Halcón (56 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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—¿Es eso lo que haces de patrulla, buscar combate, en vez de estar con los que sitian Singidunum?

—No. Patrullar forma parte del asedio. Mira, no somos más que seis mil y el rey Babai tiene nueve mil sármatas dentro de las murallas. Y tenemos que cabalgar de acá para allá muy rápido para pillar simplemente lo que podemos llevarnos. Como no tenemos máquinas de asedio ni torres y arietes para poder entrar en Singidunum, lo mejor que podemos hacer es impedir que Babai y sus hombres crucen las murallas. Aunque, para que no ocupen la ciudad tranquilamente, a ratos les lanzamos una lluvia de flechas, piedras con honda y bolas de fuego. Y hacemos estas incursiones en la campiña para impedir que les lleguen refuerzos o nos ataquen por la espalda. De momento es lo único que podemos hacer.

—Bithus contra Bacchium —comenté yo.

Era otra de las frases de moda que había aprendido en mi roce con las clases altas de Vindobona, que alude a dos famosos gladiadores de la antigüedad que eran de la misma edad, fuerza y habilidad, de modo que ninguno de los dos podía vencer al otro. Quizá a Thiuda le hubiese molestado el comentario, pero tenía que convenir en que era acertado.

— emJa —contestó con un gruñido—. Y podemos seguir con este decepcionante ten con ten durante muchísimo tiempo. O, lo que es peor, quizá no, porque andamos escasos de abastecimientos, mientras que los sármatas disponen de mucho grano en los silos; si no podemos resistir hasta que nuestros convoyes de aprovisionamiento lleguen desde el Sur, tendremos que levantar el sitio. Mientras tanto, nuestras emturmae se alternan en la vigilancia de las murallas y en las rondas a caballo. Ya sabes cómo detesto estar sin hacer nada; por eso procuro salir con cualquier emturma que vaya de incursión a campo abierto. Y ya ves que a veces entramos en combate.

—Sólo he visto Singidunum de lejos, desde el río —dije—, pero me parece inexpugnable. ¿Cómo se apoderaron de ella. los sármatas?

—Por sorpresa —contestó Thiuda con amargura—. La defendía una escuálida guarnición de tropas romanas. De todos modos, por pocos que fueran, con ayuda de la población, habrían debido ser capaces de defender una ciudad tan bien situada y fortificada. El emlegatus debe ser un inepto o un traidor; se llama Camundus y ése no es nombre romano, así que será de algún linaje extranjero y hasta puede que sármata. A lo mejor ha estado de tiempo atrás en connivencia con el rey Babai. En cualquier caso, inepto o traidor, si Camundus está aún vivo en la ciudad, le mataré junto con el rey Babai. Pensé que Thiuda hablaba de un modo más que presuntuoso, cual si sólo él tuviera el mando de la campaña de los ostrogodos contra los sármatas, pero no dije nada y, abrumado a preguntas por su parte, le obsequié con relatos de mis andanzas en Vindobona; sólo las de Thornareikhs, claro, no las de Veleda. Finalmente, la reducida tropa llegó a las afueras de Singidunum, al pie de la cuesta que se iniciaba en el rio y, ahora ya cerca, pude apreciar las dificultades que tenían que vencer los ostrogodos en el asedio. Igual que en Vindobona y en casi todas las ciudades, las afueras constituían los barrios pobres de la ciudad, con las casas de los más pobres, además de talleres, almacenes y mercados y tabernuchas baratas. La fortaleza que albergaba a la guarnición, los mejores edificios públicos, los mejores establecimientos

mercantiles, las tabernas y las posadas más lujosas y las mansiones de los ricos, se hallaban en el plano más alto. Y, como he dicho, todo él estaba rodeado por una muralla, que ahora veía estaba hecha con bloques de piedra enormes muy bien consolidados. Conforme Thiuda y sus hombres y yo subíamos desde el río hacia la ciudad, no vi ningún tejado, cúpula o aguja asomando por encima de la muralla y ésta sólo presentaba una entrada, visible al final del camino que seguíamos y cerrada por una gran puerta doble con arco, que, aunque de madera, estaba hecha con vigas tan enormes unidas con fortísimas lañas de hierro y reforzada en toda su superficie con remaches de hierro, que parecía tan indestructible como la muralla. En las calles había gente —tanto ostrogodos como ciudadanos— y la vida cotidiana de Singidunum seguía su curso rutinario, pero advertí que ninguno de los ciudadanos nos dirigía saludos ni sonrisas, y le comenté a Thiuda que la gente no parecía considerarnos ni acogernos como salvadores.

—Tienen sus motivos. Al menos no se oponen a que estemos acuartelados en sus chabolas, que es lo único que pueden ofrecernos. Babai saqueó sus despensas, bodegas y tiendas y se llevó a la ciudad todas las provisiones, por lo cual esta gente pasa tanta hambre como nosotros; no sé si los ricos de la ciudad están contentos de tener a los sármatas, pero los de los arrabales están tan disgustados con Babai por haber tomado la ciudad, con Camundus por haberlo consentido, como con nosotros por no ser capaces de remediar la situación.

—No creo que yo pueda hacer nada que no se haya hecho —dije yo con toda humildad—, pero me gustaría ayudar en algo. Quizá si vuestro comandante me concediera una audiencia, podría encontrar alguna misión que encomendarme…

—Ya te has estrenado en el combate, Thorn; no quieras buscarte una herida. Primero voy a presentarte a nuestro armero, Ansila, para que os pertreche a ti y al corcel, y, entretanto, iré a acompañar a mis heridos al emlekeis para hacer que los atiendan como es debido. Nos detuvimos ante el taller de un emfaber armorum, en donde trabajaba un herrero bajo la supervisión de un hombre fornido de mediana edad, con barba de ostrogodo, a quien Thiuda dijo:

— emCustos Ansila, te presento a Thorn, amigo mío y nuevo recluta. Tómale medidas para hacerle una armadura completa con casco, escudo, lanza y todo lo necesario. Y al caballo también. Que se ponga a trabajar en ello el herrero ahora mismo. Luego, muéstrale el camino a mi alojamiento. em¡Habái ita swe! —

Ansila nos saludó en silencio—. Nos veremos allí y seguiremos hablando —me dijo a mí antes de marcharse. Mientras el emfaber medía con un cordel la circunferencia de mi cabeza y pecho, la longitud de las piernas y así sucesivamente, Ansila me miraba con curiosidad y, finalmente, dijo: —Ha dicho que sois amigo suyo.

em—Aj, andábamos los dos por el bosque cuando nos conocimos —contesté yo sin pensarlo. —Por el bosque," ¿eh?

—Tengo que decir que Thiuda parece haber progresado mucho desde entonces —añadí—, y da órdenes como si mandase en todos los que participan en el sitio y no a una simple emturma.

—Entonces, ¿no sabéis quién es nuestro comandante? —Pues… emne —contesté, diciéndome que ni se me había ocurrido pensarlo—. He sabido que hace poco ha muerto vuestro rey Teodomiro, pero no sé

quién le ha sucedido.

—Teodomiro es como lo dicen alamanes y burgundios —contestó Ansila, con un estilo pedante que me recordó a los maestros de la abadía—. Nosotros lo pronunciamos Thiudamer, en donde emmer significa

«el conocido, el famoso». Thiudamer el conocido del pueblo; y habría podido añadirse el sufijo honorífico emreiks como dirigente que es, pero hace muchos años que él y su hermano Wala comparten el reino de los ostrogodos y han preferido llamarse Thiudamer y Walamer. Aun después de que Walamer pereciera en combate, su hermano ha rehusado modestamente cambiar y enaltecer su nombre y título. Ahora bien, al morir Thiudamer y dejar como sucesor a su único hijo…

—Un momento —le interrumpí, comenzando a entenderlo—. ¿Quieres decir que mi amigo Thiuda…?

—Es el hijo y sucesor de su homónimo Thiudamer. Es el rey de los ostrogodos y, por supuesto, el comandante en jefe. Es Thiudareikhs, el dirigente del pueblo. O como queráis pronunciar ese nombre en el dialecto o idioma que habléis. Romanos y griegos, por ejemplo, le llaman Teodorico.

CAPITULO 2

La casa de Singidunum que Thiudareikhs había confiscado para alojamiento y empraitoriaún estaba muy cerca de las murallas. Mientras me llegaba a ella a pie —habiendo dejado a emVelox atado con los demás caballos— vi que los ostrogodos se dedicaban a uno de aquellos enérgicos hostigamientos del enemigo. Guerreros situados de trecho en trecho lanzaban por encima de la muralla flechas corrientes y otras de fuego, y arrojaban con honda piedras del tamaño del puño y bolas incendiarias de lino mojado en aceite; desde las almenas y torres de la ciudad, los sitiados respondían despectivamente con algunas flechas.

La casa de Thiudareikhs no era ni mejor ni peor que las que daban alojamiento a sus tropas, salvo que, como no pude por menos de advertir, la familia que la habitaba tenía una hermosa hija que se ruborizaba cada vez que miraba al rey o él a ella; no tenía otra servidumbre Thiudareikhs que los miembros de aquella familia, y había prescindido de un séquito de esclavos o cortesanos, ayudantes, ordenanzas y parásitos por el estilo. Había unos guerreros en la puerta para servir de emisarios si hacía falta, y de vez en cuando entraba y salía algún centurión o decurión para informar o recibir órdenes; pero ningún guardián ni lacayo me impidió la entrada, ni él me recibió con protocolo alguno. Empero, cuando pasé al sencillo cuarto en donde se hallaba sentado —ya sin casco ni armadura, y sencillamente ataviado con una túnica como la mía sin distintivo de mando o de realeza— me sentí

obligado a echar rodilla en tierra y hacer una inclinación.

— emVái, ¿qué haces? —dijo él, conteniendo la risa—. Los amigos no se arrodillan ante los amigos. Sin alzar la cabeza, dije mirando al suelo de tierra apisonada:

—No sé realmente cómo se saluda a un rey; no he conocido a ninguno.

—Cuando me conociste no era rey. Sigamos tratándonos del mismo modo que lo hicimos entonces. Levántate, Thorn.

Lo hice y me quedé mirándole a los ojos, de hombre a hombre, pero sabía que era una persona distinta al Thiuda que había hecho amistad conmigo, y creo que me habría dado cuenta aunque no hubiera sabido quién era. Aunque no llevaba atavíos reales, sí que había algo regio en su rostro y su apostura; sus ojos azules seguían siendo tan alegres y traviesos como cuando profería alabanzas de su «amo Thornareikhs», pero también se oscurecían pensativos o se encendían cuando hablaba del combate y la acción. Antes era simplemente un joven apuesto y agradable, pero ahora era un joven monarca excepcionalmente guapo y atractivo, alto, airoso, musculoso, de melena varonil y barba dorada y con tez bronceada por el viento y el sol. Sus modales eran corteses, de naturaleza afable y de inteligencia manifiesta, y no necesitaba cetro, corona o púrpura para resaltar su preeminencia entre los demás. Por mi mente cruzó veloz como el rayo la siguiente idea: « em¡Aj! , quién fuera mujer!», y por un instante sentí una feroz envidia por la ruborosa campesina que en aquel momento sacudía con un plumero de oca el alféizar de la ventana, pero deseché con firmeza la idea y el sentimiento y le pregunté:

—Entonces, ¿qué trato he de otorgarte? No quiero abusar de nuestra amistad ni parecer irrespetuoso ante los tuyos. ¿Cómo se dirige al rey un villano? ¿Majestad? ¿Señor? em¿Meins fráuja?

—Pobre desgraciado sería lo más adecuado —contestó él, casi en serio—. En realidad, durante los años que he vivido en Constantinopla, todos me llamaban Teodorico y me he acostumbrado a ese nombre. Mi tutor me regaló este sello de oro cuando cumplí dieciséis años para que marcara el monograma de ese

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nombre en mis libros de estudio, cartas y documentos. Es un obsequio que sigo apreciando y utilizando.

¿Ves?

Estaba sentado en un banco tras una rústica mesa llena de pergaminos cubiertos de notas; echó en uno de los pergaminos varias gotas de sebo del cirio, estampó el sello y me lo mostró.

Yo ya me había percatado de que la palabra «Teodorico» —pronunciada aproximadamente como

«el otro rick»— representaba el intento más aproximado por parte de los extranjeros para pronunciar el nombre de Thiudareikhs. Además, poseía un rasgo distintivo suplementario, porque incluía dos palabras griegas: emthéos que significa «dios», y emdoron que quiere decir «don». Por lo que el nombre, aparte de su principal significado de «Rey del Pueblo», podía interpretarse también como «el don de Dios», y qué

duda cabe de que el nombre seguía también la pauta del de Teodosio, otrora emperador del imperio oriental, a quien aún se recordaba con reverencia como gobernante eminente y querido. En definitiva, pensé, difícilmente habrá un monarca que pueda ostentar un nombre más cargado de significados que el de Teodorico.

—Pues te llamaré Teodorico —dije—. Es un nombre cargado de augurios. ¿Por qué has dicho que eras un pobre desgraciado?

—¿Acaso esta pobre y desgraciada choza se asemeja a un palacio real? —replicó él, con un amplio gesto del brazo.

La muchacha dejó de quitar el polvo y puso cara contrita y triste; supongo que por su impotencia para procurarle un alojamiento más lujoso.

—Aquí me tienes —prosiguió Teodorico—, dueño de seis mil hombres hambrientos de comida y conquistas a los que sólo puedo dar un poquito de ambas cosas. Mientras, el resto de mi pueblo, en las tierras al sur y al este de aquí, no son mucho más afortunados. No puedo sentirme rey hasta que no haya demostrado que lo soy.

—¿Reconquistando Singidunum para el imperio romano?

—Bien, emja. No debo fallar en mi primera empresa de rey. Pero ne, no exactamente para el imperio romano, ni tampoco para demostrarme a mí mismo que soy rey.

—¿Para qué, entonces?

Pasó a explicarme algunas cosas que yo ya le había oído comentar a Wyrd. Hacía casi cien años, me dijo, que la rama de la nación goda a la que él pertenecía —el linaje amalo o de los ostrogodos— era un pueblo desarraigado, sin tierras y errabundo, que vivía de forrajear y del pillaje; su padre y su tío, los dos reyes hermanos Teodomiro y Walamer, habían firmado tratados de alianza con el emperador León del imperio romano oriental.

—Por eso —dijo— me enviaron de niño a Constantinopla. No puede decirse que fuese prisionero de León, pues me crió con arreglo a mi condición real, pero sí que era un rehén como garantía de que mi pueblo no violaba esos tratados.

Con arreglo a esa alianza, León había pagado a los dos reyes una importante emconsueta dona, una suma anual de oro, para que los guerreros vigilasen y defendiesen las fronteras norte del imperio, y había concedido, además, a los ostrogodos las nuevas tierras de Moesia Secunda, donde éstos vivieron en paz como agricultores, pastores, artesanos y comerciantes, llegando a alcanzar todos los refinamientos y adelantos de la civilización y esforzándose por ser buenos ciudadanos romanos. Pero la paz se había truncado con el reciente fallecimiento del emperador León, pues su sucesor León II, nieto del mismo, o, mejor dicho, el regente que gobernase en su nombre, no sancionaba los tratados con ningún pueblo extranjero.

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