Los chicos entraron con una pesada ánfora, que ambos miramos con cierta sorpresa y alegría, pues en nuestra época de modernos barriles y toneles es raro ver un ánfora antigua auténtica de barro cocido; era, además, no de las que tienen el fondo plano, sino ahusado, de modo que no se tienen en pie, por lo que nos imaginamos que había estado hundida en la tierra de la bodega para que el vino madurara, y nos congratulamos con la prometedora perspectiva de que no sería vino corriente de taberna. No obstante, cuando el Gordo rompió el sello, metió un cazo de mango largo y sirvió el rojo líquido en una copa, Thiuda lo cogió con gesto imperioso, lo olió con suspicacia, dio un sorbo, lo paladeó
lentamente y puso los ojos en blanco. Yo creo que habría osado decir que no era bueno y pedir otra ánfora de no haber estado sedientos del viaje. Por ello, lanzó un simple gruñido y dijo:
—Un Falerno decente. Está bien.
Y dejó que el satisfecho posadero nos llenase las copas.
Luego, cuando comenzaron a traer la comida —en diversos platos, siendo el primero una sopa de sesos de ternera con guisantes— yo hice caso omiso hasta que Thiuda fue probándola ceremoniosamente para, tras una pausa inquietante, dar su parecer de «aceptable» o «adecuado», e incluso de «satisfactorio»
en uno de los platos, lo que casi hizo que el Gordo se echase a bailar de alegría; pero una vez cumplimentada la farsa, Thiuda atacó con ganas y se puso a devorar con el mismo apetito que yo. Entre los dos platos principales —anguilas del Danuvius braseadas con hierbas y liebre guisada con salsa al vino— hice una pausa para eructar, respirar y preguntarle a Thiuda:
—¿De verdad que te vas tan pronto para ir al pueblo donde naciste?
—Sí, pero no sólo por eso. Hace mucho tiempo que no he visto a mi padre, así que voy a bajar por el Danuvius hasta Moesia y a Novae, que es la capital de los ostrogodos, para verle.
—Siento que te vayas.
em—Vái. Te has recuperado de la mordedura de víbora y aquí te tratan como a un personaje. Aprovéchalo. Vindobona es una ciudad agradable para pasar el invierno. Yo pernoctaré en casa de esa viuda para levantarme temprano sin esperar a que los mozos del establo me preparen el caballo.
—Pues, entonces, Thiuda, quiero decirte cuánto me alegro de haberte conocido. Te debo la vida y, aunque sé que, como terco ostrogodo que eres, no aceptarás las gracias, espero algún día poder devolverte el favor.
—Muy bien —dijo él, afable—. Cuando oigas decir que el rey Babai y sus sármatas han comenzado a hacer de las suyas en algún sitio, dirígete allá y me encontrarás luchando contra ellos; y te invito de todo corazón a que combatas a mi lado.
—Lo haré; te doy mi palabra, lo haré. emHuarbodáu mith gawaínhja.
— emThags izvis, Thorn, pero prefiero no viajar en paz. Para un guerrero la paz es desazón. Dime, igual que yo te digo: emhuarbodáu mith blotha.
— emMith blotha —repetí, alzando mi copa para brindar con vino color sangre. Pasé aquel invierno en Vindobona, y algún tiempo más, pues es una ciudad con grandes posibilidades para divertirse y entretenerse, y más un empersonaje como yo. Aunque no poseía la fortuna que aparentaba, bastaba con que lo fingiera; mantuve mi altiva actitud hacia los inferiores y actuaba como si casi todos fuesen siervos, con lo cual lograba que se inclinasen, se arrastrasen y me tratasen como si reconociesen ser inferiores. Pero me mostré más afable con personas de condición similar a la que yo aparentaba y entablé relación con algunos huéspedes selectos del emdeversorium, lo cual parecía halagarles. Ellos me presentaron a sus conocidos de alcurnia en la ciudad y éstos a otros de igual condición social. Finalmente, me invitaron a casa de los prohombres de Vindobona, y asistí a reuniones familiares y a grandes fiestas y elaboradas celebraciones que animan la estación invernal, haciendo muchas amistades entre los notables de la localidad.
Quizá cueste creerlo, pero durante todo el tiempo que estuve en Vindobona, ni una sola persona —
ni siquiera entre los amigos que hice— me preguntó en ninguna ocasión cuál era exactamente mi posición, título o linaje, ni de dónde procedía mi ostensible riqueza; los más íntimos me llamaban
«Thorn», otros más formalistas me trataban de em«clarissimus» o de em«liudaheins», equivalente gótico. Añadiré que no era el único que fingía lo que no era en aquellos círculos. Muchos, incluso los de origen germánico, habían adoptado hábitos romanos al extremo de ser incapaces —o fingían serlo— de pronunciar la letra rúnica em«thorn» ni el em«kaunplaus-hagl», por lo que evitaban con sumo cuidado la pronunciación de esos sonidos con «th» y «kh» y siempre me llamaban al estilo romano, Torn o Tornaricus.
Me apresuraré a decir que, aunque proseguía mi impostura y ellos no dejaban de tratarme en consonancia con el rango que me había atribuido, nunca me valí de mi posición para defraudar a nadie materialmente, y, al contrario de lo que Thiuda había sugerido, pagaba al posadero de vez en cuando lo que le debía y dejé de llamarle despreciativamente Gordo para decirle Amalrico. Con esas concesiones logré que se hiciese amigo y me dio muchos consejos útiles para aprovechar al máximo mi ventajosa posición entre las familias importantes de Vindobona.
Desde los primeros días decidí vestir en consonancia al personaje que representaba, y le dije a Amalrico que, aunque me placía viajar sin ostentación, ahora deseaba mejorar mi vestuario, y le pedí me aconsejara los mejores sastres, zapateros y joyeros de la ciudad.
— em¡Aj, Señoría! —exclamó—. Un hombre de vuestra condición no va a verlos; son ellos los que deben venir aquí. Permitid que los convoque, y perded cuidado, elegiré únicamente a los proveedores del emlegatus, el empraefectus, el emherizogo y otros emliudaheins. Así, al día siguiente se presentaron en mi aposento un sastre con sus ayudantes para tomarme medidas y enseñarme los modelos de prendas y las distintas clases de tela. Había algodones de Cos, linos de Camaracum, lanas de Mutina y hasta tules de Gaza… y una tela increíblemente fina, suave, maravillosa, casi viva, que nunca había visto.
—Es seda —me dijo el sastre—. La teje un pueblo llamado los seres, y me han dicho que la extraen de una especie de vellón o quizá una pelusa, que recogen de las hojas de un árbol que sólo se cría allí. No sé siquiera donde están esas tierras, sólo que se hallan en Oriente. Es un tejido tan escaso y caro, emilustrissimus, que solo las personas ricas como vos pueden costeárselo. Luego me dijo el precio —y no por la medida común para las telas de tres pies, ni siquiera por pies, sino por emuncía— y yo me mantuve impasible, pero pensé emIésus, vale más que oro hilado, y sabía que el ilustre Thornareikhs no tenía medios para pagarse tal capricho, cosa que no le dije al hombre, por
supuesto, y musité una excusa, alegando que la seda me parecía demasiado endeble para el uso que fuera a darle.
—¿Endeble? em\Ilustrissimus, una túnica de seda dura más que una coraza!
Le dirigí una mirada airada y el hombre no volvió a abrir la boca, mientras yo elegía telas más baratas, aunque no sin mucho pensármelo y refunfuñar a propósito de su mala calidad. Elegí modelos de túnicas, camisas, calzones, una capa de lana de invierno y hasta una toga al estilo romano, que el sastre insistió en que me sería necesaria para «recepciones oficiales».
Otro día, vino un emsutor, también con modelos y muestras de fieltro y cuero —toda clase de pieles, desde corzo suave hasta llamativo emcrocodilus— y le encargué varios pares de sandalias para andar por casa, zapatos de calle con hebillas al estilo escita y un empetasus para el invierno. Otro día vino un emunguentarius con un cofre lleno de frascos que fue abriendo uno tras otro para que oliera los perfumes.
—Éste, emillustrissimus, es esencia de flores de la llanura de Enna en Trinacria, en donde hasta los perros de caza pierden el rastro en medio de tanta fragancia. Y éste, esencia pura importada del valle de las Rosas en la Dacia, un valle en el que sus habitantes no dejan que crezca ninguna otra planta para que no empañe la pureza de sus rosas. Tengo también esta esencia de rosas, no tan cara, porque viene de Paestum, en donde las rosas florecen dos veces al año.
En parte por ahorrar y en parte porque no advertía la diferencia entre los dos perfumes, elegí el más barato. Otro día —o mejor dicho, una noche— vino un emaurifex a enseñarme anillos, broches, brazales y fíbulas, además de piedras preciosas sin engarzar para hacer las alhajas que quisiera encargarle. Me mostró diamantes, rubíes, zafiros, esmeraldas, berilos, jacintos y otros muchos, unos montados en oro y otros en plata.
—Si no queréis hacer exagerada ostentación de riqueza, emillustrissimus, hay diversas piedras preciosas que, engarzadas en el metal llamado bronce de Corinto, que es cobre con una pequeña aleación de oro y plata, lo hace brillar más que el mejor cobre. El nombre le viene, como quizá sabréis, emillustrissimus, de haber sido inventado —o, mejor dicho, descubierto— cuando en la época antigua los romanos quemaron Corinto y todos los metales preciosos fueron amalgamados. También por ahorrar, elegí dos fíbulas de bronce de Corinto, haciendo juego y engarzadas con granates violáceos. Creo que, a fin de cuentas, no gasté muy pródigamente, y que las cosas que elegí no eran muy ostentosas. Por ejemplo, cuando el sastre volvió con las prendas que le había encargado para hacer la primera prueba, me dijo:
—No he querido, desde luego, añadir ningún colorido ni a la orla de las túnicas o la toga ni a la capa. Como os he tratado profusamente de emillustrissimus y no me habéis corregido, no estoy seguro de si ésa es vuestra condición —en cuyo caso adornaría todo con verde— o si tal vez sois de condición patricia y sois digno de la púrpura. Y tampoco me habéis indicado si deseáis esos adornos en colores simples o con figuras.
—Nada —le dije, agradeciendo para mis adentros su explicativo parloteo—. Ni colores, ni figuras; prefiero la tela sin adornos y en su color natural.
— em¡Eaux! —exclamó el sastre, dando palmadas de alegría—.
¡Ha hablado un hombre de gusto! Comprendo vuestro razonamiento, emillustrissimus. La naturaleza no hizo esas telas llamativas, ¿por qué habría de hacerlas el usuario? Sí, la simplicidad de vuestro porte os permitirá destacar entre los demás más que si lucieseis plumas de pavo real. Yo me temía que estuviera halagándome, pero vi que no era el caso, pues cuando, después, acudí
con aquellas prendas a los lugares en que me invitaban, varios personajes eminentes e inteligentes, y mucho más cosmoplitas que yo, me manifestaron sus sinceros cumplidos por mi gusto vestimentario. El breve diálogo con el sastre me enseñó algo muy importante: a callarme cuando se trataba de algún asunto que habría debido saber y que ignoraba. Callando la boca, no hacía ver mi lamentable inexperiencia; y si la conservaba cerrada lo bastante, siempre alguien o alguna circunstancia me serviría de orientación.
Así, cuando mantenía un prudente silencio, ocultando mi ignorancia con un aparente desdén por la conversación, no sólo evitaba decir necedades, sino que hacía creer a los demás que sabía más que ellos. Una noche, después de una cena en el emtriclinium de Maecius, el anciano y obeso empraefectus de Vindobona, las mujeres se habían retirado y estábamos entregados de lleno a la bebida, cuando entró
discretamente un mensajero a entregar un escrito a nuestro anfitrión. El empraefectus lo leyó y carraspeó
para llamar la atención. Todos interrumpimos la conversación y nos volvimos hacia él.
—Amigos y conciudadanos romanos —dijo Maecius en tono solemne—, he de anunciaros una alarmante noticia. Mis agentes en Ravena me acaban de hacer llegar el mensaje, así que la sabréis antes de que nos llegue comunicación oficial. La noticia es que Olybrius ha muerto. Una exclamación surgió de todos los presentes.
—¿Qué? ¿También Olybrius?
—¿Cómo ha sido?
—¿Otro asesinato?
No se me ocurrió decir, como hacía antes, «¿Y quién diablos es ese Olybrius?», sino que acogí la noticia con indiferencia y di un trago de vino.
—Esta vez no ha sido un asesinato —dijo Maecius—. El emperador ha muerto de hidropesía. Se alzó un coro de murmullos.
—Bien, es un alivio saberlo.
—Es una muerte algo vulgar para un emperador.
—Cabe preguntarse qué es lo que sucederá ahora.
No dije tampoco, como antaño, «¡Yo creía que era Antemio el emperador de Roma!», y me contenté con dar otro sorbo de vino.
—¿Qué sucederá ahora? —repitió el empraefectus—. Os sugiero que se lo preguntéis al ilustre joven Tornaricus, aquí presente, aunque me imagino que no os lo dirá. Miradle bien, amigos. Es el único al que no parece sorprender ni afectar la noticia.
En el comedor todos volvieron la vista hacia donde yo estaba, y yo no podía hacer otra cosa más que mirarles impasible. No consideré que venía a cuento reírme ni sonreírme, pero tampoco juzgué
apropiado echarme a llorar.
—¿Habéis visto alguna vez actitud tan impávida? —dijo Maecius—. ¡He aquí un joven dotado de un admirable conocimiento!
Todos me miraban admirados, pero el empraefectus prosiguió:
—Héteme aquí, cargo de empraefectus tengo, y ¿qué sé de los acontecimientos del imperio? Que el emperador Antemio ha sido horriblemente asesinado y a instigación de su propio hijastro, el mismo que le entronizó, Ricimero. Exactamente cuarenta días más tarde muere el propio Ricimero, de supuestas causas naturales, y otro de sus acólitos, Olybrius, se hace dueño del imperio de Occidente. Y ahora, dos meses después de su entronización, muere también Olybrius. Vamos, Tornaricus, decidnos lo que sepáis.
¿Quién será el próximo emperador y por cuánto tiempo?
—Decídnoslo, decídnoslo, Tornaricus —me instaron otros.
—No puedo —contesté sonriente, a pesar de sus despropósitos.
—¿No veis? ¿No os lo había dicho? —espetó Maecius en tono jovial—. Los que aspiréis a ser hombres importantes, tomad ejemplo de Tornaricus. Un hombre dotado de tan profundo conocimiento siempre es depositario de importantes secretos. Por la Estigia que me gustaría tener vuestras fuentes de información, joven Tornaricus. ¿Qué agentes tenéis? ¿No podría sobornarlos a mi favor?
—Vamos, Tornaricus —dijo otro de los ancianos de la ciudad—. Si os negáis a darnos el nombre del sucesor de Olybrius, ¿no podríais al menos darnos una idea de la noticia que nos pueda llegar de Ravena? ¿Disturbios? ¿Desastres? ¿Qué, acaso?