—Aparte de los mortales que las reclaman —dijo Zenón, tosiendo—, está la Iglesia cristiana.
—¿La Iglesia?
—Quizá, emkuría, dado que disfrutáis del envidiable privilegio de no estar implicada por ser una hereje arriana, no sabréis que la Iglesia cristiana es la principal terrateniente del imperio romano. Antes, los ríos marcaban los límites entre las naciones, pero ahora esos ríos simplemente cruzan y riegan las tierras de labor, los bosques o los simples jardines de las vastísimas propiedades de la Iglesia. Y en todo lugar en que hay tierras en las que no existe un titular seguro, la Iglesia las reclama con gran insistencia, y a todo donante de tierras, campesino o emperador, la Iglesia le promete la salvación eterna. Y además…
¡pero emouá! Sería largo de explicar —exclamó, alzando las manos.
—Permitidme, emSebastos —terció Myros, y, con la ayuda del intérprete, nos lo explicó a mí y a Amalamena—. Cada uno de los cinco patriarcas obispos de la cristiandad procura aumentar y consolidar su poder y autoridad para lograr la hegemonía como cabeza de la Iglesia; naturalmente, nuestro embaiseleús Zenón apoya al obispo Akaiós de la Iglesia Ortodoxa de Oriente, pero el emperador debe tener también en cuenta a sus numerosos y lejanos subditos que pertenecen a la Iglesia Católica de Occidente y, al mismo tiempo, conciliar todos los deseos conflictivos y demandas de las innumerables sectas de ambas Iglesias enfrentadas entre sí: los calcedonios, los monofisitas, los diofisitas, los nestorianos, por ceñirnos a esas cuatro. Esos cristianos llegan a enfrentarse en las calles, matándose unos a otros por sus enrevesadas diferencias doctrinales. Así, llegado el momento de conceder…
—Ahora, permitidme a mí —le interrumpí tajante, con deliberada rudeza—. Una cosa es perderse en esa enrevesada maraña de cosas —Myros, Seuthes y Rekitakh se quedaron boquiabiertos ante mi descaro, pero yo no me amilané—, mas no he oído nada que indique que los que reclaman o habitan esas tierras —ni Teodorico emel Bizco, ni los eslavos, ni ninguno de los rapaces patriarcas cristianos— ofrezca nada tangible a cambio de ellas. La princesa y yo hemos venido a ofrecer, simbólicamente, las llaves de la importante ciudad de Singidunum.
Todos los presentes, Amalamena incluida, dirigieron la vista al emperador, como esperando que fuese a lanzar un rayo de Júpiter, pero él nos sorprendió a todos diciendo:
—El empresbeutés Akantha dice la verdad. Para los que somos militares como él y yo, las obras son más importantes que las palabras y lo material más importante que las promesas. Una ciudad que domina todo el río Danuvius, aquí en la tierra, es más preferible que cualquier nebulosa esperanza del paraíso en el más allá. No obstante, emkúrios, necesito el título incontestable de esa ciudad.
—Creo que ya lo tenéis, emSebastos, si lo deseáis —dije—. Por lo que sé del nuevo y poco augusto emperador de Roma, ni él ni su padre regente se hallan lo bastante seguros en el trono para comprometerse a un acuerdo vinculante. Por lo que sugeriría que dataseis el empactum en el día en que se tomó Singidunum. Os doy mi palabra y la de Teodorico —y su hermana aquí presente es testigo y puede jurarlo— que vuestra reivindicación es prioritaria a toda otra y será honorablemente confirmada.
—La palabra de dos militares y de una amable princesa me basta. Myrios, que venga un emgrammateús para que le dicte el empactum sin tardanza.
Rekitakh profirió un angustioso balido, pero Zenón le hizo callar con otra mirada y continuó, dirigiéndose a Amalamena.
—Concedo al pueblo de Teodorico la posesión de la Moesia a perpetuidad. Reanudaré el pago de la emconsueta dona anual, y, además, concederé a Teodorico el título que su padre ostentó durante el reinado del anciano León de emmagister militum praesentalis o comandante en jefe de todas las fuerzas fronterizas del imperio oriental.
La princesa y yo, llenos de satisfacción, musitamos: —Muy amable por vuestra parte, emSebastos.
—Enviaré otro emgrammateús a vuestro emxenodokheíon para que le dictéis la cesión de Singidunum. Y, en cuanto lo tengamos debidamente rubricado y sellado e intercambiemos los documentos, deseo que partáis de inmediato a llevar personalmente el empactum a Teodorico sin dilación. Me desagrada despedir tan apresuradamente a unos huéspedes, pero confío en que volváis, en compañía de nuestro estimado emMagister Militum Teodorico, para que disfrutéis a placer de cuantos atractivos os ofrezca la ciudad imperial.
Amalamena contuvo su alegría infantil hasta que de nuevo estuvimos cabalgando al unísono, con la misma escolta de servidores, guardias y músicos, hacia nuestra residencia, aquella misma tarde. Su risa estalló con más musicalidad que la de la banda y exclamó:
—¡Lo conseguiste, Thorn! ¡Has obtenido del emperador lo que Teodorico quería y más!
— emNe, ne, princesa, yo no. Aristóteles tenía razón. Ha sido tu belleza la que ha influido en ese ex militar hosco y malhumorado; tu belleza y tus modales cautivadores. Eres una Cleopatra, una Helena. El rubor de satisfacción que la embargó la volvió aún más luminosa, aunque inmediatamente lamenté haberla comparado con aquellas dos reinas, pues, según Plutarco y Pausanias, las dos murieron sin gloria siendo jóvenes. Pero al menos, pensé, en su vida realizaron hazañas dignas de ser recordadas, igual que ahora Amalamena.
—Gracias, Thorn, por compartir tan galantemente el mérito. Pero lo importante es que Zenón aceptase.
—Aceptó, emja. Ya veremos si cumple el acuerdo.
—¿Cómo, no crees en la palabra de un emperador?
—Es un isaurio, un griego. ¿Has leído a Virgilio, princesa? emQuidquid id est, timeo Danaos…
—Pero Zenón va a redactarlo todo por escrito. ¿Por qué desconfías de él?
—Por tres motivos. Primero, por esa mirada que dirigió a Rekitakh al final. No era para conminarle a que callase, sino para indicarle que era algo provisional. No obstante, a pesar de esa connivencia, Rekitakh habría debido protestar para cubrir las apariencias, y más cuando Zenón nos concedió lo que reclama su padre, su oro y el mando militar. Pero Rekitakh es demasiado estúpido para saber fingir. Y, además, aunque Zenón mencionó a tu hermano con varios nombres y títulos, no le nombró una sola vez como rey de los ostrogodos, y supongo que reserva ese título honorífico para Teodorico Estrabón.
—Ahora que lo pienso, emja, tienes razón —dijo, ya menos entusiasmada—. De todos modos… nos acuerda el empactum… nos va a enviar el oro…
—Princesa, si yo tuviera ahora mismo ese oro, apostaría todos los emnummus a una cosa. A que ese empharós que tenemos a la espalda —y te habrás fijado en que no he vuelto una sola vez la cabeza desde que salimos de palacio— está ya lanzando señales de humo, para informar a quien sea de lo que acaba de suceder.
Ella se volvió en la silla y contuvo una exclamación; me volví y pude ver que el humo del faro era una columna vertical mecida levemente por la brisa. Pero no me equivocaba en mis previsiones, pues ya ascendía alguien a toda prisa por las escaleras, llevando, casi con toda certeza, un mensaje para transmitir. No me importaba en demasía. Lo que sí me preocupaba era el grito que había reprimido Amalamena, cerrando con fuerza ojos y boca, al tiempo que su rostro perdía el color rosado y se volvía
blanco y verdoso y se retorcía en la silla, aferrándose desesperadamente a la perilla. Y pensé que, al volverse al mirar al empharós, algo debió romperse en su interior. Tomé las riendas de su caballo, lo acerqué
al mío, la sujeté con un brazo y grité a la escolta que redoblase el paso. En aquel mismo instante, aunque estábamos al aire libre, al hallarme más cerca de ella que nunca, noté el olor raro que despedía. Como he dicho, yo, desde tiempo atrás, estaba acostumbrado a discernir los olores de las mujeres y adivinaba por las diversas actitudes de su humor cuando tenían la indisposición del menstruo; pero aquel olor me era desconocido. Debido a mi agudeza olfativa, tendría que haber sido el primero —aun antes que ella misma— en notarlo; era no un olor muy fuerte e insoportable, como el miasma de Daniel el Estilita, sino un aroma penetrante, insidioso y pegajoso como el humo. Un olor que llegaría a impregnar todo el cuerpo de la princesa, su ropa, su lecho y cuanto tocaba.
El emiatrós Alektor me diría después lo que era; y no es en modo alguno exclusivo de las mujeres, sino que lo exudan hombres y mujeres, me explicó, cuando están afectados por esa clase de cáncer mortal que se convierte en úlcera abierta. En griego se denomina el embromos musarós, el hedor abominable, un nombre que denota el olor, porque la palabra em«musarós» que significa «asqueroso» contiene el vocablo
em«mus» que quiere decir ratón, y es un olor muy parecido al de los nidos de ratones, pero mezclado a otro más penetrante, como el de la orina de una persona después de comer espárragos; puedo añadir, por mi experiencia en la guerra, que se parece algo al hedor gangrenoso de las heridas descuidadas y purulentas. Pero me adelanto a los acontecimientos.
En cuanto llegamos al emxenodokheíon, desmonté con todo cuidado a la princesa y Swanila y otros criados la ayudaron a retirarse a sus aposentos. Como ahora difícilmente podía negar que estaba enferma y con dolor, y como se hallaba muy débil para protestar por mi intromisión, envié una de las esclavas de Khazar a que trajese al emiatrós.
Alektor llegó acompañado del emgrammateús que había prometido Zenón, un anciano delgado que dijo llamarse Eleón. Le hice pasar a una habitación vacía y le dije que se sentara hasta que le requiriese. Y, mientras el emiatrós atendía a la princesa, me puse a caminar angustiado de arriba a abajo, viendo como el escriba afilaba una serie de plumas y se las colocaba en el blanco pelo encima de las orejas, desenrollaba hojas de pergamino, dándolas un innecesario pulimento con una piel de topo, y removía su Frasquito de tinta, salpicando su ropa y algunos muebles.
Cuando Alektor entró en el cuarto, meneando anonadado la cabeza, hicimos un aparte y me dijo:
—No habrá necesidad de camuflar la mandragora; se la toma voluntariamente. Pero ahora que el gusano carroñero ha hecho su aparición y la devora de un modo devastador, necesitará cada vez más cantidad de droga. Administrádsela a vuestro buen criterio. He dado instrucciones a su criada para que le cambie las compresas y otros detalles, pero recomiendo que esté atendida día y noche. Habrá momentos, cada vez más frecuentes, en que será incapaz de realizar sola sus… ejem… necesidades, y no bastará con una sola sirvienta. Tendrá que haber varias, y fuertes, tanto de músculos como de estómago. Con toda franqueza, dudo mucho de que esas atolondradas de Khazar sirvan gran cosa.
—Os prometo que tendrá constantemente los cuidados debidos —dije—. Y os imploro de nuevo,
¿no hay nada más que pueda hacerse?
— emOukh. Nada que yo, como emiatrós, pueda en conciencia ni sugerir. Pero debo decir que parece que se ha logrado algo importante, pues, para tratarse de una joven que se halla en tan desesperado estado, la princesa se muestra admirablemente tranquila.
— emOuá… bueno… he hecho cuanto podía por aplicar vuestra prescripción, emiatrós Alektor, y ella ha conseguido una cosa de gran trascendencia.
—Estupendo, estupendo. Tratad de hacérselo recordar. Exagerad su importancia, si es preciso. Necesitará todo el apoyo espiritual que se la pueda dar a partir de ahora. Cuando se marchó Alektor le dije al emgrammateús que esperase un poco más. Hice una breve incursión en mis aposentos antes de ir a ver a Amalamena. Nada más entrar, Swanilda abandonó
cortésmente el cuarto en que yacía su ama, y yo la dije:
—Princesa, el emlekeis me ha dicho que no estás muy bien. No me cabe duda de que voy a preguntar algo fútil, pero como responsable que soy de tu seguridad, debo preguntarlo. ¿Quieres quedarte aquí, donde puedes estar bien atendida, mientras yo me apresuro a llevar el empactum a Teodorico?
Ella esbozó una triste sonrisa, pero sonrisa al fin y al cabo.
—Fútil pregunta, como dices. Pero también has dicho que en parte se debe a mí el hecho de haber logrado el empactum. Luego no me podrás negar el gran placer de que me regocije de ello en compañía de mi hermano.
—También dije en cierta ocasión otra cosa —repliqué yo, con un suspiro y abriendo las manos—. Que nunca te negaría nada.
—A cambio, Thorn, te prometo que no retrasaré la marcha de la columna. Esa nueva medicina, esa substancia que es como trocitos de corteza, sí que realmente alivia mi…, esta indisposición pasajera… mucho mejor que nada de lo que el emlekeis Frithila me daba. Con ayuda de esa medicina no necesitaré ir tumbada en la carruca dormitoria como una dama ociosa. Podemos dejarla aquí y viajaré en mi mula.
— emNe, ne, no digas tonterías. Enviaré en vanguardia un mensajero al galope con el documento y nosotros podemos ir más despacio con la carruca. He jurado al emlekeis Alektor que te cuidaremos y mimaremos mejor aún de lo que Swanila pueda.
—¿Mejor que Swanila? Qué absurdo. Swanila se ocupa de mi desde que las dos éramos niñas y somos amigas más que ama y sirvienta.
—En ese caso, ahora puede hacerte un favor como amiga. Con tu permiso, he decidido encomendar otra tarea a Swanila y al no estar ella, te atenderé yo, que tengo experiencia en el cuidado de enfermos. Pensé que, desde luego, teniendo en cuenta el final de tales enfermos —mi emjuika-bloth, el joven Gudinando y el anciano Wyrd— no era precisamente una prueba de mis habilidades. En cualquier caso, ella volvió a sonreír, y con auténtico agradecimiento, pero porfió:
—¿Un enfermero para una mujer? Ni lo pienses.
—Amalamena, ha sido tu belleza y decisión lo que nos valió el empactum, y no pienso consentir que ese logro quede en nada. El documento debe llegar rápido y seguro a Teodorico, pues si así no fuese, Zenón podría alegar que no lo ha escrito, no lo acordó y nadie se lo pidió. Y ya sabes que tengo mis dudas respecto a su buena fe. Estoy decidido a que llegue a manos de Teodorico lo antes posible y solicito más colaboración por tu parte en esta misión, pues lo que tengo pensado no puede hacerse sin ella. Y para conseguirla estoy dispuesto a adoptar una medida desesperada, que puede sorprenderte, abrumarte y soliviantarte, pero voy a confiar en que lo que te diga sea un secreto entre los dos.
—¿Qué es lo que has pensado, Thorn? —inquinó con fingida alarma, mientras yo cerraba la puerta y echaba el pestillo—. ¿Seducirme, raptarme?
Yo, aunque había prometido hacerla reír siempre que pudiese, hice caso omiso de la broma, pues que para mí no resultaba nada divertido lo que iba a decirle.