Read Halcón Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (99 page)

BOOK: Halcón
9.75Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ghashang ató mi caballo y me condujo, seguida por muchas de sus hermanas, tras unos árboles que tapaban un claro más reducido. Era el «palacio» al aire libre de su Modar Lubo, y estaba tan lleno de restos de comida y basura como el otro, pero disponía de dos cosas que habrían podido calificarse de muebles: sobre la yacija pendía una especie de dosel astroso de piel de ciervo colgado de dos ramas y en medio del claro había un «trono» labrado burdamente en un enorme tocón que los elementos y el tiempo habían comenzado a roer. Madre Amor estaba en aquel momento hieráticamente sentada en él, cubriéndolo prácticamente con su enorme mole. Al verla, comprendí sin ningún género de dudas que aquella anciana emwalis-kari fuese la más temida.

Todas sus hijas eran feas como uros, pero ella era la genuina representación del dragón de las supersticiones paganas. Su piel correosa estaba arrugada y moteada por la edad a un extremo inimaginable, pero, además, presentaba escamas de saurio y estaba llena de verrugas y lobanillos; sus viejos senos lisos parecían dos planchas de coraza; las uñas de manos y pies semejaban espolones y los pocos dientes que le quedaban parecían colmillos de fiera. Era mucho más voluminosa que ninguna de sus hijas y peluda sin comparación; aparte de la casposa pelambrera de la cabeza, tenía un bigote como un barbo a ambos lados de la boca. Aunque su hálito no era llameante como el de un dragón, sí que olía lo bastante a rancio como para tumbar al adversario a diez pasos.

Las otras mujeres me habían mirado sólo con recelo, pero ella me dirigió una mirada siniestra cuando le dije mi nombre y comencé a contarle la historia que había inventado para Ghashang. Pero apenas había pronunciado unas palabras, cuando me gruñó algo que me pareció una pregunta.

— em¿Zaban ghadim, baladid? ¿Es que no hablas el antiguo lenguaje? —añadió en gótico al ver que me la quedaba mirando sin comprender.

Eso me sorprendió aún más y sólo atiné a decir:

—Hablo el antiguo lenguaje, igual que tú acabas de hacer, Modar Lubo.

—Una mujer de ciudad —dijo ella, frunciendo desdeñosa los labios y haciéndome gesto de que continuara hablando.

Y así lo hice, ampliando enrevesadamente lo que le había dicho a Bonita, atribuyendo toda clase de vilezas a mi supuesto marido. Puse especial énfasis en que me violaba, no sólo la primera vez sino cada vez que ejercía su derecho conyugal; y, como fingía el aborrecimiento de las amazonas por la cópula, tuve buen cuidado de agachar la cabeza para que Madre Amor no advirtiese el pliegue de Venus en mi garganta, por si acaso sabía el significado que se le atribuye en relación con la sexualidad femenina. Después de describirle a mi cónyuge como un auténtico monstruo de brutalidad y lascivia, concluí

diciendo:

—Te pido asilo con tus hijas, Modar Lubo… y suplico tu protección porque ese odioso hombre no renunciará al recipiente en que ha estado vertiendo sus lujurioso jugos. Es muy posible que venga persiguiéndome.

La vieja se rebulló levemente en el trono y gruñó enojada: —Ningún hombre en su sano juicio se atrevería a venir aquí.

— emAj, no conoces a éste —contesté—. Es capaz de venir disfrazado.

—¿Disfrazado? —replicó ella con mueca de dragón—. ¿Estás loca?

Yo agaché la cabeza y traté de ruborizarme.

—Me avergüenza sobremanera decirte esto, madre, pero a veces él… cuando me forzaba se complacía en simular que él era la esposa y yo el marido. Se tumbaba sin moverse y me obligaba a montarle y…

—¡Qué asco! ¡Calla! Pero ¿qué tiene eso que ver con el disfraz?

—Es que es muy hábil disfrazándose, en travestirse… No sé si sabes lo que quiere decir, madre… lo que en latín se llama emtravestismus muliebris. Se pone mis ropas y al cabo de un rato imita muy bien a una mujer. Además, hizo que el emlékar de Lviv le cortase unas bolsas en la piel del pecho para meterse relleno de cera… aquí… y aquí…

Inhalé con fuerza para inflar mis pechos y los apreté con el dedo para demostrarle que eran de verdad. Los ojillos de reptil del dragón se abrieron adquiriendo un tamaño casi humano, al igual que sucedía con las demás emwalis-karja.

—A veces sale por la calle vestido así y engaña a los desconocidos haciéndoles creer que es mujer.

—¡A nosotras no nos engañará! ¿Verdad, hijas? —todas ellas menearon rotundamente sus cabezas bovinas—. Por muy mujer que parezca, no resistirá la prueba cuando le arrojemos un tizón. La cera se derrite, se quema.

—¡Bakh! ¡Bakh! —gritaron las demás, asintiendo con la cabeza.

Imaginé que era una exclamación aprobatoria y me uní a ellas diciendo:

— em¡Macte virtute! ¡Qué buena idea, madre!

—Y tú —añadió ella, mirándome con aquellos ojos horripilantes—, ¿qué tienes que ofrecernos, aparte de tu buen caballo y tus bonitas frases en latín?

—No siempre he sido una mujer de ciudad —contesté—, y sé cazar, pescar y poner trampas…

—Pero te falta mucho sebo para poder aguantar el frío del agua al zambullirte para coger las perlas de molusco. Tienes que echar carne en esos buenos huesos. Vamos a ver, ¿qué sabes de nosotras las emwalis-karja?

—Bueno…, me han contado muchas historias. Pero no sé cuáles son verdad.

—Tendrás que aprender —dijo, señalando a una—. Morgh es nuestra emketab-zadan o la cantora de antiguas canciones, como dirías tú. Esta noche te cantará y así empezarás a aprender nuestro antiguo lenguaje.

—Entonces, ¿me aceptáis?

—De momento. Ya veremos si te quedas. ¿Has dejado algún hijo en Lviv?

— emNe —contesté con firmeza, aunque bastante sorprendida.

—¿Eres estéril?

Pensé que lo mejor sería echar la culpa al denostado marido.

—Lo más probable es que lo sea él, madre. Dadas sus perversiones y…

—Ya veremos. Ghashang, tú serás responsable. Envía aviso a los emkutriguri de que necesitamos un sirviente, y cuando llegue el hombre, lo pones con ella. Si concibes, te quedarás —añadió, dirigiéndose a mí.

Me pareció un requisito más que severo imponer a una mujer que huía de su marido las atenciones de un extraño, y más uno de aquellos asquerosos emkutriguri piojosos de piel amarillenta parecidos a los hunos, pero no dije nada y asentí con una reverencia.

—Bien, puedes irte. Marchaos todas, que la madre va a descansar.

Se levantó del tocón con un fuerte impulso y fue hacia la yacija con pesados pasos. Ahora que la veía de pie, advertí que vestía una piel teñida con colores de adorno; aunque era una piel muy desgastada y estropeada, noté que era demasiado fina y flexible y, por lo tanto, no era de ningún animal, sino humana.

Ghashang me devolvió el cinturón con la espada y el puñal y me indicó un sitio vacío en el claro para que extendiera mi piel de dormir y dejara mis cosas y pasé el resto del día ocupada trabajando la cuerda.

Mis nuevas hermanas seguían mirándome con recelo, y no todas hablaban suficiente gótico para entablar conversación, pero mostraban curiosidad por la cuerda que llevaba emVelox cruzada por el pecho, por lo que monté en él y les mostré para qué servía. Luego, todas ellas estuvieron probando. Naturalmente que mujeres tan gruesas no montaban saltando, sino que tenían que subir al animal de modo muy similar a como subían a los árboles; pero una vez a horcajadas, las emwalis-karja se sujetaban a los estribos con sus dedos prensiles mejor que yo, quedaron sorprendidas y complacidas al ver la utilidad del invento, y

muchas comenzaron a hacerse estribos de cuerda, pero en seguida vi que no sabían empalmar cuerda y tuve que dedicarme a enseñarlas.

Por el contrario, a mí me devoraba la curiosidad por su arma silenciosa, el emsliuthr. Era fácil de hacer y no parecía difícil enrollarlo y lanzarlo; ellas lo lanzaban con la misma facilidad sobre un tocón que sobre una niña andando a gatas y lo cerraban hábilmente, pero cuando quise probar, fui tan torpe que todas se echaron a reír. (Más que mortificante, fue doloroso, porque me perforaron los tímpanos con sus risotadas.) Pero pude demostrarles el modo de perfeccionar el emsliuthr haciendo un ojal en el extremo en vez de un burdo nudo; hice uno y lo probaron, viendo que corría con más suavidad y se podía lanzar con mayor destreza y así dejaron de reírse y me prestaron uno para que probase sin que esta vez se rieran. Mientras practicaba con él, aprendiendo despacio su manejo, reflexioné sobre lo que había llegado a saber de las emwalis-karja. Empleaban el emsliuthr como arma y su Modar Lubo cubría el «asiento de juzgar»

con una piel de ser humano. Es decir, que aquellas mujeres conservaban al menos dos costumbres de los primitivos godos, lo cual daba crédito a la leyenda de que en remotos tiempos, durante la migración de los godos por aquellas tierras, algunas de sus mujeres habían resultado tan inaguantables que las habían expulsado de la comunidad; parecía lógico concluir que aquellas mujeres habían aprendido a vivir por sí

mismas y habían permanecido en la región, conservando los antiguos usos y costumbres y sin adquirir ninguna de las artes y refinamientos que con posterioridad asumirían los godos; y aquellas emwalis-karja eran sus descendientes. Si así era, se comprendía muy bien que los antiguos godos hubiesen expulsado a sus antecesoras. Según los relatos, aquellas primitivas mujeres no eran más que viles brujas emhaliuruns y tenían que haber sido tan repugnantes como estas descendientes suyas que yo acababa de conocer. Mi teoría confirmaría las antiguas canciones y se afirmaría como historia auténtica, pero quedaba una cuestión por resolver. ¿A qué se debía aquel compromiso de abstenerse del sexo? A las primitivas expulsadas, como dice la leyenda, les habría indignado tanto su exclusión, que habrían jurado arreglárselas sin hombres a partir de entonces; pero las descendientes actuales no sólo habían renunciado a los hombres privándose de su sexualidad femenina, sino que igualmente habían eliminado todos sus instintos y atributos de mujer.

Malo era que les complaciera estar gordas y feas, pero es que además parecía que se habían acostumbrado expresamente a hablar con voz desagradable; yo había oído a muchos hombres hablar con el estruendo del hierro, y la mayoría de las mujeres que conocía hablaban con los timbres suaves de la plata, pero aquellas emwalis-karja, viejas y jóvenes, hablaban de un modo estridente con resonancia de cobre; e igualmente viriloide era su pereza y su dejadez. Vivían de un modo miserable que habría espantado a cualquier mujer; descuidaban a sus hijas, que estaban sucias y apestosas, pese a tener allí

mismo el río, y vestían pieles porque habían olvidado o nunca habían aprendido las artes femeninas de hilar, tejer y coser…

Y ahora, al invitarme a que me uniese a ellas para la emnahtamats, descubría que ni siquiera sabían guisar; me dieron un trozo de una viscera animal inidentificable, tan fría como casi cruda, y acompañada de una bazofia de verduras servida en una hoja plana porque tampoco sabían hacer pan ni tortas. Musité

que incluso yo podía guisar mejor y Ghashang lo oyó; me dijo que ya tendría ocasión, ya que todas ellas lo hacían por turno, dado lo que les desagradaba la faena.

Cuando terminamos de comer, las mujeres se entregaron al único lujo que poseían —algo que yo ya había visto— echando en las brasas hojas secas de emhanaf para taparse con pieles sobre los rudimentarios hogares y aspirar por turnos el humo; las niñas también lo hacían y algunas mujeres acercaban a las más pequeñas para que lo inhalaran. La intoxicación las afectaba de distinto modo, todos deleznables; algunas andaban tambaleándose entre risitas en la oscuridad, otras bailaban pesadamente, otras charlaban incoherentemente a voces y no pocas se tumbaban y dormían roncando. No mejoró mi opinión de las emwalis-karja ver aquello. Sólo unas cuantas se abstuvieron del humo: yo porque no quería emborracharme, otras cuatro o cinco porque tenían guardia aquella noche subidas a las copas de los árboles y la llamada Morgh porque la Madre Amor la había encargado que me cantase.

Morgh significa pájaro, pero era una grandona bien poco canora. Si escuchar la voz gruesa de una mujer hablando era desagradable, oírla cantar era un suplicio. No obstante, la antigua canción que entonó

fue esclarecedora, pese a que, naturalmente, la cantó en una mezcla de gótico y extraños vocablos; pero como era inacabable, capté lo bastante para entender el contenido. Era una emsaggws que relataba el origen y la historia primitiva de la tribu emwalis-kari, y corroboraba las conjeturas que yo había estado trenzando poco antes. Comenzaba diciendo cómo, en tiempos pretéritos, unas mujeres se habían separado del conjunto de la migración goda, explicando que se habían ido, no que las hubiesen expulsado; eran todas ellas castas viudas godas y doncellas que constantemente se veían en la necesidad de rechazar los lascivos acosos de los varones; finalmente, hartas de aquello, decidieron huir para librarse de los hombres y vivir en un destierro voluntario; huyeron al bosque y anduvieron errantes, padeciendo hambre, frío, miedo y toda suerte de penalidades, pero hallaron ocasión y cobraron ánimo para hacer el juramento de que el grupo permaneciese constituido para siempre por mujeres que repudiasen el matrimonio. Finalmente, decía la canción, aquellas mujeres llegaron a una esplendía ciudad de Scythia, cuando los escitas eran todavía un pueblo migrante, y las mujeres de aquella ciudad recibieron fraternalmente a las godas, les dieron de comer, las vistieron y las colmaron de atenciones, animándolas a quedarse allí, pero las godas resistieron a la tentación de convertirse en mujeres de ciudad, dado que estaban dispuestas a sobrevivir y arreglárselas ellas solas. Aprendieron algunas costumbres escitas, tal como el empleo del embriagador humo de emhanaf y adoptaron de la religión de sus huéspedes dos deidades femeninas, Tabiti y Argimpasa, como diosas tutelares; además de aceptar de sus hermanas escitas algunos regalos útiles para la vida al aire libre. Pero nada las hizo desistir de ir a vivir a los bosques; abandonaron la ciudad, acompañadas por gran número de mujeres escitas a quienes habían ganado a su misantropía. Morgh prosiguió con su cantinela, explicando cómo, a partir de entonces, las mujeres godas y escitas habían sido independientes y autónomas en sus necesidades y que sólo a veces se valían de algún hombre para su particular conveniencia, que hiciera de simple inseminador para la propagación de la tribu. Empero, al llegar a esta parte de la emsaggws, dejé de aguzar el oído y me puse de nuevo a hacer conjeturas, pues ya había extraído muy buenos datos de la canción.

BOOK: Halcón
9.75Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Sloane Sisters by Anna Carey
Mis Creencias by Albert Einstein
Devil May Care by Pippa Dacosta
Alphas Unleashed 2 by Cora Wolf
Elisabeth Fairchild by The Christmas Spirit
Hers by Hazel Gower