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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (7 page)

BOOK: Halcón
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—Muchacho, si alguna vez te encuentras con un lince atontado con el nomeolvides, no lo mates. El lince es como un gato grande, pero en realidad nace del apareamiento de un lobo con una zorra y es mágico. Cúralo, dándole de beber vino dulce y recoge la orina en frasquitos; luego, los entierras quince días y verás cómo quedan unas piedras de lince rojo brillante. Unas piedras preciosas tan valiosas como rubíes.

Nunca lo probé, pues jamás me tropecé con un lince, pero sí que tuve otro encuentro con un depredador —y éste no iba atontado— al trepar una tarde a un árbol. Me gustaba trepar a los árboles, como a todos los niños, y algunos, tal el haya y el arce, que tienen ramas cerca del suelo, son fáciles de escalar. Otros, como el pino, parecen columnas y las ramas les crecen muy alto, pero a éstos también sabía trepar bien; me soltaba el cíngulo y hacía un lazo en sus dos extremos, metía los pies en ellos y lo

pasaba a caballo por el tronco, agarrándome con los brazos, y así, la cuerda tensa sobre la corteza me permitía subir casi con la misma facilidad con que habría ascendido por una escala. Bien, eso era lo que hacía una tarde. Estaba trepando a un pino, porque sabía que en él había un nido, un nido del pájaro llamado torcecuello. Muchas veces había observado maravillado la manera en que el torcecuello menea la cabeza como si fuera una serpiente, pero nunca había visto su cría y sentía curiosidad por ver cómo era. Pero sucedió que un glotón grande había decidido fisgar en el nido, había salido cautelosamente de su madriguera por la noche y había trepado al árbol antes que yo. Y nos vimos cara a cara, en lo alto, y el animal gruñó y me enseñó los dientes. Yo nunca había oído que un glotón atacase ema la gente, pero en aquella situación era probable que aquél no se anduviese con escrúpulos; así

que abandoné inmediatamente mis planes, y me dejé resbalar por el tronco. Ya en tierra, nos quedamos mirándonos rabiosos los dos. Yo quería matarlo: por una parte, tenía un precioso pelaje con rayas blanquecinas y amarillentas y, por otra, debía ser el que muchas veces me había robado topos de los lazos. Pero no llevaba ningún arma y, si iba a por una, el animal escaparía. Entonces se me ocurrió una idea. Me quité la camisa y las calzas, las llené con matorrales de los que crecían al pie del árbol y apoyé aquel pelele en el tronco; me escabullí con cautela y fui corriendo cuanto pude, desnudo, hasta la abadía. Muchos monjes y campesinos que se hallaban trabajando en los campos se me quedaron mirando con ojos como platos al verme pasar a toda velocidad, y el hermano Vitalis, que estaba barriendo el dormitorio cuando yo irrumpí en él, lanzó un grito escandalizado, dejó caer la escoba y salió

corriendo, seguramente a contarle al abad que el pequeño Thornnulus había comido nomeolvides y se había vuelto loco.

Saqué de debajo de mi camastro la honda de cuero que me había fabricado yo mismo, me puse a toda prisa la otra camisa y eché a correr de nuevo por donde había venido. Efectivamente, el glotón seguía allí, mirando furioso al pelele. Tuve que tirarle cuatro o cinco veces —no era David, precisamente—, pero por fin le alcancé con una fuerte pedrada, el animal cayó de la rama y yo ya tenía preparado un grueso tarugo para partirle la crisma. El glotón pesaba casi tanto como yo, pero pude arrastrarlo hasta la abadía, donde el hermano Policarpio me ayudó a pelarlo, y el hermano Ignacio, el costurero, a hacerme una cogulla para el manto de lana de invierno.

Había un animal salvaje que no era temible, y no desagradaba a nadie ni suscitaba ansias por hacerse con su piel. Era éste una pequeña águila marrón que no anidaba en los árboles, sino en las crestas del circo. Había otros rapaces en el Circo de la Caverna —halcones y buitres—, pero a éstos sí que se les tenía reparo; a los halcones porque atacaban los corrales y a los buitres por el simple hecho de ser tan feos y alimentarse de carroñas. Al águila se la apreciaba porque sus principales presas eran reptiles, y entre ellos el único venenoso del continente: la víbora amarilla y negra.

Bien porque el águila era lo bastante hábil para evitar la picadura de la víbora o fuese inmune a su veneno, yo veía muchas veces al ave y al reptil en una enconada pugna de la que el águila siempre salía victoriosa. Las víboras más grandes no son de gran tamaño ni pesan mucho, pero he visto a una de esas águilas luchar con una serpiente que era tan larga como yo de alto, y debía pesar seis veces más que el ave, y vencerla; y como el reptil muerto era demasiado peso para llevárselo entero, el águila cortó en trozos el cadáver con el pico y los espolones y se los fue llevando a su alto nido. Desde entonces, por pura admiración, llamé a esa águila emjuika-bloth, que en el antiguo lenguaje significa «lucho por sangre», y a la gente del valle, que siempre la había nombrado con la palabra latina emáguila, le gustó ese nombre y se lo siguen aplicando.

No sería mi única experiencia con ese ave, pues durante mi último año en San Damián, el emjuika- embloth me resolvió el misterio de aquel surco profundo y pulido en la piedra que había en la balsa de las cascadas. Estaba yo un día bañándome a la hora del crepúsculo en aquella balsa, dejándome flotar perezosamente —por lo que el agua no se movía ni yo hacía ruido— cuando vi descender, revoloteando desde la cresta del muro, un emjuika-bloth que se dirigió a la piedra. Posada en ella, comenzó a pasar y pasar su curvado pico, de arriba a abajo, de un lado a otro, por el misterioso surco. Se lo afilaba, como haría un guerrero con la espada. Aquello me sorprendió y me emocionó, pensando en las innumerables generaciones de águilas que habrían hecho lo mismo a lo largo de los siglos hasta desgastar de aquel

modo la piedra. Me quedé quieto observando al emjuika-bloth hasta que, convencido de que había afilado bien su temible pico para la próxima presa, alzó el vuelo y desapareció.

Lo que hice al día siguiente nunca me lo perdonaré. Pero yo, entonces, era un niño, ignorante de que un ave aprecia tanto su libertad, precisamente lo mismo que un niño. Fui otra vez a las cascadas, un poco antes por la tarde, con el manto de invierno y un fuerte cesto con tapa y eché en el surco de la piedra liga hecha con la parte interna de la corteza de acebo, que debe ser la sustancia más pegajosa que existe; pero aquello simplemente sujetaría al fuerte emjuika-bloth un momento, así que coloqué bajo la piedra un lazo de cuero crudo —era una versión agrandada de los lazos que utilizaba para emcazar topos— y lo cubrí

con hojarasca, cogí el extremo del cuero y me escondí detrás de un arbusto próximo. A la hora del crepúsculo vi que llegaba un águila. No sé si sería la misma del otro día, pero sí que hizo lo mismo: meter el pico en el surco. En seguida, profirió un chillido de angustia y comenzó a aletear furiosamente —de un modo muy parecido a como yo movía los brazos cuando nadaba hacia atrás— al tiempo que golpeaba con los espolones la piedra que la apresaba. Yo me puse en pie y lanzé el lazo hacia el ave por la parte de atrás, por encima de la cola, y tiré de él. Luego, di un salto y le eché el manto por encima. Los siguientes minutos son un recuerdo borroso, y debieron ser ciertamente confusos, pues el emjuika-bloth no estaba atado, sino simplemente trabado, y tenía libres alas, pico y espolones para defenderse, y así lo hizo, destrozándome el manto y haciéndome sangre en los temblorosos brazos. Todo era un revuelo de lana y plumón, pero por fin pude reducirlo dentro del manto y, sujetándolo con los dos brazos, me arrastré con el bulto hasta donde había dejado el cesto, lo metí dentro y cerré la tapa.

Tuve aquel ave —a escondidas, porque en aquella época y lugar me habrían tomado por loco por tener un animal que no se ganaba la subsistencia— en una jaula que había en el palomar, a donde sólo iba yo, y la alimentaba con ranas, lagartos y otros animales que cazaba con trampas. Por entonces yo no había oído hablar de «cetrería», y nada sabía de tal arte, a no ser que hubiese heredado de mis antepasados godos cierto instinto. Y eso debió ser, porque logré yo solo amaestrar al águila; comencé por cortarle la punta de las plumas de las alas para que no volase más que una gallina y siempre que la sacaba al campo la llevaba atada a una cuerda. Probando y probando —y tal vez por instinto— vi que el águila aprendía a quedarse quieta subida en mi hombro si le tapaba los ojos, y le hice una capucha de cuero. Usaba una serpiente muerta que cacé como señuelo y, dándole en recompensa trozos de carne, le enseñé a lanzarse sobre el cebo, gritándole em«¡Sláit!», es decir, «¡Mata!» Para ello tuve que dedicarme a emcazar serpientes, pues las destrozaba, y le enseñé también a que volviese a mí cuando decía em«¡Juika-bloth!»

Así estábamos cuando al ave volvieron a crecerle las plumas de las alas. Un día, a campo abierto, le arrojé el señuelo de la serpiente lo más lejos que pude y, rezando para mis adentros, le solté la cuerda y la dejé libre, gritando al mismo tiempo em«¡Sláit!» Habría podido volver a su vida libre, pero no lo hizo. Era evidente que había decidido tenerme como compañero, protector y provisor. Se lanzó obedientemente sobre la serpiente muerta, destrozándola con gran fruición hasta que grité em«¡Juika-bloth!» y volvió

volando a posarse en mi hombro.

Tuve aquel ave admirable conmigo, sirviéndome de diversos modos que relataré. Mencionaré

únicamente que ambos teníamos algo en común, pues durante el tiempo que estuvimos juntos, el águila no pudo aparearse con otro miembro de su especie y nunca supe si era macho o hembra.

CAPITULO 5

Mientras estuve en San Damián, congratulándome presuntuoso de estar formándome más de lo que requería mi edad, había, naturalmente, muchas, muchas cosas que me quedaban por aprender, incluso sobre la religión cristiana, pese a que toda mi vida la había pasado inmerso en ella.

Había dos cosas en particular en las que era tan ignorante como un rústico sin luces. Una, que el cristianismo no era tan católico y universal como la Iglesia habría querido que creyesen sus fieles. La otra, que la cristiandad no era aquel edificio firme, indivisible e inflexible como pretendían sus sacerdotes. Ninguno de mis maestros me habló de esos hechos, caso de haber tenido conocimiento ellos mismos de la verdad. Sin embargo, desde que nació en mí la curiosidad que mis maestros tanto deploraban, no dejé de interrogarme sobre las cosas y analizarlas, en lugar de aceptarlas sin más como se me requería.

De todas las cosas y hechos relativos a nuestra religión que más me hacían inclinarme a la duda, recuerdo como si fuera hoy la misa dominical de un invierno concreto.

Don Clemente, además de ser abad del monasterio, ejercía de párroco de todo el valle, y la capilla de la abadía era la parroquia de la población de los alrededores. Era una simple habitación grande, con suelo de madera y sin muebles, salvo el facistol en el centro, y sin ningún adorno. Naturalmente, los fieles estaban separados por sexo y condición en lugares determinados. Los monjes y yo nos situábamos a un lado del facistol junto con los clérigos que visitaban la abadía y los laicos cristianos distinguidos. Los lugareños varones se colocaban juntos a la derecha de la capilla y las mujeres a la izquierda. Y al fondo se situaban los pecadores que cumplían penitencia.

Don Clemente no entró hasta que todos estuvieron en su sitio. Sobre su hábito de harpillera marrón llevaba la blanquísima estola de lino; los fieles gritaron «¡Aleluya!» y él les devolvía el saludo, entonando el «Santo, Santo, Santo», y los asistentes, persignándose, respondieron con el em«Kyrie eleison». A continuación, el abad se situó ante el facistol, abrió la Biblia y anunció que aquel domingo daría lectura al salmo ochenta y tres —«Oh, Dios, ¿quién como tú?»—, el salmo que vitupera a los perversos edomitas, amonitas y amalecitas.

Lo leía fuerte y despacio, en el antiguo idioma, pero no de la Biblia, sino de un rollo de pergamino escrito en gótico y con mucho detalle, por lo que el rollo era muy largo; además, lo habían iluminado los miniaturistas del emscriptorium con estampas que ilustraban diversos hechos mencionados en el texto. Las estampas estaban situadas al revés de modo que, conforme don Clemente iba leyendo y desenrollándolo por encima del facistol, los fieles pudieran ver las imágenes al derecho. Casi todos los lugareños, salvo los penitentes, se iban acercando al facistol —ordenadamente por turnos— para ver las ilustraciones. Como ningún campesino tenía Biblia ni sabía leer, y muchos de ellos eran demasiado brutos para entender la lectura en voz alta, aquellas estampas les servían para hacerse una ligera idea de lo que se les decía. Cuando don Clemente acabó la lectura del salmo e inició su homilía sobre el tema, más que impresionarme, me sorprendió que dijera tajantemente:

«El nombre de la tribu de los edomitas procede de la palabra latina emedere, devorar, lo que nos da a entender que eran culpables del pecado de gula. El nombre de los amonitas viene del dios pagano carnero Júpiter Ammon, de donde se sigue que eran una tribu de idólatras. El nombre de amalecitas viene del vocablo latino emamare, amar apasionadamente, de ahí que fuesen culpables del pecado de lujuria…»

Tras la homilía, don Clemente rezó, también en el antiguo lenguaje, por nuestra Santa Iglesia Católica, por nuestro obispo Paciente, por los dos hermanos que compartían el reinado en Burgundia, por las cosechas del Circo de la Caverna, por las viudas, los huérfanos, los cautivos y los penitentes en general, concluyendo con las palabras latinas: em«Exaudí nos, Deus, in omni oratione atque deprecatione emriostra…»

Los fieles respondieron em«Domine exaudí et miserere» y permanecieron callados, mientras los monjes, actuando de exorcistas, sacaban a los pecadores penitentes de la capilla y el portero les cerraba la puerta. A continuación se efectuó la procesión de la ofrenda. Los monjes, asumiendo la función de diácono y acólitos, trajeron las tres vasijas de bronce —cubiertas con un sutil velo llamado gasa—: el cáliz con el vino y el agua, la patena con la Porción, o trocitos de la Hostia dispuestos en forma de cuerpo humano y el copón en forma de torre en que se guarda el resto del pan consagrado. Después de la oración eucarística, dividieron la porción en forma de cuerpo y los trozos se repartieron entre don Clemente, sus ayudantes, los otros monjes, yo y los fieles debidamente bautizados que acudieron aquel domingo. Luego, el abad efectuó la transustanciación, mojando su trozo de pan en el

cáliz y pronunciando las palabras de la consagración. El resto de la Hostia del copón se distribuyó a los fieles, a los hombres en la mano desnuda y a las mujeres en la mano cubierta con un lienzo de lino que traían los domingos. Conforme los comulgantes tragaban la Hostia y daban un sorbo del cáliz, los demás entonaban el emTrecanum: «Gústate et videte…»

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