—¡Ese hijo de mala perra! —tronó Teodorico—. Yo estoy tratando de que nos aglutinemos todos los extranjeros en un nuevo afán digno y respetable y ese emtetze de Gundobado decide emular a Atila por su cuenta, apresando un puñado de esclavos. ¡Que el diablo se le lleve mientras duerme y se fría en el infierno!
Pero nada podíamos deshacer el entuerto si no era cruzar a toda prisa los Alpes persiguiendo a los culpables, cosa que quedaba descartada porque teníamos que dejar organizado el gobierno de Italia antes de que volviera el invierno; era un proceso muy laborioso aunque no requiriera gran esfuerzo, puesto que las ciudades y los pueblos y las legiones de guarnición ahora ya no ofrecían tanta resistencia como un año atrás. Algunas de ellas, aun antes de que nos aproximásemos para enviar el emisario con el «tributum aut bellum», enviaban anticipadamente emisarioss a saludarnos y presentarnos la rendición. Y, conforme avanzábamos hacia el sur de la península, advertimos que muchas poblaciones que habrían podido establecerse en terreno alto de fácil defensa, estaban construidas en terreno llano lamentablemente proclive al asalto o el asedio; circunstancia que nos sorprendía y que pueblo tras pueblo comentábamos maravillados, hasta que por fin comprendimos el porqué. Un anciano emurbis praefectus de una de aquellas poblaciones —no recuerdo cuál— nos dijo condolido al rendirse a Teodorico:
—Si mi pobre pueblo hubiese seguido en el lugar alto que antes ocupaba, en vez de aquí en el llano, no habríais entrado sin resistencia.
—Y bien —replicó Teodorico—, y ¿por qué está ahora en el llano? ¿Por qué una población se ha trasladado a un lugar que le es desfavorable?
— emEheu, porque los ladrones robaron el acueducto y ya no llegaba agua allá arriba; por eso tuvimos que trasladarnos junto al río.
— em¡Los ladrones os robaron el acueducto! Pero si un acueducto es tan inamovible como un anfiteatro!
—Me refiero a las tuberías, que eran de plomo. Los ladrones las robaron para venderlas.
—Supongo que no te refieres a invasores extranjeros —dijo Teodorico, mirándole atónito.
—No, no, ladrones del país.
—¿Y lo habéis consentido? Difícilmente pueden haber robado de noche millas y millas de pesada tubería de plomo.
— emEheu, nosotros hace tiempo que somos gente pacífica y tranquila y no teníamos suficientes emcohortes vigilum para apresarlos. Y a Roma no pareció preocuparle, porque no nos envió ayuda ni hizo nada. emEheu, nuestro pueblo no es el único que ha sufrido; hay muchos otros que estos últimos años han visto arruinarse su acueducto y han tenido que trasladarse de un promontorio seguro al peligroso llano.
—Luego ése es el motivo —comentó Teodorico—. Por Murtia, diosa de la indolencia —añadió, de un modo que me recordó bastante a mi viejo protector Wyrd—, desde luego Roma se había vuelto senil e impotente. Ya era hora de que llegásemos nosotros.
En la ciudad montañosa de Corfinium, un enclave de importantes vías romanas, estuvimos acampados unos días para que Teodorico recibiese la rendición de manos del emurbis praefectus, darle las reglas por las que habían de regirse bajo la ley marcial, nombrar los habituales emjudex y oficial de justicia del tribunal y enviar cinco emcontubernio, de infantería como fuerza ocupante. Salimos de la ciudad por la vía Salaria y yo iba cabalgando y conversando de cosas intrascendentes con Teodorico en cabeza de la columna, cuando vimos que en nuestra dirección venía otra columna mucho menos numerosa con un grupo de jinetes escoltando a una bonita carruca tirada por mulas. Al detenernos las dos formaciones, salió del carruaje un hombre de pelo blanco muy acicalado y de aspecto distinguido a saludarnos; las sandalias rojas y la ancha banda roja de la túnica eran los símbolos inequívocos de su cargo, y pronunció
con impecable acento romano el nombre de nuestro rey.
— emSalve, Teodoricus. Soy el senador Festus, y quisiera hablar con vos.
— emSalve, patricius —contestó cortésmente Teodorico, aunque sin ninguna ostentación; tal vez a mí
me infundiera respeto ver por primera vez en mi vida un senador romano, pero a Teodorico le daba igual. Al fin y al cabo había sido cónsul del imperio oriental.
—Vengo de Roma a vuestro encuentro —continuó Festus—, pero esperaba haberos hallado más cerca de ella, y ahora veo que no pretendéis marchar sobre Roma.
—Dejo a Roma para el final —contestó Teodorico despreocupadamente—. ¿O es que me traéis la rendición incondicional?
—Es de lo que quería hablaros. ¿Nos apartamos del camino y nos sentamos cómodamente?
—Esto es un ejército y no llevamos asientos y comodidades para senadores.
—Pero yo sí.
Festus hizo seña a sus hombres y, mientras Teodorico llamaba a sus oficiales y hacía las presentaciones, la escolta del senador erigió rápidamente un espléndido pabellón con almohadones y hasta trajeron botas de vino de Falernio y vasos de cristal para servirlo. Festus seguramente habría iniciado una florida conversación, pero Teodorico le indicó que esperaba llegar al anochecer a Aufidena, la ciudad más próxima, y el senador fue al grano.
—Teniendo al anterior rey cercado, habiendo un nuevo emperador en el trono del Este, y siendo vos incuestionablemente quien manda, el senado romano, al igual que todos los ciudadanos romanos, no sale de su perplejidad ni de su incertidumbre. A mí me gustaría que la titularidad y el poder se transfiriese lo antes posible y sin entorpecimientos, para que el reinado emde facto de Teodorico fuese un acto emde jure. Aunque no pretendo representar el criterio de todo el senado…
—Al senado romano —le interrumpió tajantemente Teodorico— no se le pide criterio desde la época de Diocleciano.
—Cierto, cierto. Y durante el último siglo ha quedado reducido a un simple cuerpo que se limita a ratificar los actos y decretos del que manda.
—Querréis decir de cualquier bárbaro que manda. Emplead la palabra sin empacho, senador. Ya desde Estilicón, primer extranjero que tuvo influencia en el imperio, el senado romano no ha tenido otra función que corroborar y asentir.
—Vamos, vamos —replicó Festus, sin ofenderse—, su función no es enteramente superflua. Considerad el propio vocablo «senado» que deriva de «senex» y que signfica asamblea de ancianos. Desde la antigüedad, una de las funciones de los ancianos de una tribu ha sido la de dar su aprobación a los logros de los jóvenes. Del mismo modo, Teodorico, necesitáis que vuestras hazañas sean reconocidas y que vuestra proclamación como rey sea legitimada.
—Sólo el emperador puede hacerlo, no el senado.
—Y por ello he venido. Como os decía, no represento a la mayoría senatorial, y considero innecesario deciros que esa mayoría se alegraría si vos y todos los demás bárbaros volvierais a las espesas forestas germanas para que ella fuese quien eligiese debidamente a sus gobernantes; pero represento una facción a la que le gustaría sobremanera ver que Italia vuelve a la paz y a la estabilidad. Y los senadores somos conscientes, en virtud de nuestras relaciones con Anastasio cuando era un simple funcionario del tesoro, de que es un hombre inclinado a vacilar y contemporizar. Por lo tanto, os propongo lo siguiente. Si me facilitáis transporte y un salvoconducto, iré a Constantinopla e instaré a Anastasio a que proclame inmediatamente que Odoacro está derrocado y que a partir de ahora sois Teodoricus Rex Romani Imperii Occidentalis.
—Rex Italiae es suficiente —replicó Teodorico sonriente—. No puedo declinar tan generoso ofrecimiento, senador, y os doy las gracias por vuestros buenos oficios. Id en buena hora y con mis deseos de éxito. Si seguís hacia el Norte llegaréis a la vía Flaminia, que os llevará a Ariminum, en donde el emnavarchus Lentinus, jefe de la flota del Hadriaticus, lleva a cabo un proyecto. Mi mariscal Thorn, aquí
presente, conoce el camino y al emnavarchus. Saio Thorn encabezará vuestra escolta y se encargará de que Lentinus os haga embarcar en el primer navio para Constantinopla.
Así, Teodorico y el ejército continuaron sin mí y yo regresé por donde había venido a la cabeza del séquito de Festus; no podía quejarme de que me asignasen esa misión de escolta, pues así no tenía que dormir a la intemperie y alimentarme de la intendencia del ejército durante largas jornadas cabalgando, pues que el senador viajaba como es potestativo de un dignatario y de ello se beneficiaban sus acompañantes; se preveían todas las etapas del itinerario para que concluyesen en un pueblo o una ciudad con un buen emhospitium, con excelente cocina y termas en condiciones. En Ariminum, Lentinus procuró amablemente a Festus un crucero rápido que zarpó inmediatamente hacia Constantinopla; era el más pequeño de los veloces dromos y el senador no pudo embarcar más que a dos de sus ayudantes, dejando al resto de la comitiva con gastos pagados hasta su regreso, lo que significaba un enorme gasto, ya que probablemente no estaría de vuelta antes de cuatro semanas. No tuve ocasión de pasear por Ariminum, pues Lentinus me instó a ir con él a ver lo que habían construido para el bloqueo de Ravena. Acababan de terminar los improvisados navios de transporte de tropas y los habían puesto a flote cargados de soldados; el emnavarchus se las prometía muy felices, y deseaba ver la obra, y yo también. Así, al día siguiente cabalgamos juntos en dirección Norte por la vía Popilia. (Era cierto lo que me habían dicho de que la vía Popilia se hallaba muy descuidada; el pavimento roto y con hoyos, o faltando en largos tramos.) Al término de la tarde llegamos al lugar en que concluía nuestra línea circular de asedio por tierra a Ravena en la costa sur; los centinelas se hallaban prudentemente situados fuera del alcance de las flechas de los defensores de la ciudad, pero lo bastante próximos para poder ver los muelles del puerto.
—En realidad, desde aquí no se ve Ravena —dijo Lentinus, mientras desmontábamos entre las tropas de asedio—. Eso que veis, muelles, embarcaderos y almacenes, es el suburbio mercantil y proletario de la ciudad, el barrio marítimo llamado Classis. La zona patricia, Ravena propiamente dicha, se halla a dos o tres millas tierra adentro y la une a Classis una calzada que cruza las marismas, bordeada de chozas y chabolas del suburbio llamado Cesárea en el que viven los trabajadores. Era evidente que el puerto debía ser un lugar de gran actividad en tiempos normales; en su ancha y espaciosa dársena, protegida de los temporales por dos islotes, podían anclar doscientos cincuenta navios y contaba con espaciosos muelles para la carga y descarga de todos ellos al mismo tiempo. Pero ahora sólo se veían algunos navios, todos bien amarrados, con las escotillas bien cerradas, sin tripulación, con las velas bien recogidas y sin que hubiera barcas yendo y viniendo entre ellos y la orilla. En época normal, aun desde aquella distancia, habríamos contemplado el ajetreo de mozos de carga, carretas y carros en muelles y embarcaderos, pero ahora lo único que atisbábamos eran algunas personas paseando; los tinglados estaban cerrados, no salía humo de las fraguas y las grúas de molino de rueda estaban inmóviles. Sólo vi seis cosas en movimiento: seis pesados artefactos que avanzaban despacio, uno detrás de otro, desde un extremo a otro del puerto por delante de los islotes; se balanceaban mucho, pero lograban mantener la formación a cierta distancia formando dos líneas paralelas de tres unidades en
sentido opuesto. Salvo por los escudos de los guerreros colgados en la borda y las puntas de las lanzas que brillaban por encima de ellos, los artefactos tenían aspecto de inmensos cajones. Cada uno de ellos contaba con dos filas de remeros, pero carecían de mástiles, y sus extremos eran cuadrados de manera que pudieran indistintamente ser la proa o la popa.
—Así no tienen que virar en redondo conforme van y vienen —me dijo Lentinus—. Es mucho más fácil para los remeros dar la vuelta en el banco y cambiar de dirección que virar para que den la vuelta a esos mazacotes. Y así, yendo y viniendo de un lado a otro del puerto, por lentos que sean, dos cualesquiera de ellos que converjan pueden interceptar cualquier barco que quiera entrar en el puerto. Cada uno de ellos carga cuatro emcontubernia de lanceros ostrogodos, armados también con espada; tropa suficiente para abordar cualquier navio mercante y reducir a la tripulación.
—¿Y han tenido el placer de atacar ya a algún barco enemigo? —inquirí.
—De momento no, y no espero que lo hagan. Cuando comenzaron a patrullar apareció entre los dos islotes un gran navio cargado de maíz seguido de una hilera de barcazas remolcadas por galeras, pero al ver relucir las armas, viraron en redondo y desaparecieron en altamar. Creo que hemos logrado interrumpir el abastecimiento por mar.
—Cuánto me alegro —musité.
—Y puedo aseguraros que, por la vía Popilia, les ha llegado poco tocino —prosiguió Lentinus—
desde que se iniciaron los trabajos de las barcazas de bloqueo. Si la línea de asedio es tan infranqueable en todo el derredor de la plaza, y así lo creo, lo único que entra y sale de Ravena es algún mensaje. Vuestros hombres han comunicado que se ven antorchas que comunican desde las marismas según el sistema de señales de Polibio y que les contestan desde las murallas. Es evidente que Ozoacro tiene partidarios fuera de la ciudad, pero a partir de ahora las únicas reservas de alimentos en Ravena son las que hayan podido recibir antes por mar.
—Odoacro aún puede sostenerse mucho tiempo, pero tendrá que ceder —comenté complacido.
—Y estoy preparando otra cosa —añadió Lentinus con una gran sonrisa— para molestar su resistencia. Hagamos noche aquí con las tropas, emsaio Thorn, y mañana recorreremos la línea de asedio hasta el río y os enseñaré algo mucho más divertido que esos cajones flotantes. Pensé que tendríamos que rehacer el camino por la vía Popilia para dar la vuelta a Ravena, pero resultó que las tropas que la asediaban, como no tenían mucho que hacer, habían marcado un sendero de ronda bien afirmado entre las charcas y arenas movedizas. Así, al día siguiente pudimos cabalgar casi tan rápido y sin dificultad como por la destrozada vía. El sendero se internaba y llegaba hasta el camino de las marismas en donde yo había visto las señales de antorchas —aunque esta vez lo cruzamos más cerca de las murallas, a distancia visible— y por fin llegamos al río. Allí, la línea de asedio quedaba interrumpida, pero vi que continuaba en la otra orilla. En ésta, un grupo de hombres, desnudos hasta la cintura debido al calor, se afanaban en el proyecto de que me había hablado Lentinus.