o flores de plantas como afram, henna, eléboro púrpura. De ellas obtenían los tintes para sus tejidos. Y arrojaban las semillas, juntamente con las de plantas alimenticias como el centeno. Esporas y semillas se adherían al pelaje de los animales.

El Viaje devastaba temporariamente los campos a lo largo de todo su recorrido. Pero también hacía que la tierra floreciera.

Incluso en el semidesierto, los Madis avanzaban por una avenida de árboles, arbustos, hierbas, que ellos mismos habían sembrado por accidente. Incluso en áridas laderas crecían flores que solo se veían en los llanos. La avenida del este y la del oeste —que los Madis llamaban ucts— corrían como cintas, a veces entrelazadas, a través del continente ecuatorial de Heliconia, siguiendo un rastro original de desechos.

Caminando sin cesar, Roba olvidó sus conexiones humanas y el odio a su padre. El Viaje a través de los ucts era su vida, su Ahd. A veces lograba engañarse y creía comprender la narración murmurada que recorría el torrente sanguíneo diario.

Aunque prefería la vida nómada a las intrigas de la corte, le costaba adaptarse a los hábitos Madis en lo referente a la alimentación. Habían conservado el temor al fuego, de modo que su cocina era primitiva, aunque hacían un pan ácimo al que llamaban la'hrap, poniendo la masa sobre piedras calientes. Luego lo guardaban, y se comía fresco o rancio, acompañado de leche o sangre de sus animales. A veces, durante los festines, comían carne cruda pulverizada.

La sangre era importante para ellos. Roba luchaba con un conjunto de palabras y frases que de algún modo guardaban relación con los viajes, la sangre, el alimento, y el dios-en-la-sangre. A menudo por la noche se repetía que cuando todos estuvieran descansando aprovecharía para poner en limpio sus pensamientos y anotar cuanto había aprendido; pero después de la cena, él, como los demás, también se echaba a dormir.

No había poder capaz de impedir que sus párpados se cerraran. Dormía sin sueños, como imaginaba que lo hacían sus compañeros de viaje. Pensaba que si alguna vez aprendían a sonar, tal vez conquistarían esa esquina misteriosa que separaba su existencia de la humana.

Cuando se apartó de su lado la hembra que lo abrazara en procura de un instante de placer, Roba se pregunto, antes de quedarse dormido, si ella era feliz. No había modo de que él pudiera preguntarlo ni de que ella pudiera responder. ¿Y él? Había sido amorosamente educado por su madre, la reina de reinas, y sin embargo, sabía que en toda felicidad humana hay una pena incurable. Quizá los Madis huían de esa pena mediante el recurso de no convertirse en humanos.

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