pero me ayudó a entumecer el dolor de las costillas y a rebajar la hinchazón de la cara. También pude complementar mi dieta con pescado, evitándome el tener que robar en los gallineros a partir de entonces. A pesar de que Deidamia me había contado la manera repugnante en que algunas sacerdotisas utilizaban los pececillos, mi hambre superó todos los escrúpulos.
Había muchas viñas en las orillas del Dubis y, naturalmente, en invierno no tenían uvas, pero me fueron útiles en cualquier caso, porque cogí varios trozos del bramante con que estaban atadas a las estacas y con ellos hice un sedal, y para anzuelo me serví de unos zarcillos de espino. El espino es una madera muy dura y, como no tenía cuchillo, hice que el águila me cortara las ramitas con su potente pico. Me costó mucho implorarla y animarla, y muchos intentos fallidos para hacerla comprender lo que quería, pero una vez que captó la idea, se dedicó a cortar más ramas de espino de las que necesitaba. Y fue el ave quien me procuró también el cebo, pues empleé un trozo de ratón que había capturado. En recompensa, la di el primer pez que pesqué. Durante varios días, cada vez que el emjuika-bloth volvía de una incursión, seguía trayéndome un ramito de espino. Creo que debió pensar que yo quería hacer un nido. A partir de entonces, y mientras anduve por la ribera del Dubis, capturé más peces, entre ellos una trucha y una locha. (Mis rudimentarios anzuelos y sedal carecían de consistencia para cobrar peces más grandes como los lucios.) Como casi todos los días pasaban un par de barcazas cargadas de sal o madera, corriente abajo hacia la importante encrucijada de Lugdunum, me veía obligado a esconderme igual que hacía con los que pasaban por el camino, pues los barqueros me habrían capturado con la misma codicia
para utilizarme como esclavo. Por eso, casi siempre pescaba de noche y me resultaba más fácil; hacía una antorcha con maleza y la luz atraía a los peces a la orilla.
Mi ruta hacia el Noreste era cuesta arriba, pero tan suave que no lo habría notado de no ser porque el Dubis se iba encajonando entre riberas más altas cada vez. Finalmente llegué a la brusca curva del río, la que rodea la montaña en que se asienta la ciudad de Vesontio, haciendo un círculo casi completo en torno a ella y formando una península en cuya cúspide se eleva la catedral. Por eso la impresionante masa de ladrillo rojo de la basílica de San Juan era lo primero que se veía de lejos. Durante dos o tres millas antes de cruzar la puerta de la ciudad, el camino estaba pavimentado con dos hileras paralelas de adoquines para que los vehículos de ruedas no se hundiesen en el barro en la estación de las lluvias; entre esas dos hileras había tierra para no desgastar los cascos de las caballerías y bueyes. Como en Vesontio había mucho tráfico de entrada y salida —gente a pie o a caballo, y carros o carretas llenas de diversas mercancías— me animé a dejar la orilla del río e incorporarme a la multitud sin llamar la atención. Ni el águila encaramada en mi hombro suscitaba apenas miradas, ya que entre los viajeros abundaban los buhoneros y algunos llevaban jaulas de mimbre con ruiseñores y otros pájaros cantores, y me imagino que pensarían que yo era otro vendedor de aves exóticas. Hay quien no soporta las ciudades y la vida en ellas, pero yo no soy de ésos, y probablemente es por ello por lo que la primera ciudad que conocí, Vesontio, me resultó un lugar tan agradable. Desde lo alto de la península, los habitantes gozan de una espléndida vista de la gran curva del Dubis y de las colinas de los alrededores; bordean las riberas del río numerosos muelles de los que zarpan y a los que llegan constantemente barcazas de mercancías, y todo el frente circular de la ciudad que da al río es un amplio paseo pavimentado muy concurrido en verano. Vesontio es una ciudad limpia y tranquila en la que hay pocos humos y pestilencias, y nada de colores o tintes en las aguas, ni estruendo de herrerías y talleres como sucede en ciudades en que hacen telas y las tiñen, curten cueros, cortan piedras o trabajan los metales. Vesontio importa todo eso y lo paga con sus exportaciones de sal limpia de unas minas próximas y fragante madera de los bosques que la circundan. Otro comercio importante de la ciudad es el albergue, alimentación y entretenimiento de las hordas de visitantes veraniegos del imperio occidental, que acuden a buscar la salud y el rejuvenecimiento en unos elegantes balnearios con aguas minerales y térmicas que hay en el Paluster, a las afueras de la ciudad, en la otra orilla del Dubis, y que a Vesontio le procuran sus buenos ingresos.
El puente de piedra que cruza el río de Vesontio a Paluster fue el primer puente que veía en mi vida, y al principio, me quedé pasmado de que fuese posible hacer que la piedra se sostuviese sobre el agua; pero luego comprendí que sus gruesos pilares entraban en la corriente y se hundían a mayor profundidad en el lecho. Otras muchas cosas vi por primera vez en Vesontio. Hay un gran arco triunfal sobre el camino al entrar en la ciudad, construido por el emperador Marco Aurelio, por lo que está muy viejo y castigado por los elementos, pero aún se distinguen los relieves esculpidos conmemorando las victorias del emperador. Y hay un anfiteatro tan inmenso, que a mí me pareció —bueno, la primera vez que lo vi—
tan grande como el Circo de la Cueva. Claro que no lo es, pero en sus altísimas gradas de piedra se acomodan los habitantes de aquel valle, multiplicados por veinte.
Los magníficos edificios de mármol que alojaban los baños sólo los vi desde fuera, pues su uso es un lujo que hay que pagar y yo no tenía dinero para eso; pero entré en la catedral y fue la primera vez que veía una iglesia que no fuera la de San Damián. En la basílica de San Juan habrían cabido una veintena o más de iglesias como la de la abadía, y estaba espléndidamente decorada con murales de mosaico con escenas y personajes bíblicos.
No obstante, la novedad que más me impresionó en Vesontio fue que sus habitantes vestían distinto; no distinto a la gente del campo, sino diferente según fuesen hombres o mujeres, chicos o chicas tan jóvenes como yo. Existía una notable variación en el vestir entre los de un mismo sexo, pero en general las mujeres llevaban faldas hasta los tobillos y vestidos con muchos bordados, y las que no iban con tocas —ufanas de sus hermosas trenzas— llevaban vistosos pañuelos anudados a la cabeza. Los hombres lucían túnicas cortas con cinturón de cuero y, debajo, unas faldillas que les llegaban a la rodilla;
los pantalones los llevaban envueltos a partir de la rodilla con tiras de cuero cruzadas. Casi todos iban con la cabeza descubierta, aunque algunos se tocaban con gorros de cuero de diversas hechuras. Se notaba la riqueza o la condición social de los hombres y las mujeres por las telas de sus vestidos
—las ostentosas y suntuosas lanas de Bélica y Mutina y los finos linos de Camaracum— y por el número y calidad de los adornos que lucían. Los hombres ricos llevaban una fíbula en el hombro derecho y las mujeres ricas, en ambos hombros. Gran parte de aquellas alhajas era de oro con piedras preciosas, granates, rubíes o diamantes. Por supuesto, como era invierno, casi todos se abrigaban con mantos o capas de pieles.
Apenas contaba con dinero para comprarme ropa, y había muchos campesinos que entraban y salían de la ciudad entre los que yo pasaba desapercibido con mi casaca y calzones de piel de cordero, pero pensé que, en realidad, me convendría adquirir nuevas ropas de hombre o de mujer, según me conviniese. Cierto que había otra cosa que necesitaba aún más que la ropa, como había aprendido por experiencia en el camino y en el río: un cuchillo.
Aquel primer día en Vesontio hallé una cuchillería, pero no entré. Esperé al mediodía a que llegase una mujer que sustituyó al tendero; era evidente que se trataba de su esposa que le acababa de decir que tenía el emprandium preparado; fue en ese momento cuando entré y me puse a examinar los cuchillos que vendían. Las mejores hojas del mundo son las forjadas y templadas en los talleres de los godos, pero son muy caras. De entre los modelos de menor calidad elegí un cuchillo que me pareció el mejor y regateé el precio con la mujer. Cuando llegamos a un acuerdo, le di el emsolidus de plata, que ella cogió en seguida, mirándome con recelo, pero yo tenía el águila en el hombro y el animal la miró con mayor frialdad de la que yo habría sido capaz, y la mujer se amedrentó, me dio el cuchillo y el cambio del emsolidus y me dejó
marchar tranquilo.
Por eso había aguardado a que se ausentase el marido, pues quizá a él no le hubiese impresionado tanto el emjuika-bloth y habría podido llamar a alguna patrulla de guardias para que me interrogase y me confiscase la pieza de plata o incluso me arrestase. Claro que un emsolidus de plata vale dieciséis veces menos que uno de oro, pero, no obstante, era una moneda muy valiosa en manos de un joven campesino sucio, y tal vez habrían pensado que no sólo era un esclavo fugitivo sino, además, ladrón. Como había cohortes de vigilancia patrullando en Vesontio durante todas las horas del día y de la noche, no me arriesgué a robar nada para comer ni a buscar un escondrijo donde dormir. Me había gastado en el cuchillo la mitad del emsolidus, pero la compra me había dejado en la bolsa un buen número de denarios y sestercios tintineantes, y, como ahora, en invierno, las diversas emgasts-razna y hospitium para viajeros y visitantes veraniegos estaban casi vacíos, y los precios de cama y comida eran considerablemente reducidos, pude encontrar una de las casas de huéspedes más baratas, una choza con una sola habitación que alquilaba una viuda tan ciega, que no hizo ningún comentario sobre mis aspecto ni sobre mi compañera, el águila. Estuve allí dos o tres días, durmiendo en un catre no más blando ni seco que la orilla del río en la que había dormido en los últimos días, y comiendo unas simples gachas, que era lo único que la anciana podía guisar con su escasa vista. Entretanto, me dediqué a recorrer los barrios más humildes de la ciudad, buscando ropa al alcance de mis posibilidades.
Había muchas tenduchas, todas de judíos viejos, que vendían ropa usada de gente de las clases altas. En una de ellas, después de mucho regatear con el encorvado y viejo dueño, que no paraba de retorcerse las manos, adquirí un vestido de mujer muy usado y descolorido, pero aceptable todavía, y mientras el judío hacía con él un bulto, murmurando que no ganaba ni un simple sestercio en la trasacción, cogí y escondí en la casaca una pañoleta de mujer. En otra tienda compré una túnica de cuero de hombre, gastada y arrugada y unos pantalones de basta lana de Liguria, no muy raídos, que terminaban en unos gruesos mitones para los pies. Y, también allí, mientras el judío hacía un paquete y lo ataba, hurté un gorro de cuero. Ahora me avergüenza pensar que robé a aquellos tenderos que eran casi tan pobres como yo, pero era joven y sin experiencia y mi actitud era la general en aquellos tiempos, es decir, que ni siquiera las cohortes de vigilancia representantes de la ley me habrían recriminado por robar a un judío. El poco dinero que me quedaba después de las compras lo gasté en una buena ristra de salchichas ahumadas que me durase bastante, y mi última tarde en Vesontio puse a prueba mis dos identidades para
ver qué efecto causaban en los demás. Primero, en la habitación alquilada, me puse la casaca de cuero encima de la túnica y enfundé los pantalones remetiéndome la faldilla de la túnica, calzándome las botas encima de los mitones y tocándome con el gorro de cuero. Dejé al emjuika-bloth en la habitación, y echándome la piel de borrego indolentemente por los hombros, me fui al paseo del río en donde estaban las prostitutas y me di una vuelta con andares masculinos; las mujeres pintadas que había en portales y ventanas se abrían los gruesos mantos de pieles para enseñarme el cuerpo y me llamaban con diversos reclamos entre silbidos, diciéndome em«¡Hiri, aggilus, du badi!», y algunas hasta salieron a la calle para intentar arrastrarme a sus tugurios. Yo les respondí con una viril sonrisa fría y distante y seguí andando, muy complacido de que me hubieran abordado.
Regresé a la habitación y me cambié de ropa; me quité todo menos las calzas hasta las caderas, me puse el vestido, me anudé el pañuelo a la cabeza y me calcé las sandalias en vez de las botas. Volví a echarme la piel de cordero por encima y me encaminé de nuevo al paseo del río, caminando con paso femenino. Las prostitutas que antes me habían gritado «¡Ángel, vente aquí, a la cama!», ahora me miraban adustas, se mantenían tapadas con las pieles, hacían gestos con sorna y desdén y hubo alguna que me gritó despectiva em«¡Huarboza, horina, uh big daúr izwar!» —«¡Camina, puta, a ver si encuentras algo!»—. Como no llevaba joyas ni pintura, me tomaron por una mujer de baja condición, una intrusa que podía hacerles la competencia. Les dirigí una sonrisa cálida y compasiva muy femenina y seguí mi camino, muy complacida de que me hubiesen considerado lo bastante femenina para creerme prostituta. Así pues, me quedé satisfecho de saber que podía vestirme de acuerdo con mis dos naturalezas y engañar a la gente. Por más solo que estuviera en el mundo, por más que no tuviese amigos, fuese pobre, me hallara indefenso y el futuro fuera incierto, al menos —como los seres salvajes— podía fingir y adoptar las formas y colores de mi entorno y pasar desapercibido y conseguir que creyesen que era un ser humano normal. Me sentía tan animado, que me prometí que, si vivía lo bastante, algún día me vestiría y me adornaría como hombre y como mujer de la clase más alta.
Pero pensé que, como me disponía a continuar mi viaje a campo través, no tenía necesidad de ser varón ni hembra. Así, me puse los pantalones masculinos sobre el vestido para ir mejor abrigado, y con la cabeza descubierta sin pañoleta ni gorro, y con mi túnica, mi piel de cordero y mis botas, volví a ser un rústico de sexo indeterminado. Me metí la funda del cuchillo en el cíngulo, guardé las salchichas y las demás compras en el hatillo, subí al emjuika-bloth al hombro y salí de Vesontio.
Esta vez me dirigí hacia el Este, alejándome del camino, el transitado río Dubis, y de todo signo de civilización. Después de dejar atrás las minas de sal y los campamentos madereros, me interné en la espesura de los bosques sin seguir ningún sendero.
Salvo los escasos lugares del continente en que hace mucho tiempo que se ha asentado el hombre
—granjeros, pastores, viñateros, agricultores, mineros y leñadores—, casi toda Europa, desde Britania al mar Negro, ha estado cubierta de bosques desde tiempos inmemoriales, y aún lo estaba cuando yo vagaba por ella y lo sigue estando, por lo que sé. Por muy vastas que sean las zonas taladas y cultivadas, por muchos habitantes que tengan y por muy imponentes que sean pueblos y ciudades, esos claros no son más que islas en medio de un mar de vetustos árboles.