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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Verano (12 page)

BOOK: Heliconia - Verano
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La niebla formaba espirales sobre el Takissa y Matrassyl, pero por encima de la ciudad brillaban los dos soles. Como la atmósfera del palacio la sofocaba, la reina MyrdemInggala estaba afuera, en su hamaca.

Había pasado la mañana hablando con suplicantes. Conocía por su nombre a muchos de los ciudadanos. Ahora soñaba a la sombra de un pequeño pabellón de mármol. Estos sueños se referían al rey, quien una vez repuesto de sus heridas, sin decir palabra, había salido de viaje, según decían algunos a Oldorando, río arriba. Ella no había sido invitada. En cambio, el rey había llevado consigo al pequeño phagor huérfano, sobreviviente, como él, de la Batalla del Cosgatt.

Junto al pabellón, Mai TolramKetinet, la principal de las damas de compañía de MyrdemInggala, entretenía a la princesa Tatro con un pájaro de madera que movía las alas. Diseminados sobre las losas del pabellón, había otros juguetes y libros de cuentos.

Apenas consciente del parloteo de su hijita, la reina dejaba que el pájaro volara, libre, en su mente. Lo condujo hasta las ramas de un árbol de gwing-gwing, cuyos frutos maduros colgaban en racimos. Por la magia de sus pensamientos, Freyr no era mis que un inofensivo gwing-gwing. Su amenazante proximidad solo implicaba una fructífera madurez. Por el influjo de esa misma magia, la reina adormecida sentía que ella misma era y no era, a la vez, la suave carne del gwing-gwing.

La carne de esas frutas tocaba el suelo al caer. Una suave pelusa cubría esas pequeñas esferas estivales. Rodaban debajo de los cercos, caían sobre musgo aterciopelado, apoyaban sobre el verde sus suaves mejillas. Entonces llegaba el jabalí.

Era un jabalí y también su marido, su amo, su rey.

El jabalí saltaba sobre las frutas, las aplastaba, las devoraba hasta que sus mandíbulas rezumaban. Mientras ella llenaba el jardín con sus fragantes pensamientos, suplicaba a Afanaba que la librara de esa violación o, más bien, que la dejara gozar sin castigarla por sus excesos. Los cometas atravesaban el cielo, la niebla hervía sobre la ciudad, el calor de Freyr caía sobre el mundo porque ella se permitía soñar con el jabalí.

Ahora, en su imaginación, el rey estaba sobre ella. Arqueaba su inmenso lomo hirsuto. Había noches, noches de verano, en que él la llamaba a su dormitorio. Ella iba, ungida, descalza. Mai llevaba la lámpara de aceite de ballena, con la llama protegida por una burbuja de cristal como un vino incandescente. Ella comparecía ante él sabiendo que era la reina de reinas. Sus ojos eran anchos y negros; ya sus pezones estaban encendidos y entre sus muslos había un huerto vivo de gwing-gwings maduros para el colmillo.

Ambos se entregaban a sus abrazos con una pasión siempre nueva. Él la llamaba por un apodo cariñoso, como un niño que llama mientras duerme. Sus carnes y sus almas parecían elevarse como el vapor de dos manantiales hirvientes que se encuentran.

Mai TolramKetinet, de pie junto a la cama, arrojaba luz sobre aquel éxtasis. Nada debía privarlos de la contemplación de sus cuerpos desnudos.

A veces la muchacha, vencida la serenidad de su naturaleza diurna, deslizaba su mano hasta su propio kooni. Entonces JandolAnganol, despiadado en su khmir, la atraía a la cama junto a la reina y la tomaba como si no hubiese por que elegir entre las dos mujeres.

La reina jamás dijo una palabra de esto a la luz del día. Pero su intuición le informaba que Mai había hablado de ello con su propio hermano, ahora el general del Segundo Ejercito; la reina lo sabia por la forma en que el joven la miraba. A veces, en su hamaca, fantaseaba con Hanra TolramKetinet participando de esos encuentros en la alcoba del rey.

A veces, el khmir fallaba. A veces, cuando volaban las mariposas del ocaso y su lámpara ardía, JandolAnganol llegaba por un pasaje secreto hasta el lecho de la reina. Nadie mas tenía sus pasos. Eran a la vez rápidos e indecisos, la señal misma de su carácter. El se arrojaba sobre ella. Allí estaban los gwing-gwings, pero no el colmillo. La furia se apoderaba del rey ante la traición de su propio cuerpo. En una corte donde en pocos podía confiar, esa era la ultima traición.

Entonces, un khmir intelectual se apoderaba de él. Se flagelaba a sí mismo con un odio tan intenso como su pasión anterior. La reina gritaba y lloraba. Por la mañana, las esclavas de boca amarga y ojos astutos limpiaban arrodilladas la sangre de las baldosas junto a su cama.

La reina de reinas jamás mencionó esta característica de su amo. Ni a Mai TolramKetinet, ni a las otras damas de la corte. Como sus pasos, era una parte de él. El rey era tan impaciente con sus propios deseos como lo era con los de sus cortesanos. Nunca pudo serenarse lo suficiente para enfrentarse consigo mismo; y mientras sus heridas se curaban, había estado a solas con sus pensamientos.

Evocando nuevas ramas de gwing-gwing para aplacar sus pensamientos, la reina se dijo que esa vena de debilidad era parte de la fuerza del rey. Sería más débil sin ella. Pero jamás había podido decirle que lo comprendía. En cambia, lloraba. Y la noche siguiente, el animal de lomo encorvado volvía a hundir el colmillo entre los setos.

A veces, durante el día, cuando parecía que los gwing-gwings se ruborizaban por su deseo de ser devorados, se zambullía desnuda en la piscina, hundiéndose en el abrazo del agua y mirando hacia arriba el ardor de Freyr centelleando en la superficie. Un día, ah, ella lo sabia de su eddre, Freyr bajaría ardiendo hasta lo mas hondo de la piscina para castigarla por la intensidad de sus deseos. "Buen Akhanaba, perdóname. Soy la reina de reinas; también yo tengo khmir.”

La reina vela al rey durante el día.

Mientras hablaba con sus cortesanos, con hombres necios o sabios, o incluso con ese embajador de Sibornal que clavaba en ella una mirada que la atemorizaba, el rey extendía la mano y tomaba una manzana de una fuente. Sin mirar. Podía tratarse de una manzana cinabria, traída de Ottassol. La mordía. La comía, Pero no como comían las manzanas sus cortesanos, mordisqueando la carne alrededor y dejando un grueso huso en el centro, que luego arrojaban al suelo. El rey de Borlien comía con avidez, aunque sin goce aparente, devorando la fruta integra, la carne, la piel, las gruesas pepitas castañas. Todo era masticado y tragado, mientras él hablaba. Luego secaba su barba, sin que pareciera reflexionar un solo instante en la fruta. Y MyrdemInggala pensaba en el jabalí entre los matorrales.

Akhanaba la había castigado por sus voluptuosos pensamientos. La había castigado con la certeza de que ella jamás conocería a Jan, por cerca que ambos estuviesen. Y con otra certeza, aún más dolorosa: el nunca la conocería como ella deseaba ser conocida.

Como la conocía misteriosamente Hanra TolramKetinet, sin que hubiese cruzado jamás una palabra con él.

Unos pasos que se aproximaban rompieron el hechizo de su ensoñación. Abriendo un ojo, MyrdemInggala vio acercarse al canciller. SartoriIrvrash era el único hombre de la corte a quien le estaba permitido acceder al jardín privado de la reina; era un derecho que ella le concedió al fallecer su esposa. Desde su perspectiva de veinticuatro años y medio, SartoriIrvrash, a los treinta y siete y varios decimos, era un anciano. No estorbaría a sus cortesanas.

Sin embargo, la reina cerró otra vez el ojo. Era la hora en que él solía regresar de cierta cantera próxima. JandolAnganol le había hablado, en tono de burla, de los experimentos de SartoriIrvrash sobre desventurados cautivos enjaulados. Su propia mujer había muerto a causa de uno de esos experimentos.

Cuando se quitó el sombrero para saludar a Tatro y a Mai su cabeza calva brillo al sol. La niña lo quería. La reina se mantenía al margen.

SartoriIrvrash se inclino ante la figura recostada de la reina, y luego ante su hija. Hablaba con la pequeña como si se tratase de una persona adulta, lo que tal vez explicaba el afecto que Tatro sentía por él. Había poca gente en Matrassyl que pudiera declararse amiga del canciller.

Ese hombre de mediana estatura y descuidado en el vestir, había tenido poder en Borlien durante largo tiempo. Mientras el rey había estado incapacitado por la herida recibida en el Cosgatt, SartoriIrvrash había gobernado en su nombre, dirigiendo los asuntos del estado desde su desordenado escritorio. Aunque nadie era su amigo, todos lo respetaban. Porque SartoriIrvrash era desinteresado. No tenía favoritos.

Era demasiado solitario para eso. Ni siquiera la muerte de su mujer había alterado sus hábitos de manera visible. No cazaba ni bebía. Pocas veces se lo había visto reír. Era demasiado cauteloso para ser sorprendido en un error.

Tampoco tenía el habitual enjambre de parientes que proteger. Sus hermanos habían muerto, su hermana vivía muy lejos. SartoriIrvrash era muy parecido a esa criatura imposible: un hombre sin defectos, sirviendo a un rey que estaba repleto de ellos.

En una corte religiosa, solo tenia un punto vulnerable: era un intelectual y un ateo.

Ni siquiera ese insultante ateismo podía esgrimirse en su contra. El canciller no intentaba convertir a nadie a su modo de pensar. Cuando no estaba ocupado por los asuntos de estado, trabajaba en su libro, separando la verdad de las mentiras y leyendas. Pero eso no le impedía demostrar, en ocasiones, un aspecto mas humano de su personalidad y leer cuentos de hadas a la princesa.

En la scritina, los enemigos de SartoriIrvrash se preguntaban a menudo cómo era posible que él —tan frío— y JandolAnganol —de sangre tan caliente— pudieran contenerse de saltar uno al cuello del otro. El hecho es que SartoriIrvrash era un hombre muy discreto, y que sabía tragarse las ofensas. Y era demasiado distinto del resto de la gente para que pudieran ofenderlo, si no iban demasiado lejos. Ese momento había de llegar, aunque no por aquel entonces.

—Creí que no vendrías, Rushven —dijo Tatro. —Debes aprender a tener mas confianza en mi. Siempre aparezco cuando me necesitan.

Enseguida, Tatro y SartoriIrvrash se sentaron; la princesa le entregó uno de sus libros, pidiéndole un cuento. Él le leyó uno que siempre incomodaba a la reina: el cuento del Ojo de Plata.

“Había una vez un rey que gobernaba el reino de Ponptpandum, en el oeste, donde se ponen todos los soles. Las personas y los phagors de Ponptpandum estaban temerosos de su rey porque creían que tenía poderes mágicos.”

“Anhelaban librarse de él, y tener un rey que no los oprimiera, pero nadie sabía qué hacer.”

“Cada vez que los ciudadanos imaginaban un plan, el rey lo descubría. Era un mago tan grande que había hecho aparecer un gran ojo de plata. Este ojo flotaba toda la noche en el cielo, espiando lo que ocurría en ese reino infeliz. El ojo se abría y se cerraba. Se abría diez veces por año, como todo el mundo sabía. Y era capaz de verlo casi todo.”

“Cuando el ojo veía una conspiración, el rey se enteraba. Entonces, ejecutaba a los conspiradores, fueran hombres o phagors, a las puertas del palacio.”

“La reina se entristecía al ver tanta crueldad, pero nada podía hacer. El rey había jurado que nunca haría daño a su encantadora reina. Cuando ella le pedía que fuera piadoso, él no la golpeaba, como hubiera hecho con cualquier otra persona, incluidos sus consejeros.”

“En el más recóndito calabozo del castillo había una celda custodiada por siete guardias phagor, ciegos. No tenían cuernos, porque a todos los phagors se les cortaban los cuernos en la feria anual de Ponptpandum, para que parecieran más humanos. Los guardias dejaron entrar al rey en la celda.”

“En la celda vivía una gillot, una vieja hembra phagor. Era el único phagor con cuernos del reino. Ella era la fuente de toda la magia del rey. Por sí solo, el rey no era nada. Todas las noches, el rey pedía a la gillot que enviara al cielo el ojo de plata. Todas las noches, ella hacía lo que se le pedía.”

“De ese modo, el rey veía todo lo que ocurría en su reino. Hacía también a la anciana gillot muchas preguntas acerca de la naturaleza, que ella respondía infaliblemente.”

“Una noche muy fría, ella le dijo: "Oh, rey; ¿para qué quieres el conocimiento?".”

“Porque en el conocimiento hay poder —replicó el rey—. El conocimiento hace libres a las personas.” “La gillot nada respondió. Era una bruja, y era también su prisionera. Por fin, dijo con voz terrible: “Entonces ha llegado el momento de liberarme””.

“Ante estas palabras, el rey se desmayó. La gillot abandonó su celda y comenzó a subir las escaleras. Ahora bien; la reina se había preguntado muchas veces por qué su marido iba todas las noches a un calabozo subterráneo. Esa noche, la curiosidad había ganado la partida. Estaba descendiendo las escaleras para espiarlo cuando se encontró con la gillot en la oscuridad.”

“La reina gritó de terror. Para que no volviera a hacerlo, la hembra phagor le dio un golpe, y la mató. La amada voz de la reina despertó al rey, quien se lanzó escaleras arriba. Al ver lo que había ocurrido, sacó su espada y mató a la gillot.”

“Mientras ella caía, el ojo de plata del cielo empezó a alejarse en espiral. Cada vez se alejaba más y se tornaba más y más pequeño, hasta que se perdió de vista. Y el pueblo supo que todos eran ahora libres, y nunca se volvió a ver el ojo de plata.”

Tatro guardó silencio un instante.

MyrdemInggala se incorporó sobre un codo y dijo:

—¿Por qué lees siempre esa disparatada historia, Rushven? Son puros cuentos de hadas.

—Porque a Tatro le gusta, señora —dijo él, alisando sus patillas, como solía hacer en presencia de la reina, y sonriendo.

—Conozco tu opinión acerca de la raza de dos filos: no puedo imaginar por qué te agrada la idea de que en un tiempo la humanidad recurría a los phagors en busca de sabiduría.

—Lo que me agrada de este cuento, señora, es que en una época los reyes recurrían a otros en busca de sabiduría.

MyrdemInggala aplaudió de gozo ante la respuesta.

—Esperemos que eso, al menos, no sea un cuento de hadas.

En el curso de Ahd, los Madis llegaron una vez más a Oldorando, y a la ciudad que llevaba ese nombre.

Más allá de la Puerta del Sur, había un sector destinado a los viajeros, llamado el Puerto. Allí los Madis hacían uno de sus inusuales descansos, que duraba varios días. Se celebraban modestos festejos. Comían arang aromatizado con especias, bailaban el complicado zyganke.

Agua y lana. En Oldorando, trocaban por los pocos bienes que les eran necesarios las vestiduras y tapices que habían tejido durante el Viaje. Sólo uno o dos mercaderes humanos gozaban de la confianza de los Madis. Al no trabajar el metal, las tribus siempre estaban necesitadas de ollas y cencerros para las cabras.

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