Todos los hermanos cumplían los dos primeros preceptos monásticos: sobre todo, la obediencia, fundamentada en el segundo: la humildad; pero el tercero, el silencio, no se observaba muy estrictamente en la abadía. Como los trabajos que se hacían requerían bastante comunicación entre los frailes, no se les obligaba a estar mudos, si bien toda charla que no fuera realmente necesaria no estaba bien vista después de vísperas.
Algunas órdenes monásticas hacen también voto de pobreza, pero en San Damián ese principio se daba por sentado y no se consideraba verdaderamente tanta virtud como la repulsa del vicio. Los frailes, cuando ingresaban, conservaban todas sus pertenencias mundanas, incluidas las ropas, pero a partir de ese
momento poca cosa poseían que pudiese considerarse propia con excepción de dos hábitos de harpillera con capucha —uno para la jornada y otro para después del trabajo— además de una túnica ligera de verano y otra de lana gruesa para invierno, las sandalias, los zuecos o botas de trabajo, dos pares de calzas hasta la cintura y la faja de cuerda que sólo se quitaban de noche en el camastro. También hay comunidades de monjes que hacen voto de celibato como las monjas, pero en San Damián esto, igual que la pobreza, estaba sobreentendido. Era algo relativamente reciente, databa de unos setenta años antes de la época de los acontecimientos que relato, y de todas formas la Iglesia había impuesto el celibato sólo a obispos, sacerdotes y diáconos. Así, quien hubiera recibido las órdenes sagradas podía casarse mientras se tratara de las órdenes menores y tuviese el cargo de lector, exorcista o portero, y podía tener hijos siempre que fuese acólito o subdiácono, sin que tuviera que dejar esposa e hijos si no era nombrado diácono. Ni que decir tiene que muchos clérigos de distinto rango se han mofado de esa tradición de celibato y del aserto de san Agustín de que «Dios detesta la copulación»; han tenido esposas o concubinas sin recato toda su vida, engendrando numerosos «sobrinos» y «sobrinas». Casi todos los monjes de San Damián procedían de las tierras burgundias de la comarca, pero también había muchos francos y vándalos, varios suevos y algunos procedentes de otros pueblos germánicos y tribus. Todos, al entrar en la abadía, renunciaban a su antiguo nombre gótico y adoptaban uno latino o griego de santos, profetas, mártires o venerables obispos de la antigüedad. Así, uno que se llamaba Kniva-el-bizco se convirtió en hermano Cómodo y otro llamado Avilf-el-brazo-fuerte en hermano Adriano.
Como he dicho, todos los monjes tenían su cometido o una tarea diaria que hacer, y don Clemente se esmeraba en asignar a cada uno el trabajo más en consonancia con la ocupación que hubiese tenido fuera de la abadía. Nuestro enfermero, el hermano Hormisdas, había sido médico en una casa noble de Vesontio, y el hermano Estéfanos, que había sido mayordomo de una gran finca, era el emcellarius o cocinero jefe, encargado de las vituallas y la despensa.
Los monjes que sabían latín se convertían en preceptores y copiaban rollos y códices en el escritorio de la abadía; los que tenían dotes artísticas iluminaban los códices; los que leían y escribían en el antiguo lenguaje se encargaban del emchartularium en donde se guardaban los archivos de San Damián y los libros de matrimonios, nacimiento y defunción, las escrituras de las tierras y los contratos establecidos entre los habitantes laicos del valle. El hermano Paulus, que era muy versado y rápido escribiendo en ambas lenguas, era el exceptor privado de don Clemente y era él quien inscribía en tablillas de cera la correspondencia que le dictaba el abad a la misma velocidad con que se habla, para luego redactarla en vellón de carnero con hermosa letra. En el recinto de la abadía había prados y huertos, jardines para herbolario, cuadras y corrales con gallinas, cerdos y vacas, atendidos por dos monjes que habían sido granjeros. Pero la abadía tenía también, dentro y fuera del valle, muchas tierras de labranza, viñas, huertos y pastos para ovejas y vacas. San Damián, a diferencia de otros monasterios, no tenía esclavos, pero empleaba a rústicos para arar las tierras y pastorear el ganado.
Hasta el hermano con menos luces de la comunidad —un pobrecillo cuya tonsura coronaba una cabeza casi cónica— tenía asignada una tarea sencilla y la hacía con gran orgullo y satisfacción. Aquel hombre se había llamado Nethla Iohannes, seguramente debido a la forma de su cabeza, ya que el significado de ese nombre es Aguja, hijo de Juan, pero él había adoptado el nombre aun más ridículo de hermano José; y digo «ridículo» porque ningún monje, clérigo, monasterio o iglesia ha tenido jamás el nombre de San José, personaje que, si caso, se considera patrón de los cornudos. Los domingos y fiestas de guardar, el hermano José tenía por obligación menear la emsacra ligna, la gran carraca que llamaba a las gentes del valle y del pueblo a la misa en la iglesia de la abadía. Los demás días, el hermano José se los pasaba en los campos, como un espantapájaros, haciendo sonar la carraca para espantar a las aves carroñeras.
Mis obligaciones, cuando era muy pequeño, eran casi tan nimias como las del hermano José, pero al menos eran más numerosas y variadas, de manera que no se me hacían tediosas. Había días en que ayudaba en el emscriptorium dando el último pulido a las hojas nuevas de vellón —esto se hacía siempre con una piel de topo, ya que su pelo animal tiene la curiosa propiedad de quedar liso en cualquier
dirección en que se frote— y luego les pasaba polvo de piedra pómez para que agarrara bien en su superficie el cañón de las plumas de cisne de los preceptores. Las más de las veces era yo quien había cazado con trampas a los topos para quitarles la piel y yo quien recogía el jugo de roble con que se hacía la tinta, y yo quien sufría los dolorosos picotazos y aletazos arrancando las plumas a los cisnes. Otros días iba al campo a recoger mirto dulce con el que el hermano enfermero hacía un té
medicinal, o a buscar algodón de cardo con el que el hermano costurero rellenaba almohadas (con los gansos y los cisnes se obtenía mucho plumón, pero eso era un lujo impensable en un monasterio). Otros días me los pasaba echando a una gallina aterrada y chillona por los cañones de las chimeneas de la abadía para limpiarlas y luego llevaba el hollín al hermano tintorero, quien lo hervía con cerveza y obtenía un estupendo líquido marrón para teñir los hábitos de los hermanos. Cuando fui mayor, los hermanos me confiaron tareas de algo más de responsabilidad. El hermano Sebastián, encargado de la vaquería, mientras echaba nata en dos alforjas cilindricas colgadas de la yegua de cría, me informó solemne: «La nata es la hija de la leche y la madre de la mantequilla.» Luego, me subió a la yegua y me enseñó a hacerla caminar a buen paso meneando las alforjas por el corral hasta que, efectivamente, la nata se transformó en mantequilla como por arte de magia. Un día, el hermano Lucas, el carpintero, cayó desde un tejado y se rompió un brazo, y el enfermero, hermano Hormisdas, me dijo: «El nomeolvides es conocido por el alivio y la cura que estimula» y me envió al campo a buscar matas para llenar varios cestos. Cuando los traje, el enfermero ya había acomodado el brazo del herido en una especie de artesa de madera; Hormisdas me dejó ayudarle a machacar las raíces de nomeolvides hasta que obtuvimos una pulpa viscosa con la que le untó el brazo roto. Al final del día, la pulpa se había secado como si fuese yeso; le quitaron la artesa y el hermano Lucas pudo levantarse y caminar, con aquel molde hasta que se le unió el hueso y fue tan buen carpintero como antes.
Yo siempre había ansiado que el hermano vinatero, Cómodo, me solicitase para pisar la uva en el lagar con los monjes que le ayudaban, descalzos, pero muy vestidos para que el sudor no cayese en el zumo. Para mí, aquel trabajo resultaba más divertido que cansado, pero nunca tuve ocasión de hacerlo, porque pesaba muy poco y, sin embargo, habría ocupado un sitio más en el lagar. Pero sí que me hicieron trabajar con el fuelle de cuero para el hermano Adriano cuando forjaba las hojas de hoz y de guadaña, podaderas, bocados para los caballos de los lugareños y herraduras para las caballerías que trabajaban en terreno pedregoso. Me alegré mucho un día que me enviaron a sustituir a un pastor que no podía trabajar por estar enfermo o borracho, pues a mí me gustaba andar por los verdes prados y el pastoreo no es un trabajo agotador. Me llevaba siempre un zurrón con un trozo de pan, un poco de queso y una cebolla (para mí), una caja con pomada de retama para los cortes, rozaduras y picaduras de tábanos (para las ovejas). Llevaba también un cayado para cargar a alguna oveja que necesitase tratamiento. Salvo cuando iba al campo, mi trabajo —como el de cualquier otro monje— tenía que planificarlo y acoplarlo a mis otros deberes religiosos, ya que en la abadía teníamos una rígida reglamentación de cada jornada, semana y año. Nos levantábamos antes del amanecer para ir a vigilias; luego nos lavábamos (casi todos) antes del oficio de maitines, ya al salir el sol, y, antes de desayunarnos con un trozo de pan y agua, íbamos al oficio de prima, a media mañana acudíamos a tercia, a finales de la mañana, en la quinta hora, teníamos el emprandium, la única comida caliente y consistente del día, luego asistíamos al oficio de sexta, tras lo cual, si no teníamos nada que hacer, se nos permitía descansar o echar una cabezada; a media tarde teníamos la nona y al caer el sol las vísperas, después de la cual, a casi todos los que trabajábamos, menos los hermanos que se ocupaban de los animales, se nos permitía dedicarnos a asuntos personales, como leer, zurcir, bañarnos o lo que fuese. No obstante, a casi cualquier hora del día, a los monjes que tenían un rato libre, se les solía ver arrodillados en rezo privado y silencioso, pasando piedrecitas de un montón a otro —las más pequeñas por los avemarias y las más grandes por los padrenuestros y glorias— para contar el número de rezos que ellos mismos se asignaban, persignándose una vez que terminaban sus devociones.
Aparte de los oficios cotidianos, todas las semanas teníamos que cantar los ciento cincuenta salmos y los cánticos determinados según las semanas. Los monjes letrados leían dos horas al día y tres durante
la Cuaresma. Naturalmente, todo el año asistíamos a misa en domingo y días festivos, a los oficios bautismales de Pascua y con frecuencia a misas de casamiento o funerales. Ayunábamos sesenta días al año, y, además de todas estas obligaciones, yo, en mi condición de novicio, tenía que dedicar tiempo a la instrucción religiosa y a la enseñanza seglar.
Muy bien. Desde mis primeros años me hicieron trabajar y estudiar mucho, y pocas veces me dejaban traspasar los altos acantilados que rodean el Circo de la Caverna. Al no haber conocido otra clase de vida, la que llevaba allí me satisfacía y no habría deseado otra; a veces, años después, en momentos de añoranza —bajo los efectos del vino, por ejemplo, o a causa de la languidez amorosa— he pensado que tal vez no habría debido ser tan áspero con el hermano Pedro como llegué a serlo; de no haber sido por aquel desgraciado, aún seguiría encerrado en la abadía de San Damián o en algún otro claustro o convento, y mi naturaleza seguiría siendo algo secreto, aun para mí, oculta por un hábito de fraile, o de acólito, diácono, abad o, quién sabe, si el traje talar de un obispo.
Pues yo tenía muy buenos conocimientos de las Sagradas Escrituras católicas, de la doctrina, de los libros canónicos y la liturgia; una formación mucho más amplia que la de los simples novicios, debido a que don Clemente, en cuanto le nombraron abad de San Damián, se interesó personalmente por mi formación y muchas veces era él mismo quien me enseñaba. Él asumía, como todos los demás, que yo era de procedencia gótica y debía suponer que me habían inculcado la fe de los godos —o sus supersticiones y errores— y dedicaba parte de su tiempo a expurgarlos y sustituirlos por los principios ortodoxos de la religión católica.
Sobre la Iglesia católica: «Es nuestra madre, prolífica en hijos. De ella hemos nacido, con su leche nos nutrimos y su espíritu nos da la vida. Sería indecente que nosotros hablásemos de otra mujer.»
Sobre las otras mujeres: «Si un monje tuviese que llevar a su propia madre o hermana a cuestas para cruzar un río, primero la envolverá con cuidado con un manto, pues el tacto de la piel de la mujer quema.»
Sobre mí: «A semejanza de un hombre herido, joven Thorn, tu vida la ha salvado el sacramento del bautismo, pero toda tu vida será una larga y precaria convalescencia, y hasta que no mueras en brazos de la Santa Madre Iglesia no superarás tu condición.»
Y siempre que el abad se sentaba a enseñarme, no dejaba de mencionar en tono de repugnancia algo así como: «Los godos, hijo mío, son extranjeros, hombres con nombres y alma de lobo… que toda persona decente debe evitar y abominar. »
—Pero, emnonnus Clement —dije en cierta ocasión—, fue a extranjeros a quien nuestro Señor Jesucristo se reveló tras su gloriosa Natividad, pues estaba en Galilea y los Magos vinieron de tierras de Persia.
—Bueno, bueno —contesó el abad—, hay extranjeros y extranjeros. Los godos son extranjeros embárbaros, salvajes, bestias. Y ello resulta perfectamente evidente de sus nombres tribales; los godos son los terribles Gog y Magog, los poderes perversos cuya temible llegada se profetizó en los libros de Ezequiel y de la Revelación.
—Entonces —balbucí—, los godos son seres tan detestables como los paganos. O los propios judíos.
— emNe, ne, Thornila. Los godos son más detestables aún, pues son herejes: emarríanos. Un arriano es una persona que ha emrecibido la luz de la verdad y ha elegido una repugnante herejía en vez de la religión católica. San Ambrosio ha dicho que los herejes son más blasfemos que el Anticristo, más que el propio diablo. emAj, Thorn, hijo mío, si los ostrogodos y los visigodos no fuesen más que extranjeros y salvajes, se les podría tolerar. Pero como arríanos son abominables.
Ni don Clemente ni nadie había podido prever que yo sería testigo de que los godos arríanos llegarían a dominar nuestro mundo —ni que uno de ellos sería el primer monarca universal, desde tiempos de Constantino, en ser llamado «el Grande», siendo el primero en emmerecer, desde la época de Alejandro, semejante epíteto— y que yo, Thorn, estaría a su lado.
La formación seglar que recibí en San Damián se inició cuando era de corta edad, y me la impartió
un monje gépido, el hermano Metodio, que hablaba el antiguo lenguaje. Como niño que era, yo no hacía más que plantearle preguntas tontas, por lo que el hombre tenía que recurrir a su gran paciencia para contestarme lo mejor posible.