—He visto osos que tienen un último espasmo, y aunque el animal ya esté muerto, de un zarpazo puede arrancarte las piernas —me dijo.
Y aguardamos a que cesaran los espasmos para irnos acercando y dar vueltas alrededor de aquel montón enorme de piel marrón. Mi emjuika-bloth sobrevolaba la escena mirándolo todo.
—Era macho —musitó Wyrd—. No habrá cachorros en la cueva.
Ahora comprendía que no había exagerado al hablar de la potencia del arco de guerra de los hunos. La última flecha había, efectivamente, atravesado la mandíbula del animal, pero había penetrado, rompiendo huesos y músculos, horadando el cerebro y el robusto cráneo, a tal punto que su extremo sobresalía casi un palmo de mi mano por el occipucio.
—No podrás sacar esa otra flecha —dije, viéndole arrodillarse y comenzar a sacar la de la pata.
—Es la mejor manera que conozco de perderla —replicó—, pero puedes ir recogiendo las de la cueva. Como ya oscurece, primero vamos a elegir el sitio en que vamos a dormir, para encender fuego y, luego, coges una tea para iluminar la cueva y buscar las flechas. He disparado ocho más que debes encontrar.
— emJa, fráuja —dije con verdadero respeto—. ¿Comeremos rica carne de oso, verdad?
— emNe, ne —contestó—. Mira: demasiado mantecosa para molestarse en trocearla —añadió, sacando un cuchillo, rasgando la piel del animal y sajando la epidermis, de la que brotó un bloque de grasa amarillenta.
—Lástima —dije—. Debes tener tanta hambre como yo. Puede que una tajada…
—No —repitió—. No podemos desmembrarle hasta despellejarle del todo. No es una tarea rápida y fácil y pronto anochecerá. Enciende fuego y haz lo que te dicho —añadió poniéndose en pie y mirando alrededor—. Ahí abajo hay un buen sitio.
— emFráuja, ¿de verdad que con toda esa carne fresca vamos a cenar mis mendrugos?
— emNe —volvió a decir, pero distraídamente, mirando en derredor—. Seguro que con todo el ruido que hemos hecho se acercará algún curioso. Ah, ahí llega uno.
Había dirigido la vista por encima de mi hombro, pero antes de que me diera tiempo a volverme ya había sacado una flecha del carcaj, disparándola con el arco. Me pasó tan cerca de la oreja, que sentí el aire encrespándome el pelo con la misma fuerza que cuando el águila alzaba el vuelo en mi hombro. Cuando me volví, la nueva presa de Wyrd estaba en tierra, a unos treinta pasos. Era algo parecido a una cabra, pero tenía unos cuernos mucho más impresionantes que los de una cabra, gruesos, largos, curvados hacia atrás y con unas bonitas arrugas por delante. Nunca había visto una animal como aquél y lo dije.
—Es un íbice —contestó—. Suelen estar en las alturas de los Albos y sólo bajan hasta aquí en pleno invierno. Son fisgones como gatos. Tienen pocas carnes y no acumulan grasa para hibernar, y son más sabrosos que el mejor carnero. ¿Ahora, encenderás ese fuego, emniu?
Lo hice en el lugar que me había señalado y no me sorprendió mucho hallar bajo la nieve y la capa de hielo un arroyuelo. Cuando Wyrd comenzó a despellejar el íbice, advertí que el cuchillo era un arma goda característica con el dibujo cincelado «serpentino»; lo habían usado tanto, que estaba desgastado y su hoja era una delgada lámina, pero él lo manejaba hábilmente y con gran meticulosidad.
—¿Vas a guardar también la piel del íbice para venderla? —inquirí.
Meneó su erizada cabeza.
—En verano lo haría, pero en un invierno crudo, su áspera piel vale tan poco que no merece la pena hacerte cargar con ella. Por los cuernos sí sacaré un buen dinero. La piel la quito para hacer en ella la carne.
—¿Hacer la carne en la piel? ¿Cómo?
— em¡Iésus! Ya lo verás cuando vuelvas con esas flechas. Si es que vuelves. Cogí una rama ardiendo, me dirigí a donde estaba el oso muerto y en seguida encontré la entrada de la cueva, que era lo bastante alta para poder pasar sin agacharme. Tenía, efectivamente, un recodo a la izquierda, como había dicho Wyrd, y allí encontré tres flechas sobre un montón de mantillo de hojas y estiércol; una de ellas tenía doblada la punta de hierro del impacto contra la roca. Después del recodo acababa la cueva y en el fondo había un buen almohadón de hojas secas y gran cantidad de musgo seco recogido por el oso muerto y otros que habrían ocupado anteriormente la cueva. Rebusqué en él cuidando de no prenderlo con la antorcha y logré encontrar las otras cinco flechas.
Cuando regresé al sitio en el que íbamos a acampar comprendí por qué Wyrd se había tomado tanto trabajo en desollar el íbice; había dejado las pezuñas con un trozo de piel en las cuatro esquinas del pellejo y había clavado cuatro estacas en tierra alrededor del fuego, para colgar, sobre las brasas y por las cuatro esquinas, la piel que había llenado de agua. Mientras hervía el agua, descuartizaba el animal —
pecho, costillas, riñonada, etcétera— y lo iba echando en el agua. El resto de la carne y las entrañas las había dejado a un lado para mi emjuika-bloth, que se estaba dando el festín. Wyrd y yo tuvimos que esperar un rato a que se cociera nuestra pitanza, y se nos hacía la boca agua con aquel delicioso aroma que surgía del caldero de piel, mientras el agua burbujeaba oscureciéndose y los trozos de carne rojos se volvían marrones. Por fin, cuando ya estaba a punto de desmayarme de hambre o de impaciencia, Wyrd sacó su cuchillo gótico, pinchó un trozo y dijo «está hecho». Y estaba perfectamente cocido y tan tierno que casi no tuvimos que roer ni masticar, pues la carne se desprendía de los huesos y era tan deliciosa que nos la tragábamos. Naturalmente, no pudimos comernos toda la que había; Wyrd apartó una cantidad y la reservó para la mañana siguiente y colgó los otros trozos sobre el fuego para ahumarlos y llevárnoslos curados. Luego, con el estómago bien lleno, nos tumbamos envueltos en las pieles dispuestos a pasar la noche.
Aquella misma noche, lejos, al Este, en la «Nueva Roma» de Constantinopla, un muchacho, aproximadamente de mi edad, habría seguramente cenado también copiosamente antes de acostarse. Pero él era Teodorico, hijo y príncipe heredero de Teodomiro Amalo, rey de los ostrogodos, y era de suponer que dormiría como huésped de honor en el suntuoso palacio Púrpura de Leo, emperador del imperio romano de Oriente. Y, sin duda, el joven Teodorico lo haría en sábanas de seda, en una cama caliente y mullida y antes de dormirse habría cenado manjares de lo más exótico y exquisito. Bien, yo también los iba a comer todos los años, a partir de aquella noche. He saboreado muchas viandas escogidas y he participado en muchos banquetes en elegantes salones, desde entonces. En realidad, cenaría en innumerables ocasiones con el propio Teodorico en los distintos palacios que él mismo conquistó, en los que se consumían los manjares más selectos —en compañía de caballeros y damas patricios— servidos por numerosos mayordomos y criados. Pero puedo jurar que no recuerdo con tanta fruición ninguna comida que me complaciese tanto como la simple cena que Wyrd preparó aquella noche en medio de los gélidos e inhóspitos Hrau Albos.
A la mañana siguiente, aunque me desperté a las primeras luces, Wyrd ya había desaparecido del campamento. Le encontré en el sitio en que había caído el oso, y ya llevaba mucho tiempo —por lo que se veía— despellejándolo. Le musité los emgods dags y, sin que me lo pidiera, le llevé un poco de carne de íbice recalentada y agua del arroyuelo para que desayunara. Me dio las gracias con un gruñido y, sin dejar su sangrienta y grasienta tarea, fue dando bocados y sorbos de agua.
Yo me dediqué a enrollar las pieles en que habíamos dormido, guardando en ellas nuestras pertenencias, incluida la carne ahumada, y, como de costumbre, me aseguré de que mi redoma con la gota de leche de la Virgen estuviera a buen recaudo y entera. Los preparativos me llevaron poco tiempo, así
que cogí la cabeza del íbice, que había constituido el desayuno de mi águila; pero lo que yo quería era arrancar los magníficos cuernos. Encontré una piedra adecuada y me serví de ella a guisa de martillo para cascar el cráneo, y luego guardé cada uno de los cuernos en nuestros respectivos bultos de viaje. Los dos acabamos nuestras tareas casi al mismo tiempo, un poco antes del mediodía; yo miré
asombrado la enorme piel que traía en los brazos y aguardé resignado a que la uniera al fardo con que había cargado la jornada anterior. Pero él aprobó con un gesto que hubiese quitado los cuernos del íbice y dijo:
—Ya tienes carga suficiente, cachorro, y, además, no aguantarías el olor que desprende la piel, porque no la he desollado como es debido y no voy a perder el tiempo estirándola y secándola. Yo estoy acostumbrado al olor a rancio, así que yo la llevaré.
— emThags izvis —dije yo agradecido—. emFráuja Wyrd, ¿vas a matar más osos?
— emNe, ya llevamos bastante carga. Y no conozco ningún otro cubil de hibernación de aquí a Basilea. Así que vamos a redoblar el paso hacia esa guarnición. emJa, saldremos de este crudo clima y nos daremos un lujoso baño caliente romano.
—¿Voy a cortar un poco de carne del oso por si la necesitamos en el camino?
— emNe. Una vez que el cadáver se ha quedado tieso, la carne ya no se ablanda por mucho que la cuezas. Déjalo.
—Es una pena desperdiciarla.
—Nada se desperdicia en la naturaleza, cachorro. Esa carroña dará alimento a muchísimos animales, pájaros e insectos. Y si antes pasa por aquí una manada de lobos, les distraerá para que no nos sigan por el olor de la carne que llevamos. Y, mejor aún, si lo encuentra una banda de hunos errantes, esa carnaza les mantendrá entretenidos un buen rato.
—Yo vi una vez un lobo —dije— y me pareció capaz de matar fácilmente a un hombre. Nunca he visto a un huno, pero me parece, emfráuja, que tú prefieres enfrentarte a los lobos antes que a los hunos,
¿no?
—¡Por la Estigia infernal, no sólo yo, sino cualquiera! Los lobos atacan las vituallas o los caballos, pero no atacan a las personas. Nunca entenderé por qué al inteligente, respetable y mañoso lobo se le ha dado esa fama de salvaje devorador de hombres. Ahora que sí sé por qué la tienen los hunos. ¡Cachorro, ematgadjats!
He olvidado cuántos días caminamos tras abandonar aquel lugar, pero a partir de allí, casi todos los días andábamos cuesta abajo y el tiempo era, también, algo más clemente, y la carga —por imposible que lo hubiera creído— parecía cada día menos pesada. Como había predicho Wyrd, la piel y los músculos de mis hombros y espalda se iban acostumbrando al ejercicio y los otros músculos y tendones también se endurecían. Ya no tropezaba ni arrastraba los pies y era capaz de seguir el paso del viejo cazador. Me enseñó también a caminar pausadamente —riéndose muchas veces cuando me equivocaba— y así aprendí a plantar siempre el pie antes de echar en él el peso para no romper alguna rama o hacer crujir hojas secas que pudiera haber tapado la nieve, y aprendí a no soltar de golpe ninguna rama que hubiese apartado para pasar y otros muchos trucos de la vida en el bosque. A veces, cuando habíamos cruzado un tramo rocoso en el que el viento había barrido la nieve y al final hallábamos nieve otra vez, él hacía que retrocediésemos hasta pisar de nuevo roca desnuda. Decía que con esa argucia no engañaríamos a las fieras, pero sí a posibles hunos que siguieran nuestro rastro.
Wyrd interrumpía a veces la marcha a media tarde o la prolongaba hasta el anochecer, de modo que siempre acampábamos junto a una charca o un riachuelo cubierto por una capa de hielo. Muchas veces, en plena marcha, se detenía de repente —y me hacía seña para que me parase— dejaba despacio los bultos en tierra, sacaba sin hacer ruido el arco y asaetaba una liebre de las nieves o un armiño que, estando imóviles en aquel paisaje blanco, yo era incapaz de ver. A mí me parecía que Wyrd tenía tres o cuatro sentidos más que la gente y se lo comenté con admiración.
— emSkeit —gruñó él, recogiendo su última presa—. Fue tu águila quien descubrió éste, y yo estaba mirando al ave. Le gustarán más los reptiles, pero lo ve todo, y mirándola a ella yo también lo veo. Es una compañera muy útil esa águila. Tu vista es muy perezosa, cachorro; tendrás que aguzarla igual que otras cosas. En cuanto a tu olfato, se ve que has vivido mucho tiempo entre paredes y bajo techado. Si vives al aire libre, aprendes a distinguir los distintos olores de la nieve, el hielo y el agua. Lo cierto es que nunca desarrollé la perspicacia de Wyrd para oler el agua, pero sí que traté de utilizar mejor mi vista y, para mi gran sorpresa, comprobé que con la práctica es posible ver cosas que antes no veía. Por ejemplo, aprendí que el movimiento se percibe mejor mirando directamente al lugar en el que se prevé (o teme) que surja el movimiento; sin embargo, los objetos pequeños, quietos u oscuros, y
las diferencias de color, se perciben mejor de reojo. Finalmente, fui emcapaz, igual que Wyrd, de «ver por los lados de los ojos», por así decir, y diferenciar un animal pequeño blanco del blanco ligeramente distinto de la nieve en que permanecía quieto, aguardando a que pasásemos. Cuando adquirí experiencia descubriendo esos pequeños animales, y cuando no nos era crucial cazar uno para comer por la noche, Wyrd me dejaba que probase yo primero con la honda; pero generalmente tenía una flecha preparada en el arco para tirarle cuando yo fallaba, cosa que al principio era bastante frecuente.
—Eso es porque esgrimes la honda al estilo bíblico de David —decía, enfadado—. Sin duda, consecuencia de haberte criado en un monasterio. Dándole vueltas así, sobre tu cabeza, antes de soltar la piedra, la lanzas más lejos y con fuerza, sí, pero sin mucho tino. Tienes que procurar no lanzar una piedra por encima de los Albos de cualquier modo. Tiene que dar en algo y esa cosa concreta está bastante cerca, tratándose de un animal, o incluso de Goliat. Cachorro, afinarás más la puntería si la haces girar en sentido paralelo a tu costado.
Le obedecí pero, como no estaba acostumbrado a lanzar de aquella manera, lo hice muy torpemente.
— em¡Ne, ne! —exclamó Wyrd disgustado—. No tienes que darle vueltas como una peonza; basta con dos o tres vueltas. De todos modos, lo haces mal y lanzas la piedra por debajo. Entérate bien, cachorro, los músculos del brazo actúan de tal manera que puedes levantarla con mayor rapidez y fuerza con que la bajas. Así que gira la honda al revés y lanza la piedra por arriba con fuerza. Probé una y otra vez y, aunque no acababa de hacerlo bien, vi que el método de Wyrd me daba más seguridad; seguí practicándolo siempre que podía y antes de concluir el viaje era yo el que cazaba casi todos los venados pequeños.