Halcón (16 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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—No soy un esclavo, emfráuja —contesté con voz pastosa, con la boca llena y con la barbilla manchada de sangre—. Nunca he sido esclavo. Hasta hace poco era novicio en un monasterio, pero me… vi que no tenía vocación para tomar la tonsura y la cogulla.

—¿Ah, sí? —replicó, mirándome con recelo—. ¿Ibas a hacerte monje? Entonces, ¿por qué te he visto a veces aliviándote en cuclillas?

Me quedé mirándolo con la boca abierta sin saber qué decir, porque no tenía ni idea de qué hablaba. Por lo que él repitió la pregunta en voz más alta y con palabras más vulgares y comprensibles:

—¿Por qué te he visto a veces meando como una chica?

La brusca pregunta me cogió desprevenido. En cualquier caso, ¿cómo podía explicarle que orinaba de pie o agachado, según el momento y la circunstancia en que me considerara hombre o mujer?

—Pues porque… —balbucí—, porque así me exponía menos que… si lo hacía de pie con mi… órgano urinario… si me atacaban de repente…

— em¡Aj, balgs-daddja! Deja de decir mentiras bobas —replicó sin aspereza—. Ya veo que cuando hablas utilizas palabras remilgadas para evitar indecencias. emÓrgano urinario —repitió con desdén, soltando una carcajada—. ¡Por el conejo de la impúdica diosa Cotytto! Lo que quieres decir es tu emsvans. Escucha, pilluelo, a mí me tiene sin cuidado si eres chico o chica, ninfa o fauno, o las dos cosas. Yo ya soy viejo y hace muchos años que no tengo tuétano en los huesos. Así que, aunque fueses más hermoso que la célebre señora Popea o el legendario Jacinto, no correrías peligro a mi lado. Me quedé mirándolo. Después de haber estado años con monjes y monjas, estudiando, preguntado y recibiendo admoniciones —sobre todo respecto al sexo— era una bendición encontrarse con una persona totalmente falta de interés por las cosas íntimas de otra.

—Y tampoco me importa un bledo de qué o de quién huyes, ni por qué —añadió. Con la comida había recuperado mis energías, y dije con cierto ánimo:

—No soy un fugitivo, emfráuja. Me dirijo a un sitio hacia el Este en busca de mi pueblo, los godos.

—¿Ah, sí? ¿A las tierras orientales de los ostrogodos? ¿Y por qué crees que vas en dirección Este, emniu?

—¿Es que no voy? —inquirí, abrumado—. Cuando salí de Vesontio sí que partí en dirección Este; pero todo el tiempo que llevo recorriendo estas malditas montañas, las oscuras nubes me ocultan el sol y la estrella del norte Fenice. De todos modos, pensé que siguiendo estas estribaciones de los Alpes hacia el Sur…

El viejo meneó su erizada cabeza gris.

—Has tenido un viento de cara todo el tiempo, ¿no? El aquilón, el viento noreste. emAj, al final, estas estribaciones tuercen y te conducirán al Este; pero en este momento vas en dirección a la guarnición romana de la ciudad de Basilea, que es adonde yo voy.

— emIésus —musité, osando pronunciar por primera vez el nombre del Señor en vano, sin persignarme, también por primera vez—. Entonces, ¿cómo se orienta uno cuando no se ve el sol ni la estrella norte?

—Pilluelo ignorante, se recurre a una piedra de sol —dijo, sacando algo de su voluminosa masa de pieles y tendiéndomelo. No era más que un trozo de esa piedra tan común llamada emglitmuns en gótico y mica en latín, un mineral opalino y medianamente transparente formado por varias capas escamosas.

—No te indica la estrella Fenice —añadió—, pues sólo funciona de día, pero, aunque esté muy oscuro y nublado, miras a través de ella el cielo y lo ves casi todo rosado, menos el lugar en que debería verse el sol que se ve azul claro. Así determinas fácilmente la dirección. Tengo muchas cosas que aprender —dije con un suspiro.

—Si vas a vivir en los bosques cazando, emja.

—Pero, emfráuja, tú que conoces bien el bosque y eres buen cazador y dices que hace mucho que vives así, ¿por qué vas a una ciudad?

—El bosque me habrá trastornado —contestó de mal humor—, pero aún no estoy completamente loco o senil, y no cazo por costumbre, por gusto o por satisfacer un deseo sanguinario, y ni siquiera por satisfacer a mi panza. Cazo para obtener pieles y cueros. Éstas son todas pieles de oso —añadió, señalando un enorme fardo atado con correas, en el que yo no había reparado, resguardado en el hueco de un árbol—. Se las vendo a los colonos romanos de Basilea y otras localidades que no se atreven a salir de las fortificaciones para conseguirlas por sí mismos. emIésus, no me extraña que el imperio esté tan mal.

¿Sabías, pilluelo, que muchos de esos insulsos romanos —hasta los colonos— tienen costumbres tan refinadas que sólo comen pescado y aves? La buena carne roja la consideran sólo adecuada para los braceros, campesinos y extranjeros poco finos.

—No lo sabía, pero me alegra ser un godo extranjero si con ello puedo comer esas carnes desdeñadas por la gente excesivamente civilizada. Y tú, emfráuja, ¿eres un extranjero alamán?

No me contestó directamente.

—Hace años que los alamanes —dijo— no andan por los Hrau Albos. Últimamente sólo recorren las tierras bajas, entre el río Rhenus y el Danuvius. Ya te he dicho que estos bosques están plagados de bandidos malvados. —Pues si no son alamanes, ¿qué son? — emAj, los alamanes son nómadas, fieros y amigos del combate, pero tienen leyes y se rigen por ellas. Pilluelo, me refiero a los emhunos, extraviados, proscritos, la escoria; los que quedaron rezagados cuando los demás regresaron a la maldita tierra de donde vinieron.

—De Sarmatia, me han dicho.

—Puede —dijo con un gruñido—. Se dice que hace mucho tiempo, había entre los godos mujeres emhaliuruns tan malvadas que sus propias tribus las expulsaron. Y esas brujas proscritas que andaban errabundas se juntaron y aparearon con demonios del yermo y de ellas nacieron los hunos. ¡Por las diecisiete tetas de la Diana de Éfeso que me lo creo! Sólo la sangre negra de brujas y demonios mezclada puede explicar la increíble ferocidad de los hunos. Ya se han ido casi todos, pero los que quedan se han juntado en bandas con sus mujeres e hijos —de su propia raza o secuestrados a otros pueblos— y yo te digo que esas mujeres y niños son tan malvados como los hombres. Hay grupos merodeando por los Hrau Albos que hacen incursiones por pueblos y granjas de las tierras bajas y vuelven a refugiarse en los bosques. Y ningún emlegatus de una guarnición romana osa enviar una legión a que los persiga, pues los legionarios están acostumbrados a combatir en terreno despejado y en los bosques los aniquilarían. Y los alamanes nativos, aunque dados al combate, no piensan suicidarse; por lo que, en lugar de enfrentarse a los temibles hunos, han preferido abandonar estas tierras que antes eran suyas.

—Pero tú, no, emfráuja —dije—. ¿Es que no tienes miedo a los hunos?

—Yo tenía cincuenta años cuando murió el emkhan Etzel, llamado Atila —contestó él con un bufido de desdén—, y desde niño llevo cazando en este y otros bosques unos cincuenta y tres años. En éste cazo desde la época de Atila, y lo conozco mejor que ningún huno. Comparados conmigo, esos hunos carroñeros que pululan por los Hrau Albos son casi tan neófitos e inexpertos como tú.

—¿Y vas a volver, después de ir a Basilea?

—No exactamente aquí, pero emja, en la guarnición sólo estaré el tiempo necesario para vender las pieles de oso y comprarme provisiones. No me gustan las ciudades, ni les gusto yo a ellas. Luego, iré

hacia el Este, al gran lago Brigantinus, para cuando en primavera se rompa el hielo de los arroyos y los castores salgan de sus madrigueras con la piel nuevecita.

Me puse a pensar. El viejo parecía detestar o despreciar al resto de seres humanos; era grosero, mal hablado y blasfemaba (por lo que había podido oír, en todas las religiones). Por el simple hecho de estar en su compañía me contaminaba y me buscaba la condenación, y muy poco buen trato podía esperar de semejante sinvergüenza, pero conocía el bosque al dedillo y, si eran ciertos los peligros que me había dicho…

— emFráuja —dije tímidamente—, ya que vamos en la misma dirección…, ¿podríamos viajar juntos… y así aprendería cómo se vive en el bosque?

Ahora fue él quien se detuvo a pensar. Me miró un buen rato y, por fin, dijo:

— emAj, sí, podrías serme útil. ¿Puedes cargar con ese fardo de pieles?

Pobre viejo bruto, pensé, no es tan fuerte como quiere hacer ver. Seguramente chochea y se tambalea y, con el mal genio que tiene, irá quejándose todo el rato. Probablemente estaría mejor sin él; puedo apañarme solo y andaría más aprisa. Pero le contesté:

— emJa, creo que sí.

—Entonces, de acuerdo. Bien, basta de charla por esta noche. Toma, pilluelo, así dormirás más caliente —añadió quitándose una de las pieles y tirándomela.

Cuando se tumbó junto al fuego ya mortecino, sacó de no sé dónde una escudilla de latón, que era, sin duda, el plato en que comía y bebía; cogió una piedra, la sujetó en el puño y se colocó a dormir con el brazo apoyado sobre la escudilla. Yo no sabía para qué hacía aquello, pero en seguida comprendí el porqué. Si por la noche le turbaba el menor ruido, su mano dejaría caer la piedra en la escudilla y el sonido le despertaría. Bueno, ahora me tenía a mí para ayudarle a repeler cualquier ataque. Mientras me tumbaba, abrigándome la piel que me había dejado, dije:

— emFráuja, si vamos a ser compañeros un tiempo, ¿cómo tengo que llamarte?

No me había dicho si era o no alamán ni de ningún otro pueblo, y yo no había podido reconocer su acento; tampoco su nombre me desveló nada sobre su origen, aunque tal vez fuese una variante del nombre del antiguo dios Wotan.

—Me llaman Wyrd el cazador del Bosque —respondió, y al instante se quedó dormido, respirando fuerte pero sin roncar para que no le oyera ninguna fiera, rapaz o huno que merodease de noche.

CAPITULO 4

Nos despertamos al primer fulgor del alba, la poca luz que daba el cielo nublado. Pero ya no nevaba. Mi emjuika-bloth alzó el vuelo a buscarse el desayuno y Wyrd y yo orinamos en dos árboles. Esta vez lo hice expresamente como un chico, pero él no dio muestras de percatarse de ello. Luego, fuimos al arroyo a lavarnos la cara en las gélidas aguas.

—Quiero darte las gracias, emfráuja Wyrd, por haberme dejado la piel. He dormido muy cómodo…

—Calla —replicó—. Hasta que no desayuno no recobro mi buen humor ni tengo paciencia para charlas. Ven, compartiremos unas lonjas de pan seco.

—Y yo tengo salchichas ahumadas —dije—. Dan mucha sed, pero como aquí hay agua, vamos a comérnoslas.

Mientras masticábamos las duras salchichas, añadí:

—He intentado varias veces calmar la sed abrasadora con nieve, pero no entiendo por qué no hace el mismo efecto que el agua. Al fin y al cabo, la nieve no es más que agua que se ha…

em—Iésus —gruñó Wyrd—. Lamento haberte animado a hablar, con lo ignorante que eres. Un hombre puede morir de sed en un campo nevado.

—Eso he comprobado —añadí, obstinado—, pero no acabo de entenderlo.

—Escucha bien, pilluelo —replicó, exasperado—. Yo no explico las cosas dos veces. Cuando un hombre —o una mujer, lo que seas— come nieve, se le hielan la boca y la garganta y se le contraen, y no puede tragar suficiente nieve para apagar su sed. Y aunque intente derretir la nieve con fuego, necesitaría recoger tanta leña que cada vez tendría más sed, más sed que el agua que podría recoger para calmarla. Vamos a levantar el campamento. Yo llevaré los dos hatillos; tú descuelga ese fardo de pieles, que te lo ataré a la espalda.

—Ya que nos marchamos —dije—, ¿por qué cebas el fuego?

—No lo cebo —contestó, pese a que había echado una rama en las brasas y las soplaba para encenderla por la punta—. Cuando viajo en días tan fríos como éste, llevo siempre una tea y acerco la lumbre a la boca para tragar el aire caliente. Ayuda mucho. Te he dicho que cojas esas pieles. Fui a por ellas y vi que estaban tan altas que tuve que subirme a un tronco caído para alcanzarlas y descolgarlas. Me pregunté cómo el viejo, que apenas me sobrepasaba un palmo, las habría podido colgar tan altas, y no me lo imaginaba trepando a un árbol. Cuando recogí el fardo, me tambaleé y volví a exclamar em«¡Iésus!» No tenía ni idea de cuántas pieles de oso había ni lo que pesaba cada una, pero estaban muy apretadas y debían de pesar la mitad que yo. ¿Cómo las habría colgado el viejo en el árbol?

¿Y cómo iba yo a cargar con aquel fardo monstruoso todo el camino? Al ver que me tambaleaba con el fardo en los brazos, camino del fuego apagado con nieve, Wyrd —como anticipándose a mis pensamientos— dijo:

-Si un viejo como yo puede con él, tú también. Te pesará menos cuando te lo cargue a la espalda. Había dejado la rama ardiendo clavada en la nieve y ya había enrollado mi hatillo de ropa y mis otras pertenencias en la piel que me había dejado para dormir. No dije nada, pero comprendí compungido que aquel día no me dejaría la piel y que tampoco me prepararía una tea. De nuevo, cual si leyera mis pensamientos, dijo:

—Haciendo de acémila entrarás en calor; ya verás.

Y cuando comenzó a enrollar sus cosas en la piel en que había dormido, pude ver dos objetos que había protegido cuidadosamente con su cuerpo toda la noche: un arco y una aljaba cargada de flechas.

—He oído que invocabas dos veces a la diosa Diana —dije—. Habría debido imaginarme que cazabas con arco.

—¿Es que crees que iba a matar osos y alces con las manos? —replicó, con desdén; pero su voz se suavizó mientras acariciaba el arco—. emJa, esto es mi amor, mi tesoro, mi seguridad.

—Donde yo vivía, había algunos que tenían arco —dije—, pero eran más largos y con la misma forma de la letra romana C. Nunca había visto uno como ése; se parece más a la letra rúnica llamada emsauil.

— emJa, cada brazo tiene dos curvas —añadió muy ufano—. Fíjate, pilluelo; mientras que un arco corriente es de madera y sólo tiene la potencia de recuperación de la madera curvada al tensarse, este arco de guerra es de madera y otra cosa —comentó, acariciando suavemente las curvas externas—. Mira aquí, en la parte de atrás…

—Si es la parte de delante…

—Calla. Aquí la madera del arco está reforzada con tendones secos de animal que resisten el estirón, y va rellena de cuerno que es una sustancia que aguanta la compresión. Así al retroceso de la madera curvada tendente a estirarse, se añade la fuerte tendencia del cuerno a no reducirse y la de los tendones a encogerse. Y con semejante potencia, lanzando una flecha con este arco, a sesenta pasos, se puede atravesar un arbolito y matar un pájaro en pleno vuelo. Incluso a unos doscientos pasos, si la flecha alcanza con fuerza a un hombre, suele matarlo. Es decir, si lleva malla o coraza de cuero, con la loriga más fuerte de escamas, no. Te diré una cosa: un arquero puede tardar cinco años en hacerse un arco como éste. Primero, tiene que encontrar los distintos materiales —la madera, el hueso, el cuerno— y seleccionarlos. Luego, tiene que dejarlos curar, darles forma, y después remojarlos y ponerlos a secar para, a continuación, ensamblarlos y corregir su forma en las proporciones exactas y seguir haciendo modificaciones insignificantes durante los primeros meses de prueba. Ya lo creo que puede tardar cinco años en ponerlo a punto. emAj, ja, pilluelo, los godos hacen las mejores espadas y cuchillos del mundo, pero hay que admitir que los hunos —de eso no cabe duda— hacen los mejores arcos de guerra.

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