A pesar de que la manteca lubricaba la entrada, noté un dolor agudo y lancé un grito de protesta.
—Chist… chist… —dijo él, jadeando, ya tumbado sobre mí golpeándome sin cesar con el bajo vientre los muslos, metiéndome y sacándome aquella cosa pegajosa—. Estás aprendiendo… un modo nuevo de… comulgar…
Yo pensé que prefería muchísimo más el método tradicional.
— emHoc est enim corpus meum… —canturreaba Pedro entre jadeos—. emCaro corpore Christi… ¡aaaah!
¡Toma! ¡Comulga! —añadió temblando de arriba a abajo. Yo noté el cálido chorro en mis tejidos internos y pensé que el guarro se había orinado dentro. Pero no salió agua cuando se apartó, y hasta que no estuve de pie no noté aquello húmedo por entre los muslos. Me limpié con un trapo y advertí que lo que me mojaba —aparte de un reguero de mi propia sangre— era algo viscoso y blanco, cual si el hermano Pedro hubiese realmente depositado un poco de pan eucarístico dentro de mí y éste se hubiese deshecho. Así, no tenía motivo para desconfiar de su afirmación de que me había enseñado un método nuevo de comunión, y me sorprendió un tanto cuando me recomendó que guardase el secreto.
—Ten cuidado —dijo muy serio una vez que recuperó el aliento, y después de limpiarse el tubo ya flaccido y arreglarse el hábito—. Muchacho —seguiré llamándote muchacho— te has buscado con métodos fraudulentos una buena situación entre los hermanos de San Damián. Mejor será que la mantengas oculta para que no te expulsen.
Hizo una pausa y yo asentí con la cabeza.
—Muy bien. Yo no diré una palabra de tu secreto ni de tu impostura. Si —añadió, alzando un dedo amenazador— tú no dices una sola palabra de nuestras devociones, que seguiremos practicando, pero sin que trasciendan fuera de la cocina. ¿De acuerdo, joven Thorn? Mi silencio a cambio del tuyo.
Yo no tenía una idea muy clara sobre aquel intercambio de mi silencio y mi aceptación, pero el hermano Pedro pareció quedar satisfecho al musitarle que nunca hablaba con nadie de mis devociones privadas. Y, cumpliendo mi palabra, nunca conté a ningún fraile ni al abad lo que sucedía en la cocina, dos o tres veces por semana a mediodía, cuando Pedro había terminado la comida y antes de que los dos la llevásemos para servirla en el refectorio.
Después de dos o tres veces de ser empalado, dejé de sentir dolor y al cabo de otras cuantas sólo me parecía aburrido pero soportable. Luego, advertimos los dos que no hacía falta la manteca para facilitar la penetración, y en aquella ocasión, Pedro exclamó:
—¡ emAj, la pequeña gruta se humedece ella sola! ¡Me invita a entrar!
Era lo único que él notaba, que aquello se ponía húmedo antes de ser corneado; supongo que era una cosa que había aprendido mi cuerpo para compensar la molestia. Pero me di cuenta de que las devociones también ejercían en mí otro efecto, y el hecho acrecentaba mi asombro y perplejidad. Ahora, las devociones también hacían que se me alzara la misma parte de mi anatomía que la que empleaba el hermano Pedro, aparte de que notaba una nueva sensación, una especie de ansia no dolorosa sino condolida, algo parecido al hambre, pero no de comida.
Pero Pedro no se daba cuenta de aquello; se limitaba a efectuar el acto obligándome a inclinarme sobre el tajo de madera y apresurándose a penetrarme por detrás. Nunca miraba ni me tocaba, y jamás advirtió que entre las piernas tenía algo más que aquella raja. Durante toda una primavera y casi todo el verano compartí —o soporté— aquellas devociones. Luego, a finales de verano, el abad en persona nos sorprendió en pleno acto.
Un día, don Clemente entró en la cocina antes de ir al refectorio y se encontró con Pedro espatarrándome y penetrándome. El hombre exclamó: em«¡Liufs Guth!», que significa «¡Dios mío!» en el antiguo lenguaje, al tiempo que Pedro sacaba su miembro y se apartaba a toda prisa. Luego, el abad dijo en un gemido: em«¡Invisan unsar heiva gudeü», que quiere decir «¡En nuestra santa casa!», para añadir con un auténtico bramido: em«¡Kalkinassus Sodomita!», que por entonces yo no entendí, aunque recordaba que en cierta ocasión Pedro había utilizado una de esas palabras. Yo, maravillado porque el abad se mostrara tan apenado por vernos entregados a nuestras devociones, me quedé tumbado con la camisa levantada hasta el cuello.
— em¡Ne, ne! —gritó aterrado el hermano Pedro—. em¡Nist, onnus Clement, nist Sodomita! ¡Ni allis!
— em¿Im ik blinka, niu? —replicó el abad.
— emNe, don Clement —gimoteo Pedro—. Puesto que no sois ciego, os ruego que miréis lo que os señalo. No es sodomía, emnonnus. Aj, he hecho mal, emja. He sucumbido vergonzosamente a la tentación, emja. Pero mirad vos, emnonnus Clement, la cosa pérfida y oculta que me ha tentado. El abad le dirigió una mirada colérica, pero se me acercó sin que yo le viera, aunque me imaginé lo que Pedro le señalaba, pues Clemente contuvo un grito y farfulló otra vez: em«¡Liufs Guth!»
em—Ja —dijo Pedro—. Y doy gracias a emliufs Guth de que haya sido sólo yo, un humilde recién llegado y un simple empedisequus (Lacayo, criado em(N. del. t. ) a quien este espúreo hombre-niño, esta Eva furtiva, ha seducido con su fruto prohibido. Doy gracias a emliufs Guth porque no haya hecho caer en sus redes a otro hermano de más valía o…
em—¡Slaváith! ¡Calla! —le interrumpió el abad, al tiempo que me bajaba la camisa, tapándome, ya que sus gritos habían hecho que acudiesen otros monjes, que fisgaban desde la puerta de la cocina—. Pedro, ve a tu sitio en el dormitorio y quédate en tu camastro. Luego hablaremos. Hermano Babylas, hermano Stephanos, pasad y llevad estos platos y jarros a las mesas de los hermanos. Thorn —añadió, dirigiéndose a mí—, hijo… ven conmigo, muchacho.
Las dependencias de don Clemente eran una sola pieza aparte del dormitorio de la comunidad, pero igual de desnuda y austera. El hombre parecía no saber lo que había de decirme y estuvo un buen rato rezando, sin duda en espera de que le viniera la inspiración. Luego levantó sus viejas rodillas del suelo y me hizo signo de que me levantara; me estuvo interrogando y me dijo lo que tendría que hacer conmigo,
dado que se había descubierto mi «secreto». La decisión nos causó a los dos mucha tristeza, pues el abad y yo nos queríamos mucho.
Al día siguiente me llevaron al otro extremo del valle —don Clemente mismo me condujo y me ayudó a recoger mis pocas pertenencias— a un convento para monjas dependiente de San Damián, la abadía de Santa Pelagia Penitente, una comunidad de vírgenes y viudas que se habían retirado a la vida monástica.
Don Clemente me presentó a la anciana abadesa, doña Aetherea, quien se quedó atónita, ya que me había visto a menudo trabajando en los campos de San Damián. El abad la pidió que me llevase a un aposento cerrado, en donde me hizo inclinarme del mismo modo que el hermano Pedro solía hacerlo y, apartando la vista, me levantó la camisa para mostrarle mi anatomía inferior. La mujer exclamó también en gótico: em«¡Liufs Guth!», y se apresuró a bajarme la camisa. Luego, los dos sostuvieron una acalorada conversación en latín, pero en voz tan baja que no pude entenderles. Finalmente, me recibieron en el convento con igual condición de que gozaba en el monasterio: oblato y novicio apto para todos los trabajos, o, mejor dicho, oblata y novicia.
De mi época en Santa Pelagia hablaré más adelante. Baste con decir que estuve muchas semanas trabajando, rezando y recibiendo instrucciones en el convento hasta que un día caluroso de principios de otoño alguien me acosó igual que el hermano Pedro.
Pero esta vez quien introdujo la mano por la camisa y me acarició las nalgas, comentando elogiosamente mi figura, no era un corpulento monje burgundio. Sí, la hermana Deidamia era también burgundia, pero se trataba de una novicia bonita y encantadora, tan sólo unos años mayor que yo, a quien ya hacía tiempo que admiraba secretamente. Por eso no me importó que Deidamia me sobara e hiciera como si por casualidad su mano iba a dar con la abertura que había utilizado Pedro y en ella introducía melindrosamente el dedo. De modo muy parecido a él, dijo con deleite: «Oooh, ¿tienes ganas de afecto, hermanita? Lo tienes caliente, húmedo y palpitante.»
Estábamos en la vaquería del convento, adonde yo acababa de llevar las cuatro vacas al regreso de pastar para ordeñarlas, y la hermana Deidamia había venido con el balde. Yo no la pregunté si la habían mandado ir a ayudarme a ordeñar, porque me pareció que lo traía tan sólo para justificar su presencia allí
y poderme acosar a cubierto.
Tras las primeras caricias, se fue colocando delante de mí y comenzó a levantarme con remilgos el hábito, como pidiéndome permiso.
—Nunca he visto a otra mujer desnuda —dijo.
—Yo tampoco —contesté con voz ronca.
—Tú primero —añadió coqueta, alzándome un poquito más la ropa.
Ya he mencionado que las atenciones de Pedro a veces me causaban un cambio físico desconcertante. Ahora debo decir que los tocamientos de la mano de la hermana Deidamia igualmente me producían aquella hinchazón y erección, y me sentía un tanto azorado, sin saber por qué, de que ella lo viera. Pero antes de que pudiera hacerle ninguna objeción, ella ya me había levantado la falda.
— em¡Gudisk Himins! —exclamó, ahogando un grito, con los ojos muy abiertos. Esas palabras en el antiguo lenguaje significaban «¡Santo cielo!», y, vista su turbación, pensé que mis reparos estaban más que justificados. También yo estaba turbado, pero por un motivo que no podía entender—. ¡Oh, emvái! Yo, que siempre había sospechado que era poco mujer, ahora sé por qué.
—¿Cómo? —inquirí yo.
—Tenía la esperanza de que… tú y yo pudiésemos… pasarlo bien, igual que he visto que hacen la hermana Inés y la hermana Thais, por la noche, ¿sabes? Las he estado espiando y se besan en los labios, se manosean y se restriegan el… bueno, sus partes, y jadean riéndose y sollozando como si les diera mucho placer. Pero nunca se lo he visto porque no se desvisten del todo.
—La hermana Thais es mucho más atractiva que yo —atiné a contestar, con la garganta seca—.
¿Por qué no te has acercado a ella en vez de a mí?
Yo procuraba dominarme con todas mis fuerzas, pero me resultaba difícil porque Deidamia seguía levantándome el hábito sin dejar de mirarme en aquel sitio. Sentía frío en mi cuerpo desnudo, pero lo que más sentía era el calor y la tumescencia en lo que ella miraba.
—¡Oh, emvái! —exclamó ella—. ¿Mostrarme impúdica con la hermana Thais? ¡ emNe, no podría! Es mayor… y le han dado ya el velo… yo no soy más que una pobre novicia. Pero ahora que te veo, ya me imagino lo que hace ella con la hermana Inés por las noches. Si todas las mujeres tienen una cosa como ésta…
—¿Tú no la tienes? —inquirí con voz enronquecida.
— emNi allis —contestó ella entristecida—. No me extraña que siempre me haya sentido inferior.
—Déjame ver —añadí.
Ahora era ella quien se mostraba reticente, pero le recordé lo dicho.
—Tú dijiste que yo primero, hermana. Ahora tienes que enseñármelo tú.
Deidamia soltó mi hábito y, con dedos temblorosos, se soltó el cíngulo y dejó caer la harpillera. Si mi engrasamiento físico hubiera podido acentuarse, seguro que lo habría hecho en aquel momento.
—Mira, toca —dijo tímidamente cogiéndome la mano—, emaquí al menos soy normal; lo tengo caliente, húmedo y abierto como tú, hermana Thorn. Y cuando me meto un calabacín o una salchicha, hasta siento algo de placer. Pero no tengo más que este bultito que se levanta como el tuyo, ¿lo notas?, y me da gusto jugar con él. Pero es poca cosa, apenas más grande que la verruga que tiene en la barbilla la hermana Aetherea. No es como el tuyo; el mío casi no se ve —añadió con desdén.
—Bueno —dije para consolarla—, yo no tengo pelo, ni tampoco esas cosas —añadí, señalando sus senos, que eran también unos bultitos frescos y rosados.
— emAj —respondió ella desdeñosa—, eso es porque todavía eres niña, hermana Thorn. Seguro que aún no has tenido la primera menstruación. Comenzarás a emsororiare antes que yo. —¿Eso qué quiere decir?
— em¿Sororiare? Cuando empiezan a salir los pechos. La menstruación la advertirás cuando te venga. Pero tú ya tienes emeso —añadió tocándolo y haciéndome dar un fuerte respingo— que yo nunca tendré. Ya sospechaba yo que no era una mujer completa.
—Me gustaría restregarlo contra el tuyo —dije—, si piensas que te dará gusto como les sucede a las otras hermanas. —¿De verdad, cariñosa hermana? —inquirió ansiosa—. Quizá pueda obtener placer aunque sea incapaz de darlo. Ven, ven aquí a esta paja limpia. Vamos a tumbarnos; así es como lo hacen Thais y Inés.
Y nos tumbamos las dos y, tras torpes intentos de diversas posturas, juntamos nuestros cuerpos desnudos y yo comencé a frotar aquella parte mía contra la suya.
—Oooh —balbució ella jadeante como Pedro—. Me da… mucho gusto.
— emJa —dije yo con voz desmayada. —Prueba… prueba a metérmelo. — emJa. No tuve que recurrir a ninguna manipulación. Entró con toda naturalidad. Deidamia profirió toda clase de extraños sonidos y su cuerpo se pegó al mío como una lapa, mientras sus manos me acariciaban ansiosas por todas partes. Luego, dentro de ella, dentro de mí, al mismo tiempo, se produjo una especie de arrebato y un estallido sordo y las dos gritamos gozosas, hasta que la agradable sensación fue convirtiéndose en una radiante placidez también muy deleitable. Aunque mi agrandamiento había satisfecho sus ansias y recobraba su tamaño normal, no lo extraje de Deidamia; la membrana de su gruta fue replegándose en suaves espasmos como si tragara y me sujetaba con fuerza. Y yo, por mi parte, sentía las mismas convulsiones internas, aunque mi gruta nada tenía que asir. Hasta que las dos no nos quedamos perfectamente tranquilas interiormente, Deidamia no volvió a decir nada.
—Oooh… emthags. Thags izvis, leitils svisíar. Ha sido increíblemente maravilloso —dijo ella con voz temblorosa.
— emNe, ne… thags izvis, svistar Deidamia —dije—. Para mí también ha sido maravilloso. Me alegra mucho de que se te haya ocurrido hacerlo conmigo.
— em¡Liufs Guth! —exclamó ella de pronto riéndose—. Ahora me siento mucho mejor aquí —añadió
tocándose y tocándome a mí en el mismo sitio—. Tú no estás tan húmeda como yo. ¿Qué es esto que me chorrea?
—Hermana —contesté con timidez—, creo que eso hay que interpretarlo como el pan eucarístico, sólo que licuado. Y me han dicho que lo que acabamos de hacer no es más que un modo íntimo de santa comunión.
—¿Ah, sí? ¡Qué estupendo! Mucho mejor que pan duro y vino agrio. No me extraña que las hermanas Thais y Inés lo hagan tan a menudo. Son muy devotas. Y esa maravillosa sustancia ha salido de ti, hermanita. Yo eso no puedo hacerlo —añadió entristecida—. Soy deficiente. Para ti el placer habrá