Halcón (53 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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Dengla se quitó la capa de calle, la dejó en el diván y, sin instarnos a que la acompañásemos, se fue hacia la pista de baile, saltando, corriendo y gritando como el que más. Así, vi que sus piernas eran cortas y gordezuelas y tenía unos pies largos y estrechos que golpeaban el suelo de mosaico como ruidosas manotadas, audibles por encima de aquel empandemónium. Tampoco eran muy atractivos los otros bacantes, pues las mujeres y los pocos hombres serían de la edad de Dengla o más viejos y nada tentadores; salvo Filippus y Robein, era yo la persona más joven, y he de decir, sin falsa modestia, que muchas de las mujeres de los divanes cercanos me miraban, me saludaban con la mano y me hacían guiños. La luz era muy tenue para que pudiera ver si las danzantes exhibían muestras de excitación sexual

—como puede ser la tumescencia de los pezones— pues sus frenéticas contorsiones y alaridos habrían podido interpretarse como locura o como desenfreno de la pasión carnal. Y lo mismo sucedía con los hombres, porque ninguno mostraba el emfascinum tumescente; en eso, me bastaba la luz de las antorchas para apreciarlo. El empraefectus Maecius, por ejemplo, se había excitado al extremo de despojarse de su dignidad al mismo tiempo que de la ropa, y saltaba torpemente sacudiendo sus protuberancias adiposas, pero lo que le colgaba debajo del bamboleante saco del vientre era, a ojos vista, no mayor que un lóbulo de oreja.

Los danzantes, cuando pasaban junto a la mesa de mármol, cogían de las bandejas unas cuantas uvas o un racimo y dejaban por todas partes pepitas y jugo. Cuando los danzantes sentían sed, abandonaban la pista y acudían a beber más vino; algunos simplemente se tumbaban bajo el tonel y bebían directamente de la espita, por lo que iba formándose un charco en el suelo y todo estaba resbaladizo, y más de uno cayó cuan largo era suscitando las consiguientes risas. Ya no había ningún hombre en los divanes, pero aún quedaban algunas mujeres sentadas, como yo, que parecían divertirse con el espectáculo, pero también se habían desvestido, aunque tres o cuatro conservaban la ropa interior al estilo romano: un emstrophion cubriendo los senos, un cinturón y un pequeño taparrabos, y nos lanzaban miradas de reproche a mí y a los mellizos, por lo que me incliné y dije a los niños la frase de san Ambrosio:

— emSi fueris Romae, Romano vivito more…

Seguramente no entenderían latín, pero al ver que comenzaba a desvestirme ellos también lo hicieron y se quedaron desnudos. Yo, naturalmente, conservé la faja en las caderas, tapándome el miembro viril. Para ocultar el hecho de ir disfrazado, lucía una lujosa franja de lino fino con cuentas de colores; además, tuve buen cuidado de relajar mis músculos pectorales e inclinarme un poco para que se me notaran lo más posible los escasos senos.

Pero una vez que los mellizos y yo estuvimos desnudos como los demás —los niños permanecían sentados tapándose púdicamente sus partes con las manos— comprobé que ya nadie nos miraba. Todos prestaban atención al altar, donde ahora se llevaba a cabo el único sacrificio ritual a que he asistido en mi vida. Dengla y otras muchas danzantes desnudas cesaron en sus desenfrenados giros y se abalanzaron como enloquecidas sobre los cabritos, y, en medio de gritos de em«¡Io Baco!» «¡Euoi Baco!», todas se precipitaban tratando de hacerse con un cabritillo y si lo conseguían —como fue el caso de Dengla—

desgarraban con las uñas, a guisa de espolones, el vientre del animalito para sacarle las visceras, hundiendo el rostro en la horrible carnicería. Cuando dos o más mujeres asían un mismo cabrito, tiraban de las patas para partírselo y los animales lanzaban alaridos más fuertes que ellas, al quedar desmembrados, sin orejas, sin cola y sólo cesaban en sus lamentos cuando les retorcían el pescuezo. Cuando por fin los catorce cabritos quedaron totalmente despedazados, los venerables recogieron los trozos que las carniceras aquellas no habían devorado y los fueron arrojando por la nave. Algunos bacantes se habían entregado a una danza delirante durante la carnicería sin preocuparse de que les cayera encima un ojo, una costilla o un trozo de intestino, pero la mayoría habían abandonado el baile durante el sacrificio y los que no danzaban se habían levantado de los divanes para unirse a los demás.

Ahora todos juntos se afanaban por hacerse con un trozo de carne —incluso un resto tan irreconocible por haber sido pisoteado o algo tan evidentemente repugnante como un pene— y comérselo felices. Noté que los mellizos hacían una especie de gargarismo y vi que vomitaban convulsos sobre el charco de vino esparcido que llegaba ya hasta nuestro diván.

Si todo aquel desnudismo, la música, los cantos y la danza no habían suscitado gran ardor sexual entre los bacantes, la bestial devoración de carne cruda había logrado el propósito; a los varones se les veía ahora el emfascinum enhiesto y comenzaban a emplearlo, aunque no con las mujeres. Maecius asió a uno de los eunucos, un hombre tan obeso como él, y lo tumbó en un diván, donde, sin besos, caricias ni preliminar alguno, se le echó en las enormes nalgas y comenzó a penetrarle emper anum; el resto de los hombres hacían igual, y tanto los que estaban arriba como los que se hallaban debajo, se retorcían, gimoteaban y lloriqueaban complacidos, como si sintieran los arrebatos normales de la cópula entre hombre y mujer.

Todo lo que había visto hasta aquel momento de la ceremonia podía haber sido extraído del emSatyricon de Petronio, excepción hecha de que no se trataba de actos humorísticos o sardónicos, sino realizados con auténtico fanatismo. No era de extrañar que gente como Maecius pagasen dinero a la extorsionista Dengla, pues él y otros de su alcurnia tenían motivo más que sobrado para no desear que divulgase su asistencia a los ritos báquicos, pero más temor tendría que sentir el empraefectus porque se supiera que se avenía a ser lo que los romanos llaman emconcacatus o «embadurnado de excremento», es decir, un varón que copula con otro; la ley estipula una fuerte multa y castigo por ese delito contra natura, y no cabe duda de que Maecius habría perdido su prominente situación política en Vindobona. En cuanto a las bacantes, se refocilaban en el mismo acto antinatural. Desde luego que yo me había imaginado que todas eran emsórores stuprae, como ahora comprobaba, pero imaginaba que gozaban de un modo cálido, afectuoso e íntimo como habíamos hecho Deidamia y yo cuando creíamos que éramos así; pero éstas no buscaban un placer semejante. Melbai y otras cuantas habían sacado de no sé dónde unos emolisbos, atándoselos al vientre. Un emolisbos es un emfascinum artificial de cuero o madera pulimentada; algunos de los que allí había eran del tamaño y colorido normal del de un varón, pero vi otros de un tamaño exagerado y grotesco, con verrugas o torcidos, y algunos estaban pintados de negro de Etiopía, eran dorados o tenían algún otro extraño color.

Ahora entendía lo que había querido decir Dengla con lo del «escariado», pues las mujeres con emolisbos actuaban igual que Maecius con su pasivo compañero, y, sin ningún prolegómeno afectuoso o galanteo, tumbaban a sus compañeras en los divanes, se les echaban encima y las violaban. O quizá

«violar» no sea el término correcto, ya que a las agredidas les complacía a ojos vista que las violasen. Melbai estaba penetrando a una de las mujeres de alcurnia que yo había reconocido al entrar y a Dengla la fornicaba una vieja asquerosa, y ni ella ni la emclarissima emitían la menor queja. De hecho, igual que los hombres con sus Ganímedes, las mujeres copulantes se retorcían jadeantes y gemían de gozo. Yo comprendía, aunque no del todo, que la mujer de abajo experimentase cierto placer, aunque fuese con un emfascinum falso, pero lo que no entendía era que la que esgrimía el emolisbos sintiese algo, a menos que se tratase de algo mental, de una especie de fruición perversa haciendo el papel de hombre como emstuprator, conquistador y violador.

Sea lo que fuere, al cabo de un rato vi que las mujeres cambiaban de sitio y de pareja y se pasaban unas a otras los ya humedecidos emolisbos; así intercambiaban los papeles de violador y violada, e incluso algunas asumieron el doble papel, pues tenían un emolisbos de doble extremo que no había que atarse y con él se ponían a cuatro patas, nalgas contra nalgas, y se lo insertaban para mutuamente fornicarse con un movimiento de vaivén.

Cierto que algunas no participaban y se contentaban con mirar, pero sí que se proferían gritos extravagantes —como expresión de su emhysteriká zélos, supongo— y se restregaban y sobaban la entrepierna; otras, tumbadas en divanes próximos al mío, sin pareja en aquel momento, me sonreían naciéndome señas; pero yo no estaba dispuesta en modo alguno a prestarme a una fornicación ficticia. Ya entonces había retozado con muchas mujeres —en la primera ocasión haciendo de mujer y a partir de entonces, ya de varón—, pero siempre me había servido de mi propia carne para excitar y gozar de la

carne ajena. El modo de satisfacción que utilizaban allí, no sólo era una cosa fría, distante y brutal, sino ridicula por ende; a mí me parecían vacas que se servían de las ubres para penetrarse. Y tampoco me apetecía unirme a los bacantes masculinos con su método neroniano de copulación, aunque ellos al menos se servían de sus cuerpos sin aditamentos artificiales. Yo ya había conocido por experiencia el magnífico placer de yacer con un hombre siendo mujer, y no podía creerme que aquellos emconcatatus pudiesen sentir nada parecido.

Durante todo el tiempo, las músicas estuvieron tocando una melodía frigia dulce y suave casi empalagosa, sin duda para inducir en las bacantes emociones amorosas; ahora acallaron de nuevo los instrumentos para que el sacerdote más viejo —que no había sido penetrado por ningún otro hombre—

hiciese una proclamación, y, con la misma rimbombancia de empraeco que anuncia los juegos del circo, gritó en griego, latín y gótico:

—¡Ruego santo silencio a todos! ¡Ahora vamos a ser testigos y a compartir un importante acontecimiento que embellecerá aún más esta santa y festiva noche de Baco!

Casi todos guardaron silencio, pero había algunos que seguían copulando, de uno u otro modo, lanzando gruñidos, gritos o risitas, y el anciano venerable elevó aún más la voz:

—¡Me congratulo en anunciaros que esta noche dos jóvenes novicios varones van a ser consagrados al dios e iniciados en su rito! ¡La bacante Dengla nos hace el honor de ofrecer a sus dos hijos a Baco!

Yo estaba sentada entre los dos mellizos y oí como lanzaban lastimeros gemidos, al tiempo que se agarraban a mi brazo. Las músicas dejaron a un lado sus instrumentos ligeros y cogieron otros más pesados: tambores y címbalos.

—La propia madre oficiará en la ceremonia de iniciación —añadió el anciano— y a la manera tradicional introducida en la antigüedad por la bacante de Campania cuya entrega de los hijos todos recordamos y reverenciamos. ¡Prestad atención a esta ocasión sin igual!

Tras esas palabras, las bacantes que no estaban ocupadas en otra cosa comenzaron a aplaudir, pateando enardecidas y gritando: em«¡Euoi Bacche! ¡lo Bacche!» Yo pensé en coger a los mellizos y escapar con ellos, pues me temía que las bacantes fuesen ema despedazarlos para comérselos como habían hecho con los cabritos, pero antes de que tuviera tiempo de decidirme, Dengla y Melbai se nos echaron encima.

Tenían el pelo revuelto y enredado y mirada de dementes; sus muslos, el bajo vientre afeitado y los labios menores, que les sobresalían flaccidos, los tenían pringosos y olían a vino, pero a mi agudo sentido del olfato femenino le pareció aún más repugnante el olor rancio que había dejado en sus cuerpos los excesos sexuales; su boca y sus pechos flaccidos estaban manchados de sangre reseca; Melbai cogió a los niños por la muñeca, mientras Dengla rebuscaba en la capa que había dejado en el diván para coger un inusitado emolisbos que yo no conocía: tenía un racimo de penes, como una seta con muchos tallos y cabezas, en imitación del miembro viril en tamaños progresivos, desde uno pequeño de niño hasta uno grande de adulto.

—Vamos, hijos —decía Dengla—. Y sin protestas ni quejas. Esto o… el tirso. Melbai subió a los niños a un diván cerca de donde estaban las músicas y Dengla se llegó a él, sin entregar el horrible emolisbos a un venerable para que se lo atase, sino atándoselo ella misma. Desde donde yo estaba, con la poca luz, no podía distinguir bien a Filippus y Robein, pero Melbai y las sacerdotisas obligaron a uno de ellos a doblarse sobre el borde del diván; las demás bacantes permanecían de pie en la nave a respetuosa distancia para que todos viesen la escena, mientras seguían exclamando em«¡Io acche!

¡Euoi Bacche!»

Dengla se situó detrás del niño inclinado y miró en derredor como asegurándose de que era el centro de atención; su mirada se cruzó con la del escuálido venerable y le dirigió una inclinación de cabeza. Inmediatamente el cántico de los congregados alcanzó un paroxismo y las músicas comenzaron a batir los tambores y a chocar los címbalos para apagar el grito del niño al ser empalado por el más pequeño del racimo de emolisbos. Nadie oyó el grito, pero yo me di cuenta de que gritaba por la contorsión

del cuerpo y el brusco movimiento de la cabeza hacia atrás, abriendo desmesuradamente la boca. Su hermano contemplaba la escena con ojos desorbitados.

Prosiguió el furioso batir de tambores mientras Dengla daba envites con las caderas un rato, hasta que paró y retrocedió un paso; el niño permaneció abatido sobre el sofá presa de un leve movimiento espasmódico, pero su tregua fue breve; volvió a experimentar una convulsión, sin que se oyera el grito al introducirle el segundo emolisbos, y así uno tras otro hasta el final. El último y más grande se lo estuvieron metiendo sin cesar un buen rato, mientras Melbai y las otras bacantes sonreían al ver que el niño parecía haberse acostumbrado a la violación y la soportaba relajado, quizá disfrutando. Dengla se separó finalmente de él, se desató el emolisbos múltiple y dio la vuelta al niño de cara a los bacantes. Vimos todos como su pequeño miembro, como si hubiese sentido un estímulo interior, se había transformado en un aceptable emfascinum; para que se mantuviera erecto, Dengla le masturbó, al tiempo que se inclinaba para decirle algo. Los mimos y las caricias hicieron que su compungida expresión se fuese transformando en una sonrisa beatífica.

Era lo que esperaba Melbai para echar al otro niño en el diván y hundirle la cara en él; las bacantes reanudaron el griterío y las músicas volvieron al redoblar de tambores, mientras Dengla acercaba al primer mellizo contra las nalgas de su hermano, orientando con una mano el emfascinum hacia el lugar adecuado y con la otra le daba un empujón en el trasero. Su hermano experimentó una convulsión como le había sucedido a él antes y profirió el grito inaudible, retorciéndose; el pequeño violador se habría retirado, pero la madre le mantuvo en posición obligándole con su propio cuerpo al movimiento de caderas hasta que ya lo hizo él solo. Al cabo de un rato él mismo se agarraba con fuerza a su hermano, dándole fuertes embestidas hasta que, finalmente, sintió un estremecimiento y echó la cabeza hacia atrás con cara muy sonriente.

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