Una vez que todos hubieron comulgado, don Clemente recitó la acción de gracias, pero antes de despedir a los fieles, intercaló un mensaje que no formaba parte de la liturgia. Muchos de los fieles tenían la costumbre de tragar tan sólo una partícula de la Hostia para llevarse el resto a casa y tomarse trocitos por su cuenta cuando rezaban en familia; don Clemente amonestaba todos los domingos a esos comulgantes para que no dejasen ese pan consagrado negligentemente en sus casas de forma que un ratón o un rata —«o peor alguna persona no bautizada en la Santa Iglesia Católica»— pudiera casualmente o por perversidad comérselo. A continuación despidió a los feligreses: em«Benedicat et exaudiat nos, Deus. emMissa acta est. In pace.»
Aunque yo le había oído lanzar aquella advertencia muchísimas veces, nunca se me había ocurrido pensar que hubiera entre los presentes alguien que no fuera cristiano católico; como he dicho, hacía tiempo que yo observaba entre los lugareños cosas que no me parecían muy de acuerdo —o totalmente contrarias— a las costumbres cristianas, y también había notado que había no pocos campesinos del Circo de la Caverna que no acudían a los servicios religiosos ni siquiera en días de fiesta. Naturalmente que en todas las comunidades hay algún energúmeno, «poseso de los demonios», personas dementes a quienes se les prohibe la entrada en la iglesia, y yo suponía que la mayoría de los que no venían a misa eran simples gentes impías y patanes gandules. Pero al día siguiente me enteré de que algunos eran culpables de rebeldías más que reprehensibles.
En la hora en que estaba previsto, fui con mis tablillas de cera al aposento de don Clemente para hacer el trabajo de transcribir su correspondencia. Como solía hacer los lunes, el abad me dijo si tenía alguna pregunta que hacerle sobre lo que había predicado en la misa del día anterior, y le pregunté algo, pero no quise mostrarme atrevido ni irrespetuoso.
—Esas tribus hebreas que se citan en el salmo, emnonnus Clement, cuyos nombres dijisteis a los fieles que proceden de la lengua latina o de un antiguo dios demoníaco romano… emNonnus, seguro que esas gentes del Antiguo Testamento tenían nombre mucho antes de que los romanos ocupasen Tierra Santa e introdujesen su lengua y sus dioses paganos…
—Muy bien, Thorn —dijo el abad sonriendo—, estás haciéndote un hombre muy despierto.
—Entonces… ¿cómo pudisteis decir algo que sabíais que no era cierto?
—Es lo mejor para convencer a los fieles de la maldad de los enemigos del Señor —respondió don Clemente, ya sin sonreír, aunque hablando reposadamente—. Creo que Dios no tendrá en cuenta ese leve engaño, muchacho, aunque tú le des importancia. Casi todos los feligreses son gentes sencillas, y para persuadir a estos rústicos a que conserven la fe, nuestra madre Iglesia consiente que sus ministros algunas veces contribuyan a la causa de la fe con la ayuda de piadosos artificios. Yo reflexioné un instante y le pregunté:
—¿Es por eso por lo que la madre Iglesia situó la natividad de Jesucristo el mismo día que la del demonio Mitra?
—Me temo, nuchacho —contestó el abad, ahora frunciendo el ceño— que te he consentido excesiva libertad en tus estudios. Esa pregunta la habría podido hacer un pagano pertinaz, no un buen cristiano que cree en las enseñanzas de la Iglesia. Una de sus enseñanzas es la siguiente: emsi tiene que emserlo, lo será. Si lo es, tiene que serlo.
—Estoy castigado, emnonnus Clement —balbucí humildemente.
—Lo que hayas leído u oído de ese Mitra —añadió él, más amable— bórratelo de la memoria. La creencia supersticiosa en Mitra ya había desaparecido antes de que el cristianismo la enterrara. El mitraísmo no habría sobrevivido, porque excluía a las mujeres en sus cultos. Para que crezca y se difunda, una religión debe ser atractiva para todos y, más que nada, a los más fáciles de llevar, a los que pagan más fácilmente diezmos, a los más impresionables e incluso crédulos, es decir… las mujeres.
Yo asentí humildemente, haciendo una pausa antes de preguntarle:
—Otra cosa, emnonnus Clement. Esa advertencia que hacéis todos los domingos para que la gente tenga cuidado de no dejar que una persona que no sea cristiana y católica coma el pan consagrado. ¿Os referís a un cristiano lamentablemente desviado o simplemente a cristianos tibios?
El abad me dirigió una profunda mirada apreciativa y al final contestó:
—No son cristianos católicos, sino arríanos.
Lo dijo despacio, pero a mí me impresionó enormemente. No olvidéis que durante toda mi vida me habían enseñado a aborrecer y condenar el arrianismo de los godos, y a mí ese odio y desprecio me había calado hondo, no tanto por los godos en sí (ya que yo probablemente era godo), sino por su detestable religión. Ahora, de pronto, se me decía que era posible encontrar auténticos arríanos vivos a pocos estadios de donde yo y don Clemente estábamos conversando. Él debió percatarse de mi sorpresa, porque prosiguió:
—Thorn, considero que ya eres mayor de sobra para saberlo. Los burgundios, igual que los godos, son casi todos de creencia arriana. Desde los hermanos reyes, Gundiok de Lugdunum y Khilperico en Ginebra, hasta su príncipes, nobles y cortesanos y la mayoría de sus subditos. Yo calculo que la cuarta parte de los lugareños y campesinos de nuestro valle son arríanos, y otra cuarta parte siguen siendo paganos irrecuperables. Entre ellos se cuentan muchos agricultores y pastores de las tierras de San Damián, que pagan a la abadía sus diezmos.
—¿Y permitís que sean arríanos? ¿Consentís que los arríanos trabajen junto a nuestros hermanos cristianos? Don Clemente lanzó un suspiro.
—La verdad es que nuestra comunidad monástica y nuestros feligreses católicos constituyen algo así como una avanzadilla en tierra extranjera. Se nos permite vivir por la tolerancia de los arríanos y paganos que nos rodean. Considéralo en su justa medida, Thorn. Los reyes son arríanos, sus administradores, soldados y recaudadores de impuestos son arríanos. En Lugdunum, aparte de la basílica de San Justo de nuestro obispo, hay otra iglesia aún más grandiosa, sede de un obispo arriano.
—¿También ellos tienen obispos? —musité sin salir de mi asombro.
—Afortunadamente para nosotros, los arríanos no son tan meticulosos con las pequeñas divergencias de lo que ellos consideran la verdadera religión como lo somos nosotros con lo que emsabemos es la verdadera religión. Ni se toman el mismo celo que nosotros en convertir o extirpar sin miramientos a los no creyentes. Gracias a que los arríanos son indulgentes con las otras religiones podemos los católicos vivir, trabajar y hacer prosélitos de nuestra fe entre ellos.
—Así, de repente, no acabo de entenderlo —dije—. Rodeados de arríanos por doquier…
—No siempre fue así. Hace apenas cuarenta años, los burgundios no eran más que paganos, víctimas ignorantes de la superstición, que adoraban al profuso panteón de dioses paganos. Fueron convertidos por los misioneros arríanos ostrogodos que se dirigieron al Este. Yo continuaba anonadado, pero no por ello había mermado mi natural curiosidad.
—Perdonad, emnonnus Clement —osé decir—. Si los arríanos que nos rodean son tan numerosos y nosotros los cristianos tan pocos, ¿no es remotamente posible que el dios arriano sea digno de…?
— em¡Aj, ne! —me interrumpió el abad, alzando horrorizado las manos—. ¡Ni una palabra más, muchacho! No se te ocurra especular sobre la legitimidad de los arríanos, sus creencias ni nada de lo suyo. Los concilios de la Iglesia los han declarado malvados, y basta.
— emNonnus, ¿y estaría mal que desee conocer mejor al adversario para mejor combatirle?
—Quizá no, pero uno puede no hacerlo bien si es el demonio quien le insta a hacerlo. Ahora, dejemos ese tema inmundo. Vamos, coge la tablilla.
Me incliné obedientemente a hacer mi trabajo, pero no estaba dispuesto a dejar el «tema inmundo»; don Clemente había conmocionado profundamente mi conciencia. Cuando acabé mi labor de escriba, fui a cumplir la siguiente obligación de la jornada: la clase de ética con el hermano Cosmas. Antes de que
iniciase su insípido discurso, le pregunté si no le importaba que fuésemos tan pocos cristianos en medio de una población prácticamente arriana.
—Oh, emvái. Con todas tus lecturas y consultas furtivas, ¿aún no has descubierto que los arríanos también son cristianos —replicó con sorna, causándome la segunda conmoción de aquel día.
— em¡¿Cristianos?! ¿Ellos? ¿Los emarríanos?
—O eso dicen. Y lo eran al principio, cuando el obispo arriano Wulfila convirtió a los godos…
—¿Wulfila, el que escribió la Biblia gótica? ¿También era emarriano?
— emJa, pero eso no era malo en la época en que Wulfila hizo que los godos abjuraran de su vieja religión de los dioses paganos germánicos. Fue después cuando los cristianos arríanos fueron declarados herejes y se decretó que el catolicismo era el auténtico cristianismo.
Debía de estar tambaleándome, porque Cosmas me miró y dijo:
—Vamos, siéntate, joven Thornilas. Mucho parece haberte afectado esa revelación. El hermano Cosmas se envanecía con razón de sus conocimientos en historia eclesiástica, y añadió
complacido:
—En los primeros años del siglo pasado, el cristianismo se hallaba lamentablemente fraccionado por cismas en unas doce o más sectas. Las disputas entre obispos eran muchas y complejas, pero las simplificaré para que lo entiendas diciendo que los dos obispos que al final serían más influyentes e irreconciliables eran Arrio y Atanasio.
—Ya sé que los cristianos, emnosotros, seguimos la doctrina de Atanasio.
—Eso es, emja… la doctrina del obispo Atanasio afirma que el Hijo de Dios, Cristo, es de la emmisma emsustancia que el Padre. Pero el obispo Arrio alegaba que el Hijo es sólo emparecido al Padre. Dado que Jesucristo fue tentado igual que un hombre, padeció como hombre y murió como hombre…, no podía ser igual que el Padre que está por encima de toda tentación, padecimiento y muerte. Tuvo que ser emcreado por el Padre, igual que cualquier hombre.
—Pues… —balbucí yo, que nunca había reflexionado sobre semejante distinción.
—Bien, Constantino era entonces emperador de las dos partes del imperio, la oriental y la occidental —prosiguió el hermano Cosmas—, y vio que la adopción del cristianismo era un medio para aglutinar a todos sus subditos e impedir la desintegración de dicho Imperio. Pero él no era teólogo y no entendía la profunda diferencia de las doctrinas de Arrio y Atanasio, así que convocó en Nicea un concilio que determinase cuál era la doctrina verdadera.
—Sinceramente, hermano Cosmas —dije—, yo tampoco veo muy bien la diferencia.
—¡Vamos, vamos! —replicó impaciente—. Arrio, inspirado con toda evidencia por el demonio, afirmaba que Cristo no era más que una creación de Dios Padre, inferior al Padre. De hecho, un simple enviado del Padre. Pero date cuenta de que si eso fuese así, Dios podría en cualquier momento enviar otro Redentor a la tierra. Si existiera cualquier remota posibilidad de la venida de otro Mesías, los sacerdotes de Cristo no tendrían una religión única, exclusiva, incontestable que predicar. Por eso el escandaloso concepto de Arrio horrorizó, naturalmente, a casi todos los sacerdotes cristianos, pues con ello habría quedado abolida su razón de ser.
—Entiendo —dije, aunque para mis adentros me regocijaba la idea de que Dios pudiese enviar otro Hijo a la tierra en vida mía.
—El concilio de Nicea rechazó la tesis de Arrio, pero no la condenó con fuerza suficiente, por lo que Constantino estuvo inclinado hacia el arrianismo durante todo su reinado. En realidad, la Iglesia de Oriente —la llamada Iglesia ortodoxa— sigue inclinada hacia algunas de las doctrinas de Arrio. Mientras que los cristianos de Occidente consideramos el pecado como un vicio y su curación como una disciplina, los insulsos cristianos de Oriente lo consideran una ignorancia que se cura con la formación.
—¿Y cuándo se condenó radicalmente el arrianismo?
—Unos cincuenta años después de la muerte de Arrio, en un sínodo convocado en Aquileia. Afortunadamente, el santo obispo Ambrosio tuvo la previsión de imponerse en ese concilio con otros obispos que seguían la doctrina de Atanasio. A él asistieron dos obispos arríanos que fueron literalmente abucheados, vilipendiados, anatemizados y expulsados del episcopado cristiano. El arrianismo quedó
derrocado y desde entonces la Iglesia católica no sufre la mancha de esa herejía.
—¿Y cómo es que los godos se hicieron arríanos?
—Antes de que el arrianismo fuese anatemizado, el obispo arriano Wulfila fue a predicar en las tierras salvajes en que los visigodos tenían sus guaridas de lobos y los convirtió, y ellos convirtieron a sus hermanos vecinos, los ostrogodos, y éstos convirtieron a los burgundios y otros pueblos extranjeros.
—Pero, ciertamente, hermano Cosmas, habría también predicadores católicos en los pueblos extranjeros.
em—Aj, ja. Pero no olvides que la mayoría de los pueblos germánicos son de corto intelecto y no entienden que dos entidades divinas, como son el Hijo y el Padre, sean de una misma sustancia. Es cosa que requiere más fe que razón; con el corazón no con la cabeza. La ignorancia es la madre de la devoción. Pero la creencia arriana de que el Hijo sólo es parecido al Padre es lo que los extranjeros entienden con su corto caletre y su corazón de brutos no se inmuta.
—Pero habéis dicho que son cristianos.
—Sólo porque no se puede negar que siguen los consejos de Cristo —contestó Cosmas, abriendo los brazos— de ama a tu prójimo, etcétera. Pero no adoran debidamente a Cristo; sólo adoran a Dios. Se les podría igualmente llamar judíos.
Da igual. Una de sus absurdas creencias es que son igualmente válidas dos o más maneras de adoración, y así, permiten la irrupción de otras religiones —como la nuestra, Thornilas— y la nuestra prevalecerá inexorablemente sobre la suya.
Puede resultar extraño —incluso a mí me lo parecía entonces— que, de nuestra comunidad cristiana católica, sólo yo hubiese osado poner en tela de juicio e incluso hubiese comenzado a poner en duda preceptos, reglas, censuras y creencias por las que todos nos regíamos. Pero, considerándolo en retrospectiva, creo que es explicable mi audaz curiosidad y mi incipiente tendencia a rebelarme contra la formación que me daban. Ahora creo que fue la primera aparición de la faceta femenina de mi carácter. Durante mi vida pude observar muchas veces que casi todas las mujeres, en particular las que tienen algo de inteligencia y una pizca de formación, son muy parecidas a como era yo de muchacho: sensible a la incertidumbre, proclive a la duda y dado a la sospecha.