—Vamos, vamos, Uiridus —terció el emlegatus—, no tienes por qué cenar del emconvivium de la tropa. Tú y tu aprendiz, ahora que tenéis aspecto civilizado y oléis a seres humanos, cenaréis conmigo. Y así lo hicimos. En el suntuoso triclinio de la mansión de Calidius, cené por primera vez al estilo romano. Es decir, era también la primera vez que comía tumbado, apoyado en el codo. Todos cenamos en aquella postura en tres divanes dispuestos a la manera de la letra C, con la mesa en el centro, a la que los criados accedían por la parte abierta de la C. Resultaba evidente que no era la primera vez que Wyrd cenaba así, porque se mostraba muy cómodo y desenvuelto. Yo no sabía aún nada de sus orígenes, aunque me constara que no siempre había sido un cazador solitario, y comenzaba a sospechar que aquel viejo rudo y hosco debía haber gozado de una buena posición social, superior seguramente a la de emdecuño al mando de diez auxiliares de una legión romana.
Yo me sentía muy fuera de lugar en aquella mansión, pero, como es propio de los jóvenes, hice como si aquella cena fuese lo más natural del mundo para mí, y Calidius y Wyrd —e incluso los criados— tuvieron la discreción de no reírse de mis muchas torpezas. Estaba, sí, acostumbrado a comer con cuchillo, y la cuchara la había usado muchas veces en los dos conventos, pero eran dos adminículos que me costaba manejar con soltura en posición reclinada. Y lo que es peor, en aquella mesa había un tercer objeto para cada comensal —un chisme de metal con dos pinchos, que se empleaba para ensartar los trozos de comida y llevárselos a la boca— y que verdaderamente me costó dominar. Me preocupé tanto por no mostrarme fuera de lugar, que comía despacio, pese a que yo solía hacerlo con voracidad. Tenía hambre de sobra, después del reconfortante baño, para haberme comido hasta la piel de carnero, pero ni que decir tiene que aquellas viandas eran mucho más selectas que las que hubiesen servido en el emcenaculum de la tropa y mucho más refinadas que las que yo había jamás engullido.
—Siento que el vino no sea más que un simple caldo de Formio —dijo el emlegatus, sirviéndonos una copa—. Ojalá tuviese uno de Campania o de Lesbos con el cual brindar por el éxito de vuestra empresa, Uiridus.
Wyrd torció el gesto, porque el vino no sólo estaba aguado, sino que además lo habían perfumado con resina. Pero a mí me pareció bastante bueno.
Se inició la cena con unas gachas de castañas y lentejas y el plato principal fue jamón cocido con un envoltorio de pasta crujiente, servido en rodajas con guarnición de higos cocidos. Hubo un segundo plato de remolachas y puerros guisados en vino de pasas de Corinto y aliñado con aceite y vinagre, y otro de algo parecido a pasta seca y cortada en tiras estrechas y muy largas, aderezado con aceite con sabor a ajo. Este plato fue el que más me costó comer, pues había que llevarse el alimento a la boca enrollando las tiras en aquel utensilio con dos pinchos (yo miré cómo lo hacían ellos) formando una bola de tamaño adecuado. Yo aún estaba examinándolo cuando ellos ya habían terminado. Afortunadamente para mi compostura y competencia, que se suponía debía tener, la cena concluyó con dulces fáciles de comer: un ligero y delicioso pastel de queso con ciruelas, acompañado de unas copitas de un vino violeta. Hubo un momento durante la cena en que un criado trajo recado de que el emsignifer Paccius había llegado, y el emlegatus le hizo pasar. Traía al pequeño carismático vestido y con mayor elegancia que ninguno de los niños que había visto yo en la ciudad de Vesontio. Era un atavío en miniatura del que llevaba el emlegatus pero de color más llamativo: una túnica ceñida de lino azul claro, de las que llaman emalícula, con la orla bordada con flores, calcetines de algodón y botines de cuero blando de color aún más amarillento que el nuevo color de pelo del niño. Sobre la emalicula llevaba echada una capa de lana rojo intenso, sujeta al hombro con un broche de plata.
El emlegatus permaneció tumbado, mascando pausadamente como un buey rumiante y mirando al pequeño. Luego, asintió con la cabeza e hizo seña a Paccius para que se lo llevara. Cuando hubieron salido, tragó ruidosamente, lanzó un suspiro y dijo emocionado:
—Es casi como mi propio nieto.
—Pues, ¿por qué no te quedas con él, en lugar de implicarme en un riesgo semejante con el nieto auténtico? —inquirió Wyrd, haciendo gala de insensibilidad.
—¡Cómo! —exclamó el emlegatus atónito—. ¿Quedarme con un eunuco a…? No tiene ninguna gracia lo que has dicho, Uiridus —añadió, al darse cuenta de la chanza—. Bueno, ya que ha surgido el tema durante la cena, dime cómo vas a intentar trocar un niño por otro.
—Ya te lo he dicho —gruñó Wyrd—. No lo sé. Tendré que pensarlo. Y me niego a pensar mientras como, porque entorpece el placer inmediato y la subsiguiente digestión.
—Pero hay que prepararse y hacer planes. El huno llegará en cuestión de horas. ¿Has decidido al menos cuántos hombres quieres que te acompañen?
—Sé que necesitaré alguien que me ayude, pero no voy a pedir a nadie que se preste voluntario a un suicidio.
De nuevo me tomé la libertad de hablar.
—No tienes que pedirlo, emfráuja, quiero decir emmagister. Soy tu aprendiz en eso como en todo lo demás.
Wyrd me dirigió una inclinación de cabeza agradecido y contestó al emlegatus:
—No necesito a nadie.
—Puede que no, pero quiero que lleves contigo a otro hombre: mi hijo Fabius.
—Escucha —replicó Wyrd—, voy a intentar, con muy pocas esperanzas, rescatar lo que quede de tu árbol familiar. Si fracaso, todos pereceremos, Fabius incluido. Y así no habrá posibilidad alguna de que perviva tu linaje. Es una tarea que requiere astucia, paciencia y sigilo. Un esposo profundamente ofendido, enloquecido y desesperado…
—Fabius es un soldado romano desde antes de casarse y sigue siéndolo por encima de todo. Si le pongo a tus órdenes, te obedecerá. Uiridus, piensa cómo te sentirías si estuvieras en su lugar… o en el
mío. En cuanto a lo de arriesgar su vida y nuestro linaje, ya te he dicho que Fabius no soportará vivir si fracasa la empresa. Tiene derecho a intervenir y arriesgarse a morir por otra espada que no sea la suya. Wyrd alzó los ojos al cielo.
—Recuerdo que Fabius era un muchacho fuerte. ¿Puedo ver si lo sigue siendo?
El emlegatus se volvió hacia un criado para darle orden de que trajeran a su hijo, pero con grilletes y escoltado. Estábamos acabando los dulces, cuando oímos ruido de cadenas y pasos y, al momento, apareció en la puerta un joven de gran parecido físico con el emlegatus. Vestía uniforme de combate, con el casco bajo un brazo y la cimera de desfile bajo el otro, pero llevaba las muñecas con grilletes unidos a unas cadenas que sujetaban cuatro cautelosos guardianes. Si necesitaba cuatro hombres para vigilarlo, pensé que entraría hecho una furia, tratando de lanzarse sobre el padre que había ordenado encarcelarle; pero Fabius se limitó a mirarle airadamente con sus ojos enrojecidos, que aún lo parecían más en contraste con la palidez del rostro. Me pareció oír rechinar sus dientes, pero al ver que su padre no estaba solo en el emtriclinium, dirigió la mirada a mí y luego a Wyrd.
— emSalve, optio Fabius —dijo Wyrd, con gran afabilidad.
—¿Eres Uiridus? —inquirió el joven, mirándole perplejo, posiblemente por ser la primera vez que le veía limpio—. emSalve, Caius Uiridus. ¿Qué haces aquí?
—Yo y mi aprendiz Thorn estamos planeando una incursión contra esos hunos que han secuestrado a tu esposa y a tu hijo. Es muy posible que muramos todos en la arriesgada empresa, pero tu padre ha sugerido que tal vez desees morir con nosotros.
—¿Desear? —replicó Fabius, recobrando un poco de color en el rostro—. ¡Os prohibo que vayáis sin mí!
—El que da las órdenes soy yo, y deberás obedecerme en…
—¡No digas nada más, emdecurio Uiridus! —exclamó el joven—. ¡Soy un emoptio de la undécima legión! —y con un súbito movimiento, que hizo estirar las cadenas y a punto estuvo de derribar a los guardianes, sacó de debajo del brazo la pieza curvada de metal con la cimera de crines de caballo, la introdujo en la ranura del casco y se lo puso—. Estoy listo para salir ahora mismo.
— emIésus —musitó Wyrd—, ya lo creo que es un soldado romano. ¿Y no traes una trompeta para anunciar la marcha? —añadió con sorna—. Anda, bobo, quítate esas galas y mañana estáte vestido con algo adecuado para andar por el bosque. Ya te avisaré cuando tengamos que partir. Los cuatro guardianes le retiraron tirando de las cadenas, pero él se resistió y gritó:
—¿Qué te propones, Uiridus…? ¿Cómo atacaremos…? ¿Con cuántos hombres…?
Y siguió vociferando sin obtener respuesta hasta que su voz se perdió a lo lejos.
— emIésus —volvió a musitar Wyrd—. Los judíos tienen un buen proverbio que dice que ni Adán habría tomado esposa si Jehová no le hubiese dejado inconsciente.
Calidius no dijo nada, por lo que yo me atreví a hablar de nuevo para pedir permiso para llevarme los restos de la comida para dárselos a mi águila. El emlegatus murmuró distraídamente «¿Un águila?», pero me dio permiso para levantarme. Y así no supe lo que ellos siguieron hablando hasta más tarde aquella misma noche.
En el barracón, cuando fui a darle a mi emjuika-bloth los restos de jamón de la cena, se congregaron a ver la escena los carismáticos, gorjeando como pájaros. Vestían de nuevo sus harapos y otra vez los habían encadenado; cuchicheaban en una variedad franca del antiguo lenguaje muy difícil de entender, aunque, por mi parte, suponía que nada de lo que aquellos seres dijeran pudiera valer la pena.
El atezado Bar Nar Natquin, que nunca se alejaba de su mercancía, me miraba de cerca malhumoradamente a mí y al ave, y cuando el águila acabó de comer y no había nada más que ver, los niños se dispersaron y se pusieron a jugar en la nieve medio derretida de afuera, en la medida en que se lo permitían las cadenas. El sirio permaneció dentro, apoyado en el quicio de la puerta, mirándome siniestramente y farfullando sobre la injusticia de que Calidius le hubiese confiscado a Becga sin pagarle.
—Ah, por ese niño encantador me habrían dado diez emnomisma de oro en Constantinopla —dijo con un bufido—. ¿Y qué he obtenido? ¡Ashtaret! Ni un emnummus; con lo cual he tenido una gran pérdida con los cinco emsolidi de oro que pagué por él. Y, además, ese gazmoño de Calidius me dice que no le van a destinar al uso para el que fue pensado.
—No me imagino que esos lamentables seres que tienes —dije— puedan servir para nada, y menos para lo que tú tanto valor les atribuyes.
—Ah, debes ser cristiano —replicó Natquin con desdén, cual si eso fuese algo despreciable—. Y
además eres muy joven, por lo que todavía debes ser creyente de las remilgadas inhibiciones cristianas. Pero ya te harás mayor y más sabio, y aprenderás lo que todo hombre y mujer, incluso eunuco, acaba por saber.
—¿Y qué es?
—Padecerás los innumerables males, penalidades y molestias, turbaciones, que el cuerpo humano inflige a su dueño, y te darás cuenta de que nadie debe ser tan imbécil como para sofocar o rechazar las buenas sensaciones que otros cuerpos pueden ofrecer.
Dicho lo cual, desapareció.
Yo me dediqué a deshacer nuestros bultos y a colgar las distintas prendas para que se estirasen y aireasen en las clavijas que había en la pared del cuarto. Acababa de colgar una de mis pertenencias, que contemplaba pensativo, cuando Wyrd entró de regreso del empraesidium con los brazos cargados de cosas. Se quedó mirando también a la prenda que había colgado, alzó sus espesas cejas y me preguntó:
—¿Qué haces tú con un vestido de mujer?
—Estaba pensando —contesté—, ya que muchas veces me has dicho que podría pasar por una mujer, si cuando llegásemos al campamento de los hunos, no podría fingirme la romana secuestrada. Al menos el tiempo necesario para poderla alejar de allí lo suficiente.
—Dudo mucho que puedas fingir de una manera convincente que estás preñada de nueve meses —
replicó Wyrd con aspereza—. Y dudo que vayas a aceptar cortarte unos dedos por esa señora.
—Había olvidado ese detalle —musité. —Mira, cachorro, podemos dar las gracias a la mitad de los dioses que existen si podemos regresar vivos de esa incursión. Tenlo bien en cuenta y no sueñes con fantasías y heroísmos. Si conseguimos rescatar al niño, a costa de un despreciable carismático, podemos dar las gracias a la otra mitad de los dioses. Bueno, mira lo que he traído. Y con esas palabras, dejó caer sobre la cama una bolsa de cuero que tintineó.
—La venta de pieles más rápida que he hecho en mi vida, y a mejor precio que nunca. Calidius me las compró sin mirarlas y me ha pagado muy bien los cuernos del íbice. Me regocijaría tener tanto dinero de no ser por la incertidumbre de salir airoso de la empresa.
Y dejó en la cama las otras cosas que traía.
—Además, el emlegatus nos ha hecho otros regalos. Una espada corta de gladiador para ti y una emsecuris, un hacha de combate para mí, las dos con una estupenda funda forrada de lana para que la grasa no deje que se oxiden. Y, como a lo mejor tenemos que estar mucho tiempo al acecho, una vasija de estaño para llevar agua, forrada de cuero para mantenerla fría y con resina dentro para que hasta el agua rancia sepa bien.
—Nunca he tenido cosas tan estupendas —dije.
—Y el emlegatus te obsequiará también con un caballo propio.
—¿Un caballo? ¿Para mí? ¿Para siempre?
— emJa. El huno viene a caballo, y tenemos que seguirle montados. En realidad, lo haríamos mejor a pie, pero necesitaremos regresar con rapidez, si es que regresamos. ¿Has montado alguna vez, cachorro?
—Una vieja yegua en la abadía.
—Bastará. Este viaje no requiere una silla perfecta ni arreos especiales. Paso lento a la ida y a todo galope a la vuelta. Tú llevarás al carismático Becga a la grupa y después al niño Calidius… esperemos.
—¿Cuál es exactamente tu plan, emfráuja?
Wyrd se rascó la barba.
—En la antigüedad hubo un arquitecto llamado Dinócrates que se disponía a construir un templo a Diana en el cual, mediante unas piedras de Magnes, quedaría suspendida en el aire la estatua de la diosa. Pero Dinócrates murió antes de concluir el proyecto… o enseñar los planos a otro.
—¿Significa eso que no vas a decírmelo?
—O que la conclusión de mi plan es igual de imposible. O que no tengo ninguno. Piensa lo que quieras. Sólo te diré que nos esconderemos en el patio de esa herrería de las afueras hasta que parta el huno. He pedido al emlegatus que le entretenga conversando hasta que oscurezca. Luego, le seguiremos hasta el lugar de los Hrau Albos a que se dirija. Hasta que salgamos, Basilea seguirá cerrada y todos sus habitantes dentro de las casas. Lo que significa que no puedo ir ahora, Y eso que me encantaría, a la taberna de Dylas a tomarme unos vasos de buen vino fuerte y común. Aunque mejor así, desde luego, porque mañana tendremos que tener la cabeza despejada.