emAj, confieso que de vez en cuando, en ocasiones en que mi vida era de una actividad febril, arriesgada o simplemente incómoda, mi parte femenina ansiaba la paz y seguridad de un hogar. Pero eso sólo sucedió en ocasiones y por poco tiempo, y nunca me adapté a la situación considerada normal. Mirándolo en retrospectiva, tanto desde el punto de vista masculino como femenino, ahora me alegro. Si me hubiese contentado con los reglas y valores tópicos de la moralidad —o hubiese optado por elegir los de un único sexo, conduciéndome siempre como mujer o como hombre— mi vida habría sido mucho más fácil y más limpia, pero también menos llena de riesgos y aventuras. Muchas veces pienso en la gente normal, virtuosa y sumisa y me pregunto si es emcapaz de mirar hacia atrás pensando en lo que han hecho, recordándolo con una sonrisa de añoranza o torciendo el gesto, enorgulleciéndose de ello, lementándolo o incluso avergonzándose.
Mi aspecto físico seguía siendo tan ambiguo como mi naturaleza sexual, aun siendo adulto, y decían que era un muchacho y un hombre muy guapo con la misma frecuencia con que me halagaban por ser una muchacha o una mujer hermosa. He conocido muchas mujeres más altas que yo y muchos hombres más bajos. Mantenía mi cabello de una longitud mediana, apta para mujer u hombre; nunca me cambió la voz como les sucede a casi todos los adolescentes varones, así que se me tomaba por hombre de voz fina o por mujer con voz ronca provocadora. Siempre que viajaba solo, solía ir vestido de hombre, pero, aun así, mi aspecto era convenientemente ambiguo. Como tenía ojos grises y era de pelo rubio, las gentes de tez más oscura del sur de Europa pensaban que era del Norte. Como era esbelto y no tenía barba, los del Norte creían que era romano.
No, nunca me creció barba ni vello en el pecho —sólo en las axilas— y tenía pocos senos, unas mamas femeninas casi indiferenciables de los pectorales masculinos, y la poca carne fofa que tenían la podía aplastar fácilmente con una tela ceñida o acentuarla para que pareciese un pecho femenino atándome la tela a guisa de corsé, de modo que la levantase. La rosada aureola y los pezones eran algo mayores que los de un hombre y, ciertamente, mucho más eréctiles cuando me excitaba, pero ninguna de las mujeres que me creían hombre los encontró nunca poco viriles. En cualquier caso, cuando estaba desnudo, ninguna otra mujer, salvo la hermana Deidamia, me confundió jamás con un individuo de su mismo sexo.
Me creció un vello púbico un poco más oscuro que el pelo, que no era ni de contorno impreciso como el de un hombre ni en forma de delta como el de la mujer, pero casi nadie, con excepción de algún médico, advierte esa diferencia sexual. El ombligo no lo tenía exactamente a la altura de la cintura, como el de un hombre, ni mucho más abajo como en las mujeres, pero esa es otra diferencia que poca gente
advierte. Mi miembro viril era de tamaño normal y con vello —y yo tenía cuidado con las posturas cuando estaba desnudo— y nadie advirtió mi falta de escroto y testículos, pero podía hacerlo casi desaparecer, ciñéndomelo contra el vientre con una faja, cuando hacía de mujer. Tal vez parezca que acepté muy pronto mi peculiar naturaleza, pero no es así. Como relataré más adelante, mi adaptación a ella y a la gente me costó mucho y tuvo efecto gracias a numerosos encuentros sociales y sexuales, con hombres y mujeres. Algunos de ellos fueron de prueba, otros resultaron bastante emocionales y algunos resultaron realmente embarazosos o francamente dolorosos. También tardé varios años en adaptar mi propio ser. Me preguntaba muchas veces, ¿debo llevar los zuecos de la comedia y los coturnos de la tragedia? Durante esos años, no sólo me sentía incómodo en presencia de hombres y mujeres normales, sino también ante animales normales como eran caballos y yeguas, y mulas, naturalmente. emAj, a veces sentía inquietud y desdicha incluso al mirar una determinada flor. Todas las flores, por hermosas y aromáticas que sean, no son más que los órganos sexuales de las plantas, y la flor que a mí más me desagradaba por entonces era el lirio. El lirio, porque, con su carnoso pedúnculo erecto en el centro de su pétalo en forma de vulva, me parecía un sarcasmo de mis propios órganos sexuales.
No llegué realmente a aceptar mi doble naturaleza hasta que hube leído muchos relatos paganos y oído antiguas canciones mitológicas a las que no tenía acceso en la abadía cristiana. Aprendí que no era ni mucho menos el primer ser con semejante naturaleza, y que ni la palabra gótica emmannamavi, la latina emandrogynus ni la griega emarsenothélus habían sido acuñadas por si nacía alguien como yo. Plinio decía:
«La naturaleza en sus caprichos puede producir casi cualquier ser imaginable», y si aquellas historias paganas eran ciertas, la naturaleza había producido anteriormente otros fenómenos. Oí, por ejemplo, leyendas de la antigüedad, como la de un ser llamado Tiresias, que durante toda su vida pasaba de la condición de hombre a la de mujer; y Ovidio escribió sobre el dios menor Hermaphroditus, hijo de Hermes y Afrodita (es decir, Mercurio y Venus), un muchacho a quien amaba una ninfa del bosque, a la que él rechazó y ella apeló a otros dioses para que nunca se separaran uno de otro; los dioses se lo concedieron perversamente un día en que Hermaphroditus y la ninfa se bañaban en el mismo estanque, combinándolos en un ser de ambos sexos, y dejaron aquella nueva criatura fantástica en aquel estanque, que está en Licia, de forma que hoy cualquier hombre que en él se baña sale mitad mujer y cualquier mujer mitad varón. Yo me preguntaba cómo saldría yo de aquel estanque, si lograba dar con él, pero nunca tuve ocasión de ir a esa región del imperio oriental. Hubo también el semidiós Agdistis, quien, igual que yo, era un emmannamavi, pero los otros dioses le cortaron el órgano masculino y le dejaron el femenino, tras lo cual se convirtió en la diosa llamada Cibeles. Entre los mortales de la antigüedad, así como entre los dioses, hubo otros que, como Tiresias, cambiaban de sexo durante su vida. También al emperador de Roma, Nerón, aunque no era andrógino, le complacía acostarse con hombres y con mujeres, y cuando públicamente «contrajo matrimonio», uno de sus jóvenes amantes que asistía a la boda hizo el cáustico comentario de que «el mundo habría sido feliz si el padre de Nerón hubiera tenido una esposa así».
No sólo supe de personas de sexo equívoco o variable que habían existido antes que yo, sino que seguían naciendo otras con mi misma naturaleza de emmannamavi. Existían, por ejemplo, algunas entre los degenerados supervivientes de los escitas, quienes en el mundo antiguo habían cobrado fama por ser obesos, indolentes y, tanto hombres como mujeres, igual de indiferentes al placer sexual, motivo de la decadencia de su raza. No obstante, sus escasos descendientes seguían teniendo una palabra, emenanos, que significa «hombre-mujer» y que seguramente se aplica a un emmannamavi como yo. Lo que aprendí en esas lecturas hizo que me sintiera menos singular y solo en el mundo, o al menos no tan excepcional. Si había otros como yo, algún día conocería a alguien así. Incluso en ocasiones se me ocurrió pensar en marchar a las tórridas tierras de Libia, al sur de África y Egipto, de donde procedían los curiosos animales dobles —como el tigre-caballo y el camello-pájaro— por ver si allí existían seres humanos combinados como yo. Pero nunca emprendí viaje, y nada puedo decir de esas tierras. Y, además, me anticipo a mi crónica.
La segunda y última vez que me expulsaron de San Damián, marché del mismo modo que cuando me habían recluido en Santa Pelagia, en un estado mezcla de temor y entusiasmo pensando en las aventuras y vicisitudes que me aguardaban fuera del Circo de la Caverna. Nunca había salido del valle más que para ir a las aldeas y granjas más próximas en las tierras altas, y las pocas veces, siempre acompañado, cuando alguno de los hermanos me llevaba en el carro de la abadía para que le ayudase a cargar vituallas o provisiones. Ahora, ascendiendo por el Circo hacia la vasta llanura ondulada de lupa, aunque iba bien abrigado con mi piel de carnero y llevaba el águila en el hombro, me sentía casi desnudo frente a aquel crudo invierno e indefenso ante lo que pudiera acontecerme en adelante. En la abadía todo había sido previsible; pero ahora emprendía camino solo, un camino al descubierto, sin defensa e inacabable, en el que casi nada es previsible de un día para otro ni de uno a otro lugar. Los dos o tres primeros pueblos que encontré en mi camino ya los conocía y me decían «el chico del monasterio», y, aunque los lugareños miraban el emjuika-bloth con gran sorpresa y curiosidad, pensarían que me habían enviado de San Damián a hacer algún encargo. Pero una vez que hube dejado atrás aquellos contornos y me hallé en terreno desconocido, no me faltaban motivos para temer posibles riesgos. Existía la posibilidad real de que me tropezase con alguien que me creyera un esclavo fugado y se apoderase de mí.
No llevaba certificado de manumisión, pues, como no había sido esclavo, no me lo habían dado; y no existe otro medio para demostrar que una persona es libre. Naturalmente, las personas mayores rara vez tienen que demostrar su condición de libertos, a menos que tengan cicatrices y callos del collar o de los grilletes de esclavos, o si, por desgracia, su físico coincide con el de un fugitivo reclamado, pero una persona joven que vaga sola por el campo, puede verse fácilmente acosada, y ser acusada y aprehendida como esclavo por alguien que quiera apropiársela; y por mucho que proteste e intente explicar por qué
anda a solas, de poco le sirve, pues la palabra del adulto prevalece contra él, incluso ante un tribunal. Los niños son presas muy codiciadas pues, aunque sean pequeños, vale la pena criarlos hasta que alcanzan la edad para trabajar. Pero yo ya tenía edad para ser útil y codiciado como esclavo, fuese chico o chica. Como he dicho, el ropaje que vestía era común a ambos sexos en los campos de aquellas tierras, pero, aunque hubiese llevado un letrero que dijese que era hombre o mujer, habría corrido peligro de que me apresaran. Si me apresaban creyéndome chico, me dedicarían a un trabajo penoso; si me consideraban chica, me asignarían trabajos menos pesados, pero sin duda también me obligarían a compartir el lecho de mi «nuevo» amo.
Así, siempre que avistaba a otro vagabundo, a alguien a caballo o con una recua de animales, me apartaba del camino y me escondía en algún seto o espesura a un lado, y siempre que llegaba a un pueblo, me desviaba una distancia prudencial y nunca pedía albergue ni comida en unas casas aisladas: aun en los momentos de peores nevadas, me las arreglaba para dormir bastante bien en los pajares o establos y me levantaba muy temprano antes que los labriegos comenzasen sus faenas. Me alimentaba recogiendo lo que podía y, además, me iba perfeccionando en el uso de la honda, aunque, a pesar de ello, lo más que conseguía era algún conejo o un pájaro. Mi rapaz emcazaba mucho mejor, pero nunca tuve la extrema necesidad de compartir sus presas de serpientes, ratones y otros roedores. Poco había que coger en aquellos campos invernales en barbecho, salvo a veces algún nabo helado que había quedado en tierra, y debo confesar que, cuando no tenía más remedio, robaba huevos de los gallineros y, a veces, un pollo. En una de aquellas incursiones estuvo a punto de concluir drásticamente mi viaje. Una mañana temprano, en una granja, mi emjuika-bloth alzó el vuelo para buscar algo que comer para desayunar y yo me introduje furtivamente en el gallinero. Estaba hurtando huevos calientes y recién puestos —y lo hacía tan rápido que las gallinas adormiladas a penas cloqueaban— cuando una manaza me agarró con fuerza por el hombro, me arrastró afuera a la débil luz del amanecer y me arrojó contra el
duro suelo. El granjero, un hombrón rojo de cara y ojos como lo era de barba, me miraba furioso, enarbolando una gruesa estaca y vociferando:
—¡Sai! ¡Gafalfah thanna aiweino faihugairns thiufs!
Eso explicaba que estuviese levantado antes de la hora habitual entre la gente del campo. Exclamó:
«¡Mira! ¡He atrapado al pertinaz ladrón!» Era evidente que otro antes que yo saqueaba constantemente el gallinero, y el hombre estaba a la espera, y es muy probable que el supuesto ladrón fuese un zorro o una comadreja, pero de nada me serviría sugerírselo, pues había prendido a un ratero humano y el hombre seguía hablándome de la paliza brutal que iba a darme antes de encadenarme como a un esclavo. Me golpeó en las costillas con la porra antes de que yo pudiera gritar em«¡Juika-bloth!», tratando de ponerme en pie mientras el águila regresaba, y me largó otro porrazo, éste en la cara. Cuando batió las alas interponiéndose entre mi agresor y yo y posándose en mi hombro, mirando sorprendida al rústico, el hombre abrió unos ojos enormes y se quedó con la estaca en el aire; el águila, naturalmente, no sentía animosidad hacia el desconocido, pero un rapaz no necesita mirar con dureza a una persona para parecer amenazadora. El granjero retrocedió, balbuciendo atónito em«Unhultha skohl…», mientras yo, sin esperar a que recuperase la razón salía corriendo a tal velocidad que adelanté al águila, que tuvo que recuperar terreno para alcanzarme. Lo cual debió asustar más aún al hombre, puesto que no nos persiguió, aunque, probablemente, toda su vida alardearía ante otros de haber combatido en su corral contra un «sucio demonio» y su alado espíritu maligno.
Hasta que no estuve bien lejos de la granja y a buen abrigo en unos matorrales, no me entretuve en restañarme la sangre que bañaba mi rostro. Y sólo en ese momento noté el dolor de las costillas; era un dolor atroz, y también sentía algo húmedo, que supuse sería sangre. Pero no. Era que, conforme robaba los huevos, me los había ido guardando dentro de la túnica, por encima del cinturón de cuerda, y se habían roto con el porrazo que me había arreado el hombre. Tenía la ropa hecha una pena, pero logré
recoger bastante de aquella tortilla involuntaria para paliar algo mi hambre. Las costillas estuvieron doliéndome varios días y si alguna estaba rota, debió soldarse sola.
Y más me estuvo doliendo la cara; la tenía hinchada y amoratada, pero la hemorragia, aunque copiosa, era sólo de un pequeño corte que pronto encarnó y sólo me quedó una leve cicatriz clara, dividiéndome la ceja izquierda. Más tarde, cuando hacía de hombre, la gente suponía que aquella cicatriz era un honroso recuerdo de algún combate, y cuando hacía de mujer, comentaban que aquella ceja partida añadía interés a mi belleza.
Poco después de aquel incidente, el camino me llevó cerca del río Dubis y por primera vez en muchos días pude lavarme bien. El agua estaba helada —tuve que romper la capa de hielo de la orilla—