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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (9 page)

BOOK: Halcón
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Habría continuado sin cesar consultando libros y códices, interrogando intensamente a mis maestros, observando atentamente a los demás, para tratar de resolver las dudas sobre lo que se suponía era la verdadera religión —que se daba por sentado era mi religión—, tratando de conciliar por medio de la percepción y no sólo por simple suposición, las numerosas incoherencias que en ella detectaba, pero fue por entonces cuando el rijoso hermano Pedro comenzó a servirse de mí cual si fuese una hembra esclava. Y creo que aquello fue lo que definitivamente me sirvió para revelarme otro aspecto de la mitad femenina de mi carácter.

Aunque ya hacía tiempo que me afanaba por adquirir los mayores conocimientos posibles, además de cierta sapiencia mundana, era completamente lego para la clase de acoso del hermano Pedro y en realidad no sabía qué era en realidad. Sabía —porque Pedro me lo había dicho claramente— que lo que hacíamos era algo que debíamos mantener en secreto. Así que debí comprender, aunque rechazase que la noción se alojase en mi conciencia, que nuestros actos eran una reprobable transgresión. Pues, a pesar de mi independencia e incluso rebeldía en otros aspectos, tenía tan inculcado el respeto a la autoridad —en el sentido de someterme a todo aquel que fuera mayor o de rango superior— que nunca traté de rechazar las insinuaciones de Pedro.

Pienso, además, que después de la primera violación, me sentí tan avergonzado de lo que me habían hecho, que no fui emcapaz de contárselo a don Clemente ni a nadie, haciendo que otra persona sintiese la misma repulsa y asco que yo había sentido al ser mancillado. Además, Pedro me había acusado de ser un

impostor en la comunidad —y lo que había hallado entre mis piernas lo corroboraba— y no tuve más remedio que hacer caso de su advertencia, pues si alguien se enteraba me expulsarían de San Damián. Cuando se descubrió el sórdido asunto y me expulsaron, tuve que soportar, antes que nada, el no por triste y compasivo menos inquisitivo interrogatorio de don Clemente:

—Thorn, hi… ja, me resulta muy difícil… Cualquier acusación de pecado a una hembra, o la confesión voluntaria de pecado de una hembra, suele hacerse a emdomina Aetherea de Santa Pelagia, o a una de sus diáconas. Pero debo preguntarte y tú debes contestarme la verdad. Thorn, ¿eras virgen cuando comenzó esa porquería?

Debí ponerme tan rojo como él, pero traté de darle una respuesta coherente.

—Pues… no sé, emnonnus Clement… Ahora que me lo decís es la primera vez que me llaman hembra. Estoy tan… sorprendido, perplejo de serlo… Bueno, el hermano Pedro también me lo dijo, pero no le creía… Yo nunca había pensado que lo fuese, emnonnus Clement. ¿Cómo iba a plantearme si era virgen o no?

Don Clemente apartó la vista y dijo, mirando al vacío:

—Thorn, tratemos de hacer las cosas más fáciles. Haz el favor de decirme que no eras virgen.

—Si así lo deseáis, emnonnus… Pero de verdad que no sé si…

—Por favor, di que no.

—Muy bien, emnonnus. No era virgen.

—Acepto tu palabra —dijo, con un suspiro—. Comprende: si hubieses sido virgen, consintiendo que el hermano Pedro abusase de ti, y yo me hubiera enterado, te habría tenido que castigar con cien latigazos.

Yo tragué saliva y asentí sin decir palabra.

—Otra pregunta. ¿Hallaste placer en el pecado que cometías?

— emNonnus Clement, no sé… qué contestar. ¿Qué placer se halla en ese pecado? No estoy seguro de si me daba placer o no.

El abad tosió y volvió a ruborizarse.

—No estoy muy versado en los pecados venéreos, pero sé por textos que se reconoce el placer si se siente. Y la intensidad de placer que procura un pecado es una pauta veraz de la gravedad del mismo. Además, cuanto más irresistible es el impulso a repetir y volver a experimentar ese placer, más certeza existe de que es el demonio quien lo inspira.

Por primera vez en nuestro diálogo le respondí con firmeza:

—Tanto el pecado como la repetición fueron a requerimiento del hermano Pedro. En cuanto a lo que yo sé del placer, emnonnus… —añadí—, placer es lo que siento cuando me baño en las cascadas… o cuando veo al emjuika-bloth alzar el vuelo…

El abad mostró aún mayor turbación, se inclinó para mirarme más intensamente y añadió:

—¿Has visto, por ventura, presagios en esas aguas? ¿O en el vuelo de esas aves?

—¿Presagios? No, nunca he visto presagios en nada, emnonnus Clement. Ni se me ha ocurrido observar si los veía.

—Está bien —dijo con alivio—. Este asunto ya es lo bastante complicado. Ahora, Thorn, ten la bondad de mantenerte fuera de la vista de los hermanos en lo que queda de día, y hoy duermes en el heno del establo. Mañana, después de vigilias, te llevaré a la capilla para darte la absolución.

— emJa, nonnus, pero… habéis dicho que habría podido ser castigado a latigazos. ¿Y el hermano Pedro, emniu?

— emAj, ja, se le castigará, no te preocupes. No tan severamente como en el caso de que hubieras sido virgen, pero quedará confinado y hará una larga penitencia con el emComputus.

Me dirigí sumiso al establo, como me habían mandado, pero bulléndome un resentimiento poco cristiano porque el hermano Pedro recibiera tan poco castigo. El emComputus era el tratado que estipula los cálculos de los movimientos del sol y la luna para determinar la fecha movible de Pascua y, en consecuencia, la de las demás fiestas de la Iglesia, durante casi un tercio del año. Admito que son cálculos tremendos, pero a mí me parecía que el hecho de que le confinaran en su catre del dormitorio, para que deliberase las místicas complejidades emdel Computus, no era el castigo que merecía. Mi tristeza se acentuó al pensar en que no podría llevarme el emjuika-bloth al convento de monjas; pero pude decirle al hermano Policarpio, que era mi amigo en las cuadras, dónde estaba el ave en el palomar y él me prometió echarle comida y agua hasta que — emGuth wilfus— pudiera volver a por ella. A la mañana siguiente, después de absolverme, seguí a don Clemente —de nuevo bien sumiso—

para que me entregase a emdomina Aetherea de Santa Pelagia. Quizá se piense que me mostraba excesivamente dócil en mi desgracia y ante mi marcha, pero ahora, pensando en ello, creo que sé por qué

era. Creo que era un síntoma más de mi naturaleza femenina; me sentía algo culpable por lo que había sucedido —cual si yo tal vez le hubiese incitado a aquellos actos repugnantes— y por ello no podía quejarme de las consecuencias. Era un sentimiento exclusivo de mujer, porque ningún hombre habría asumido mentalmente la culpabilidad.

Pero al mismo tiempo era varón. Y, como cualquier varón normal, no estaba dispuesto a que la cosa quedara así y sentía la necesidad de echar la culpa a otro y que éste fuese castigado como es debido. Esta pugna, este conflicto entre la actitud femenina y masculina era de difícil comprensión, aun para mí

mismo, y no esperaba que nadie lo entendiese. Por eso no protesté por mi humillante expulsión de San Damián, mientras que Pedro permanecía en la comunidad; por eso decidí callarme y tomarme yo el desquite. Eso es lo que llegué a hacer y de ello hablaré en su momento. Ahora contaré otras cosas que me sucedieron en el convento de Santa Pelagia Penitente.

CAPITULO 6

No puedo negar que fue la mayor conmoción de mi vida saber que no era un niño, sino, como yo entonces creí, una pobre niña. Y casi tan doloroso fue verme expulsado del entorno familiar y más o menos cómodo del monasterio, y apartado del buen compañerismo masculino de los monjes, para condenarme a la compañía, que yo creía blandengue, estúpida y nerviosa, de viudas y vírgenes bobas, incultas y crédulas. De todos modos, la perspectiva no me resultaba tan espantosa. En primer lugar, me habían turbado, molestado o repugnado algunas de las cosas que me habían sucedido el último año aproximadamente que había vivido en San Damián: la revelación de que estaba rodeado de arríanos, el descubrimiento de que los arrinanos no eran necesariamente salvajes infrahumanos, sino simples creyentes de una especie de variante del cristianismo; el convencimiento del que el paganismo se entremezclaba inquietantemente con el cristianismo y, por supuesto, el haber sido víctima de los abusos del hermano Pedro. Así que debí incluso sentir cierto alivio al verme alejado de aquel escenario de turbadoras revelaciones y acontecimientos.

Pero también era joven y poseía la fortaleza y el optimismo de la juventud. Del mismo modo que me había atrevido a explorar las grutas detrás de las cascadas del Circo, había apresado, amaestrado un emjuika-bloth y aceptado con alegría la responsabilidad de ser el emexceptor del abad, mi destierro en Santa Pelagia se me antojaba una promesa de nuevas aventuras. Y, en ese aspecto, la novedad de ser una mujer me inducía a esperar nuevas experiencias.

Claro que no podía esperar que fuesen algo más que empequeñas aventuras y experiencias. Yo sabía que las mujeres y jóvenes de Santa Pelagia estaban enclaustradas y no podían salir del recinto del convento, salvo el domingo y otras fiestas de guardar en que cruzaban el valle y acudían a la misa y la comunión en la capilla de San Damián. Ni los lugareños que les llevaban ciertas vituallas y cosas

necesarias, ni los monjes de San Damián que les aportaban herramientas, cerveza y artículos de cuero que las monjas no confeccionaban, podían pasar —fuesen hombre o mujer— de la cancela de la entrada principal.

La disciplina dentro del convento era también muy estricta, y cualquier infracción de las reglas conllevaba un duro castigo. En seguida supe que la mente de una enclaustrada gozaba de la misma libertad que su cuerpo en la celda. No me acuerdo cuál fue la primera pregunta que planteé durante las clases de catecismo de emdomina Aetherea —sé que pregunté algo bastante inocuo—, pero sí que recuerdo que, de una bofetada, me hizo cruzar media sala. Se veía siempre a una de cada tres novicias con la mejilla enrojecida e hinchada de las temibles bofetadas de la abadesa, y las mayores nos decían, poco solidarias, que no tenían que importarnos esos correctivos porque los brutales masajes faciales sentaban muy bien para la piel. Bueno, no nos importaban emmucho porque cuando emdomina Aetherea descargaba su mano era porque no tenía algo más contundente con que sacudir, pues había veces en que nos golpeaba con una férula de abedul o el duro zurriago de áspera piel de buey.

Los otros aspectos de la vida conventual no compensaban gran cosa estos sinsabores. Sí, teníamos una celda individual, incluidas las novicias, en lugar de un dormitorio común. Y también hay que admitir que la comida estaba bien y hasta era abundante, como era lógico en el próspero valle, así que no pasábamos hambre más que en la faceta intelectual, y yo era probablemente la única mujer a quien le extrañaba que en Santa Pelagia no hubiese emscriptorium, y los códices o rollos que pudiese haber, la abadesa no se los dejaba a nadie. No había ninguna otra monja que supiese leer, ni siquiera las mujeres mayores que habían vivido en el siglo antes de enclaustrarse.

La única enseñanza se nos impartía en charlas, sermones y admoniciones, generalmente por boca de la abadesa, aunque otras veces se encargaban las monjas mayores que eran nuestras maestras. Sobre la importancia de la virginidad: «La raza humana cayó en la esclavitud por el pecado de la virginal Eva, pero quedó redimida por obra y gracia de la virginal María. Así la transgresión de la virginidad quedó compensada en el extremo opuesto por la observancia virginal. Ved, hijas mías, lo meritoria que es la virginidad, capaz de expiar los pecados de los demás.»

Sobre las ventajas prácticas de la virginidad: «Dice san Ambrosio que hasta un buen matrimonio es una abyecta esclavitud. Y se preguntaba, ¿qué sería, pues, un mal matrimonio, emniu?»

Sobre la solemnidad de la virginidad: «El silencio es el manto más precioso que puede adornar a una virgen y, a su vez, es su más sólida coraza. Aun hablar de lo bueno es infringir la buena conducta virginal. Y reír es todavía más indecoroso.»

Aunque me habían subrayado que mi educación a partir de aquel momento consistiría en lo que nos inculcaban las monjas preceptoras, yo tenía que adquirir otros conocimientos distintos más urgentes, que ellas no podían impartirme. Tenía que aprender a ser una muchacha.

No me costó acostumbrarme a ciertas exigencias básicas de mi condición de mujer: la manera en que se acostumbra a orinar, por ejemplo. Como los retretes no estaban cerrados como las celdas de dormir, tuve que aprenderlo, y lo hacía como todas las mujeres, levantándome las faldas y sentándome; pero llegar a dominar otras peculiaridades femeninas requería concentración, práctica y el ejemplo o consejo de mis no pocas veces asombradas compañeras de noviciado, ninguna de las cuales sabía —y yo no quería caer en el ridículo diciéndoselo— que «hasta entonces había sido un muchacho».

«Caminas con pasos muy largos», comentó la hermana Tilde, una novicia alamana que trabajaba en la lechería del convento. «¿Dónde te has criado, hermana Thorn? ¿En alguna marisma que tuvieses que cruzar andando por piedras?» Y en cierta ocasión en que me vio persiguiendo a un cerdo que se había escapado de la pocilga, me dijo:

—Corres como un chico, hermana Thorn. Y andas dando zancadas.

Detuve mi carrera y la contesté algo exasperada:

—Pues ve tú a coger a ese maldito animal —y, malhumorada, lancé una piedra al bicho.

—Y tiras también las piedras como un chico, abriendo mucho el brazo —añadió Tilde—. Debes haberte criado con muchos hermanos, porque imitas muy bien a los chicos.

Ella tiró también una piedra y, mientras las dos perseguíamos al animal, yo me fijé cómo lo hacía. Una chica lanza piedras con un movimiento constreñido y desgarbado del brazo y corre como si llevase las piernas atadas por las rodillas. Y es lo que hice a partir de entonces. En las contadas ocasiones en que las novicias tenían algún rato de ocio en medio de las numerosas obligaciones religiosas de la jornada, las clases de formación y las tareas que se nos asignaban —y debo añadir, en las ocasiones aún más raras en que todas estábamos libres y sin que nos viera alguna de las monjas mayores— jugábamos muchas veces a «ser damas de ciudad». Nos peinábamos de diverso modo el pelo con cintas y alfileres de hueso y elaboradas complicaciones supuestamente propias de la moda de las damas de ciudad. Mezclando hollín y sebo se oscurecían la línea de las cejas y se acentuaban las pestañas y con arándanos machacados se pintaban los párpados o se los teñían de verde con zumo de drupa de espino cerval; con jugo de frambuesa se pintaban los labios de rojo y se coloreaban las mejillas (si emdomina Aetherea no lo había ya hecho con su propia mano).

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