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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (24 page)

BOOK: Halcón
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Estuvimos mucho tiempo en la oscuridad en el gélido río —o al menos me lo pareció— y el aire, mucho más frío que en tierra, nos molestó enormemente al principio y luego nos hizo tiritar casi entumecidos. Pero, de pronto, noté unas ramas que se me enganchaban en la capucha y en las crines del caballo. O el río se había desbordado y estaba por encima de los pies de los árboles o habíamos alcanzado la orilla en algún punto con árboles acuáticos. Aun así, el agua gorgoteaba y azotaba con fuerza aquellos árboles como si quisiera amortiguar el ruido del desembarco. Pero hicimos ruido, porque hasta los caballos se habían quedado entumecidos y se echaron torpemente al agua para ganar la orilla seca con pesado paso.

Wyrd encargó a Becga sujetar las riendas de los caballos y llevándonos a Fabius y a mí aparte, nos dijo:

—A partir de aquí, para dar con el lugar en que ha desembarcado el huno hemos de ir con sigilo; es decir, a pie.

—¿Por qué? —inquirió Fabius—. Podemos estarnos hasta el amanecer o todo el día. El huno y los barqueros pueden haber sido arrastrados muchas millas corriente abajo, quien sabe si más allá de Basilea.

—O no, así que baja la voz. Quizá hayan desembarcado unos cuantos estadios más abajo. Por eso vamos a ir a pie y callados… Mi aprendiz, el eunuco y yo. Tú te quedas con los caballos, las barcas y los hombres.

—¿Cómo? em¡Gerrae! ¿Cuánto tiempo?

—Te he dicho que bajes la voz. Dijiste que obedecerías mis órdenes. Te estarás aquí hasta que Thorn y yo volvamos… trayendo lo que hemos venido a buscar… espero con todo mi corazón.

—¿Quéee? —replicó el romano casi bramando, al tiempo que Wyrd le abofeteaba con el dorso de la mano, sin que eso sirviera para acallar al airado soldado—. ¿Tú y dos niños vais a seguir la pista y efectuar el ataque sin mí? —inquirió, esta vez en voz más baja—. ¿Y yo me quedo de niñera con los caballos y esos esclavos de los muelles? ¡Que Mitra me maldiga si lo acepto!

—Maldecido o no, Fabius, eso es lo que vas a hacer. Cuando los tres descubramos el lugar en que ha desembarcado el huno, no tendremos tiempo de regresar a recogerte, sino que tendremos que seguir las huellas lo más rápido que podamos. Luego, suceda lo que suceda, si regresamos, tendremos que huir precipitadamente y hemos de saber con exactitud dónde están los caballos. Es decir, aquí, igual que las barcas y los hombres. ¿Crees que esos esclavos del muelle —sabiendo que hay hunos salvajes por aquí—

nos van a esperar por su cuenta y riesgo si no hay alguien que les obliga? Tú eres el único que puede hacerlo, y lo harás.

Fabius continuó discutiendo, exigiendo y suplicando —razonablemente, amargamente, ofendido y en tono patético respectivamente— mientras Wyrd y yo nos preparábamos para partir, pero el viejo no se molestó en replicarle lo más mínimo. Cogí mi espada corta de la silla de emVelox, me la colgué al cinto y en él metí también la honda, y, con mi emjuika-bloth al hombro me dispuse para la empresa. Wyrd se puso al cinto su hacha de mango corto, verificó su arco de guerra y las flechas y se colgó la aljaba a la espalda. El pequeño Becga simplemente entregó las riendas de los caballos a Fabius, quien, finalmente, se resignó a regañadientes, y dejó de quejarse, para decir únicamente:

— emAve, Uiridus, emataque vale.

— emTe morituri salutamus —contestó Wyrd, y no por simple ironía, haciéndonos señal de que le siguiésemos.

Yo no salía de mi perplejidad viendo la habilidad con que Wyrd nos conducía en medio de aquella densa oscuridad por la maleza de la orilla, manteniéndose en todo momento cerca del agua sin caer al río. Pese a lo rápido que avanzaba, lo hacía casi sin ruido y trazando una especie de sendero que nos permitía seguirle casi con igual cautela, aunque al cabo de un rato me vi obligado a arrastrar casi al pobre y debilucho carismático. Después de habernos quedado helados cruzando el río, ahora el arduo ejercicio nos hacía sudar la gota gorda.

No tengo idea de cuánto tiempo estuvimos andando ni qué distancia cubrimos, pero no fueron horas ni millas. El mensajero huno debió de llevar emen la barcaza tantos hombres con pértigas como nosotros, porque había cruzado el Rhenus sin que la corriente le arrastrase mucho trecho y había desembarcado bastante lejos de Basilea aguas arriba. Sólo al tropezar con la espalda de Wyrd en la oscuridad me di cuenta de que había atisbado la barca. Miré por encima de su hombro y columbré una barcaza muy burdamente tallada, varada en la orilla, casi oculta entre las matas y vacía. Nos quedamos los tres quietos, conteniendo la respiración, mientras Wyrd prestaba oído y miraba en derredor. Por fin me puso la mano en el pecho, dándome a entender que Becga y yo nos quedásemos allí, y desapareció en la oscuridad sin hacer ruido, como una sombra. Al cabo de un rato, como por arte de ensalmo, volvió a aparecer ante mí, diciéndome:

—Parece que no han dejado centinelas, ayúdame a echar la barca al agua… muy despacito. Desde luego que no podíamos hacerlo sin cierto ruido, pues pesaba mucho para levantarla y al empujarla por la orilla rascaba el terreno, pero comprendí por qué lo hacíamos: cuando volviésemos a cruzar el río —si todo iba bien— en nuestras barcas, los hunos no podrían perseguirnos. Bien, cuando hubimos echado la barcaza al agua y vimos que la corriente se la llevaba, despacio y haciéndola girar, y que no aparecía ningún huno, Wyrd se arriesgó a decir en voz baja:

—He seguido un trecho sus huellas y he visto que iban muy de prisa para tomar la precaución de borrarlas. Por esa prisa, considero que no tenían que ir muy lejos. Nosotros no podemos avanzar tan de prisa, hemos de ir con cautela y sin hacer ruido, pero llegaremos a su guarida antes de que amanezca. Tú

me seguirás con el eunuco lo más lejos posible sin perderte. Puede que haya centinelas a lo largo del camino, y los habrá sin duda en el perímetro del campamento. Cuando veas u oigas que me detengo, vosotros dos os quedáis quietos como estatuas.

Los hunos debieron pensar que no los había seguido nadie, porque, como había dicho Wyrd, no esperaban que nadie fuese a buscarlos en la planicie. En cualquier caso, no nos tropezamos con centinelas siguiendo el rastro. La única vez que Wyrd se detuvo aquella noche fue cuando vio —igual que nosotros dos— un tenue fulgor rojizo detrás de los árboles, que seguramente sería la primera tímida luz de la aurora, aunque lo vimos en dirección norte. No obstante, él, que iba un buen trecho delante de nosotros, vio algo que Becga y yo no vimos. Se desvió cautelosamente hacia la arboleda y los dos nos agachamos cuanto pudimos. Oí un ruido breve y lejano, como si alguien se pelease entre la maleza, y Wyrd reapareció en donde le habíamos visto antes, haciéndonos seña de que fuésemos a donde estaba. Al llegar a su lado, le vimos inclinado sobre un huno muerto en tierra, sacando su arco del cuello del muerto, pues le había arrastrado con la cuerda. No dijo nada ni nosotros tampoco, y seguimos arrastrándonos hacia el fulgor rojizo, que fue aumentando conforme nos acercábamos y, finalmente, nos dejó ver la silueta de una colina con árboles, entre los cuales no se veía ningún centinela. La subimos a gatas y antes de llegar a arriba nos arrastramos como escarabajos.

Desde la cima contemplamos una hondonada sin árboles en la que había varias hogueras, a la luz de las cuales vimos que habían talado los árboles para hacer unas cabañas rudimentarias, que rodeaban una serie de tenduchas hechas de retazos de pieles. Al fondo había una serie de piquetes con caballos atados, todos ellos achaparrados y flacos. Moviéndose por el claro andaban ya unas figuras pequeñas. Como estábamos a más de cien pasos por encima del campamento, no distinguíamos por sus vestidos harapientos los hombres de las mujeres, pero por la talla y las piernas zambas no cabía duda de que eran hunos.

CAPITULO 8

—La mujer y el niño estarán juntos en una de esas tiendas, porque así les es más fácil vigilarlos —

musitó Wyrd a mi oído, agachándose—. Sigue observando a ver si notas algún detalle que nos dé a entender en que tienda los tienen. Voy a seguir matando.

—Te he visto lanzar flechas con increíble rapidez y puntería —dije—, pero hay demasiados hunos para…

— emJa. De todos modos, que sean muchos puede ser una ventaja. Únicamente voy a matar a los centinelas que hay en los alrededores, y tengo que hacerlo antes de que amanezca. Tú, mientras, úntate la cara y las manos con barro para que no te brillen. Y al eunuco también. Al menos, vosotros dos, en la oscuridad pareceréis hunos, si llega el caso, cosa que a mí me es imposible por la barba.

—¿Qué quieres decir con si que llega el caso?

—Si yo no vuelvo y me caza un centinela antes de que yo le elimine. Al matarme se armará cierto revuelo y podéis aprovechar para huir sin que se percaten, o tratar de rescatar a los romanos si se os ocurre algo.

— em¡Iésus! —dije suspirando—. Espero no tener que intentarlo.

—Yo también —añadió él con aspereza, desapareciendo sigilosamente.

Escarbé con la espada unos terrones y les eché agua de la cantimplora para hacer barro; le ensucié a Becga el rostro, luego me lo ensucié yo y aún quedó suficiente para embadurnarnos las manos. No era exactamente el color de tez de los hunos, pero se nos veía menos. Luego, le dije al eunuco que estuviera alerta y mirase hacia los lados y detrás nuestro no fuese a aparecer algún huno, mientras yo seguía vigilando el campamento.

Transcurrió el tiempo —que a mí me pareció interminable—, pero no oímos ningún tumulto en la hondonada ni nada turbó la actividad allá abajo. Luego, yo y el emjuika-bloth, que estaba en mi hombro, nos sobresaltamos cuando Becga me dio una palmada en la espalda para avisarme de que alguien se acercaba. Casi sollocé de alegría al ver que era Wyrd.

—Había otros cinco —me dijo al oído, tumbándose a mi lado—. Es el número habitual de vigilancia en un campamento como éste, así que espero haber acabado con todos. Yo me le quedé mirando admirado, con ojos muy abiertos —aquel viejo acababa de eliminar sin ruido y rápidamente a seis salvajes peligrosos, alerta y armados, y ni siquiera parecía afectado por el esfuerzo—, hasta que dijo con cierta impaciencia:

—Bueno, ¿qué hay por aquí?

—En casi todas las cabañas —contesté, señalando— han estado entrando y saliendo una o dos personas, menos en aquella del fondo, la que está junto a la pendiente opuesta; en ésa, la piel de la entrada se ha alzado desde dentro y se ha asomado alguien, creo que era una mujer, alargando una especie de cuenco a un huno que pasaba, quien se lo ha llenado con brasas de una hoguera y se lo ha vuelto a dar; la piel de la entrada se ha bajado y no ha vuelto a abrirse.

—Será un brasero para que los prisioneros no pasen frío —dijo Wyrd—. Y es la cabaña más alejada del camino de aproximación. Debe ser ésa. Muy bien, cachorro. Vamos a situarnos detrás de la ladera que hay sobre ella.

Como Wyrd ya había recorrido el perímetro de la hondonada y no quedaba ningún centinela —

pasamos junto a dos cadáveres—, pudimos llegar al sitio bastante rápido. No obstante, ya era muy avanzada la noche, y me pareció observar un tenue fulgor en el cielo al Este. En lo alto del otero que dominaba la tienda en cuestión, volvimos a tumbarnos, observando los movimientos del campamento. Ninguna de las rudimentarias cabañas tenía puerta trasera o ventanas, y de aquélla sólo veíamos la pared de atrás de ramas mal cortadas, más o menos vertical, con un techo de maleza apilada. Pero por delante y por detrás pasaba a veces un huno con leña para el fuego o paja para los caballos. Wyrd dijo, como si pensara en voz alta:

—Dudo mucho que haya más de una mujer dentro, vigilando a los cautivos. El jefe, con sus mejores guerreros y el mensajero que acaba de regresar, estarán en una o dos de las otras, hablando y celebrando la aceptación del rescate. Pero vamos a asegurarnos. Cachorro, déjame que sostenga el águila, y tú bajas y husmeas por las rendijas de atrás.

—¿Y si hay hunos que van y vienen?

—Ya te he dicho que a veces es mejor que sean muchos. Esos hunos no se conocen todos entre sí a primera vista, al menos en la oscuridad. Tú anda un poco patizambo y si te tropiezas con uno, di em«Aruv emzerko kara», que en su lengua quiere decir «Qué noche más asquerosa».

—Pero si ha sido una noche bastante buena.

—A los hunos todo les parece asqueroso. Adelante.

Sin mucho entusiasmo, me deslicé a rastras cuesta abajo y aguardé a que no pasara nadie para ponerme en pie y acercarme a la choza. Pasó un huno cargado con un montón de arreos de cuero, y le dije

con una voz lo más ronca que pude: emAruv zerko kara, a lo que él me respondió con un gruñido em«¡Vakh!»

que yo interpreté como que estaba de acuerdo y seguí mi camino. Me acerqué con sigilo a las paredes de la choza y escruté por una de las muchas hendiduras. El brasero difundía suficiente luz y cuando menos pude ver las personas que había. Cuando estuve de nuevo tumbado junto a Wyrd y Becga, les dije lo que había visto.

— emJa, fráuja, sólo está la mujer que te conté, si es que es mujer, despierta y cuidando el brasero, y hay otras dos figuras, una que parece una mujer y otra más pequeña, sentada, arropada en pieles y durmiendo; pero no parece que estén atados ni encadenados. Poco más he visto: un jarro de agua y unas esterillas. Y esa choza no es una prisión inexpugnable. Las estacas de las paredes están unidas por tallos y trozos de correas. Podría cortarlas y entrar, pero la guardiana daría la alarma.

—A lo mejor no, si la distrae otra cosa. He observado que esta gente es muy descuidada con las chispas de las hogueras, y en la hondonada sopla algo de corriente; los hunos creerán que es un simple accidente si se incendia el techo de paja de otra choza; pero armará revuelo. Tú y el eunuco vais a llegaros a esa cabaña y os ponéis a pasear, pero sin alejaros de ella hasta que yo organice el jaleo.

—No podemos aguardar mucho —dije—, porque está a punto de amanecer.

— em¡Vái! Como yo no tengo aspecto de huno como vosotros, no puedo pasearme tranquilamente, pero actuaré lo más rápido posible. Bien, cuando se organice la confusión en el campamento, haréis esto que os digo.

Y nos dio unas breves instrucciones; volví a ponerme el águila en el hombro y él se dirigió a otro lugar del campamento, dando la vuelta.

Tal como nos había dicho, Becga y yo nos deslizamos cuesta abajo y luego nos levantamos y nos pusimos a deambular sin ningún recato —caminando los dos con las piernas combadas— cerca de la choza; nos cruzamos con dos hunos, dije em«Aruv zerko kara» y tanto uno como otro me contestaron

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