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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (26 page)

BOOK: Halcón
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—¿Y Becga?

— emAj —respondió él, encogiéndose de hombros—, a los carismáticos los crían y los capan para un uso vicioso, por lo que su mente está corrompida y se dejan. Pero yo creo que… ese Becga está seguro de momento.

Yo no entendía que si los hunos se turnaban con tanto entusiasmo para violar a un adulto romano hecho y derecho, se reprimieran con un pequeño eunuco. Pero antes de que pudiese preguntárselo, Wyrd dijo:

—Creo que ya nos hemos alejado lo bastante. Vamos a montar para cabalgar al galope. em¡Atgadjats!

Me subí a un tocón para montar, al tiempo que Calidius subía al almohadón de la grupa y se agarraba con fuerza a mi cintura, tal como había hecho Becga. Wyrd volvió a montar de un salto, y, aunque el nuevo corcel era muy escuálido, respondió bien al golpe que le dio con los talones, arrancando veloz y manteniendo bien la velocidad.

Así, mientras el alba se convertía en luminoso día, hice otras dos cosas por primera vez en mi vida: correr al galope en un buen caballo, una de las experiencias más emocionantes que conozco y que a mi emjuika-bloth también debió parecérselo, porque se mantuvo en mi hombro sin alzar el vuelo y sólo a veces abría las alas para disfrutar del aire de la carrera. Mientras galopaba, di para mis adentros innumerables gracias al viejo Wyrd por haberme hecho anteriormente andar a pie con tanto rigor, pues, si la caminata no hubiese fortalecido mis muslos, no habría podido mantenerme ensillado en emVelox durante aquella larga cabalgata; de todos modos, la cara interna de los muslos me dolía tanto que no habría cesado de quejarme de no haber sido por lo que disfrutaba galopando.

No volvimos a ver hunos y finalmente alcanzamos el Rhenus en un lugar en el que la orilla descendía en gradas hasta el agua, agua muy plácida por la suave corriente. Descansamos, bebimos, dimos de beber a los caballos y los dejamos pastar un rato por el follaje seco de los alrededores; nosotros no comimos nada porque no teníamos nada, aunque, de todos modos, la enérgica cabalgata nos había dejado los músculos abdominales tan tensos que yo no sentía el vacío de estómago. Al pequeño Calidius debió sucederle igual, pues no dijo que tuviese hambre; en cuanto a Wyrd, nunca se quejaba mucho por hambriento que estuviera.

Cuando reemprendimos la marcha, aquel día hice la segunda cosa que era nueva para mí: cruzar un río sin barca. Aunque muchas veces había chapoteado en las cascadas del Circo de la Caverna y no me daba miedo el agua, nunca habría sido capaz de cruzar a nado el Rhenus, que, según calculé, allí debía tener cuando menos dos estadios de ancho. Wyrd me dijo cómo había que hacerlo. Puso a Calidius en mi silla, atándole bien, y en su hombro le colocó el águila; luego, haciendo igual que él, conduje al caballo de las riendas hasta el agua y vi que ni emVelox ni el emZhmud se resistían, prueba de que no era la primera vez que lo hacían.

Conforme íbamos entrando con los caballos en el agua, tanto Wyrd como yo soltamos las riendas y nos agarramos a la cola de los animales. Mi emjuika-bloth, al ver lo que pretendíamos —y para que no le salpicara agua— alzó el vuelo y nos acompañó volando en círculo sobre nuestras cabezas, mientras cruzábamos con cuidado, bien sujetos a la cola de los caballos, dejando que ellos nos arrastrasen nadando con más fuerza y uniformidad que lo habría hecho un hombre. El hiriente frío del agua, aparte de la distancia, habría bastado para disuadir a cualquier humano; pero cruzar el Rhenus a remolque, como lo hicimos, fue para mí una delicia. Ya en aguas poco profundas de la orilla opuesta, los caballos hallaron un buen terreno para hacer pie y Wyrd y yo salimos cómodamente detrás de ellos. Una vez en tierra, personas y animales nos sacudimos como hacen los perros y, mientras los caballos descansaban, los tres nos dimos unas carreras por la orilla para calentarnos, y cuando montamos para emprender el regreso remontando el río hacia Basilea, cabalgamos sin prisas, pues ya no corríamos peligro.

CAPITULO 9

Después de que el emlegatus Calidius hubo abrazado y acariciado a su nieto, y tras dejarle en manos de la nodriza y los esclavos para que le bañasen y le diesen de comer, Wyrd le dijo una mentira piadosa:

— emClarissimus, tu hijo Fabio resistió de pie hasta la muerte como un soldado romano. Y su esposa Placidia murió valientemente como una matrona romana —añadió, en honor a la verdad—. Vi cómo los hunos no quitaban la vida al desgraciado carismático, lo que quiere decir que creen seguir teniendo cautivo a tu nieto y, por consiguiente, piensan que sigues siendo víctima de su coacción. Detalle, este último, del que por entonces se me escapó la importancia.

—Entonces, aún no se habrán dispersado, emprendiendo la huida —comentó el emlegatus.

—No. Pensarán que ha sido una incursión desesperada de unos cuantos, quizá sin tu permiso, y que ha sido un fracaso. Calidius, dime ¿cuándo y dónde conviniste enviar el rescate?

—Esta misma tarde, a una curva que hace el río Birsus al sur de Basilea.

—En dirección a los Hrau Albos —dijo Wyrd, asintiendo con la cabeza—, en esta misma orilla del Rhenus. Muy bien. Sugiero que sin pérdida de tiempo ni aguardar otra demanda, envíes allí el rescate, como si no supieras el fracaso de la incursión ni el hecho de que los hunos siguen acampados al norte del Rhenus, cual si realmente esperases recibir a los rehenes a cambio del rescate convenido.

—Quieres decir, claro, que envíe un rescate falso.

—Por supuesto. Los caballos que han pedido, con las cajas de armas exigidas, forraje y lo que sea, transportado, me imagino, por unos cuantos esclavos. Pero, naturalmente, nada más llegar, los bultos, al estilo troyano, se abren y resultan ser fieros soldados bien armados. Y supongo que todo concluye en una matanza bien merecida.

—Quizá —osé terciar yo—, si el inocente Becga está con ellos, se le podría salvar. No me hicieron caso y Wyrd prosiguió:

—Mientras tanto, Calidius, envías otra tropa más numerosa al campamento huno y…

—¿La dirigirás tú, emdecurio Uiridus?

— emClarissimus, apelo a tu indulgencia —contestó Wyrd un tanto vejado—. Estoy muy cansado de montar a caballo, hambriento y asqueado de ver y oler a los hunos, igual que mi insolente aprendiz. Puedo dar las debidas inntrucciones a tus hombres, pero sugiero que sea mi viejo amigo Paccius quien mande esa tropa. Ya es hora de que le ascienda de su rango de emsignifer.

—Sí, sí, claro. Excúsame, Uiridus. Te has ganado de sobra un descanso —replicó el emlegatus con evidente sinceridad—. Estoy tan eufórico por haber recuperado a mi nieto, por haber preservado mi linaje, y tan entusiasmado por aniquilar a esa lacra huna, que he hablado sin pensar. Daré inmediatamente las órdenes y diré que traigan comida para…

—No, gracias. No tengo ganas de ricos manjares y vino resinado; quiero atiborrarme de comida que llene y hastiarme de vino corriente. Vamos a la ciudad a la taberna del viejo Dylas. Envíame allí a Paccius para que le dé instrucciones.

—Muy bien. Haré que os acompañe un heraldo, para que anuncie oficialmente al pueblo que pueden abrir las puertas y salir a la calle. Uiridus, has librado a Basilea de un gran peso y te lo agradezco de todo corazón… y a ti también, Thorn.

Esta vez no tuvimos que aporrear la puerta de la taberna de Dylas. El emcaupo nos la franqueó

hospitalario y por primera vez pude ver de su persona algo más que aquel ojo legañoso. Dylas era tan viejo como Wyrd e igualmente cano de pelo y barba, aunque notablemente más alto y gordo, con un rostro que parecía una gruesa tajada de carne cruda. Se abrazaron los dos, dándose enérgicos manotazos en la espalda, y llamándose mutuamente nombres obscenos en latín y en gótico. Dylas vociferó a alguien en la trastienda «¡trae carne, queso y pan!» y él mismo descolgó un pellejo de vino y cogió unos cuernos de un estante, haciéndonos seña para que nos sentásemos en una de las cuatro mesas que había en el local. Wyrd me lo presentó y Dylas lanzó un amistoso gruñido, asintiendo con la cabeza y tendiéndome uno de los cuernos. Yo lo cogí, tapando con el pulgar el orificio del extremo estrecho y él me lo llenó. Cuando los tres tuvimos a rebosar los recipientes de cuerno, él dejó el pellejo, alzó el suyo ante nosotros dos y dijo:

— emIwch fy nghar, Caer Wyrd, caer Thorn.

Comprendí que era un saludo, pero no sabía en qué lengua. Alzamos nuestros respectivos cuernos, echamos la cabeza hacia atrás, destapamos el orificio y dejamos que el vino regase nuestra boca. Como había dicho Wyrd, no era vino aguado ni perfumado, sino un Oglasa rojo, fuerte y viejo. Como el cuerno no se puede dejar en la mesa hasta que se vacía, nos apresuramos a apurarlos y yo, que me sentí bastante mareado, rehusé cortésmente cuando Dylas quiso volver a llenármelo.

—Las noticias han llegado antes que tú, viejo Wyrd —dijo Dylas—. Se cuenta que Basilea se ha librado de apuros un poco gracias a ti. ¿Qué es lo que has hecho?

Wyrd pasó a explicárselo, o al menos es lo que yo imaginé, pues hablaron en el extraño idioma de antes.

— emAj, eso me recuerda los buenos tiempos —comentó Dylas entusiasmado, y la conversación continuó en una mezcla de gótico y latín—. Pero tú ya no eres un legionario que aspires a ascensos. ¿A quién has beneficiado con la aventura?

—He obtenido un precio excelente por mis pieles, y un buen caballo con arreos de regalo. Tuve que abandonar el primer corcel que me dio Calidius, pero elegiré otro. Una soldada por un día de trabajo mucho mejor de la que ganaba como emdecurio.

—¡Por todas las vaquillas de Hertha que es cierto! ¿Sabes que cuando aprendí a contar, calculé que con mis treinta años de servicio me quedó al licenciarme una paga de menos de medio denario al día?

Pero ¿no estás ya demasiado viejo para tantas cabriolas y andanzas, Wyrd?

—Aplícate el cuento, tripa gorda.

—Que vengan o no mal dadas, un tabernero siempre come bien —replicó Dylas complacido, palmeándose la panza— y sin necesidad de andar por los bosques buscándose la pitanza cruda. Siempre dije que tú y Juhiza habríais tenido que abrir una taberna como nosotros. Mi vieja esposa, Magdalan, nunca fue hermosa como Juhiza, y puede que tenga el cerebro de una chinche y la gracia de un uro, pero sabe guisar.

Como si aquellas palabras fuesen una introducción, de la trastienda salió una vieja gorda y sucia, envuelta en una nube de vapor de delicioso aroma, trayéndonos una gruesa rebanada de pan sobre la que había un montón de berzas cocidas con costillas de cerdo. A continuación puso en la mesa una bandeja de quesos de la región, con trozos de Greyerz, Emmen y cremoso emNovum Castellum. Para beber, además del vino, añadió unos picheles de cerveza negra que Dylas nos explicó ufano era de fabricación casera. Dylas y Wyrd interrumpían repetidas veces su yantar a dos carrillos para trazar con el dedo, en el vino derramado en la mesa, esbozos de antiguas batallas en las que habían participado; hablaron de compañeros muertos en una o en otra, y Wyrd corregía al tabernero o viceversa cuando surgía algún dato incorrecto de aquellos antiguos enfrentamientos; en general, los dos viejos guerreros pasaron un buen rato rememorando los tiempos pasados, pero todas aquellas batallas se habían librado años antes de nacer yo y en sitios desconocidos para mí, y, como los dos utilizaban con fecuencia palabras de un extraño idioma, no pude realmente entender por qué habían tenido lugar, quién las había ganado ni quiénes eran los contendientes.

Estábamos acabando las rebanadas —ahora el pan estaba ya empapado con los apetitosos jugos—

cuando oímos tintineo de metal y crujir de cuero, y Paccius entró con traje completo de combate. Wyrd hipó, se excusó y, un tanto tambaleante, fue a sentarse con el emsignifer en una mesa limpia para darle los detalles sobre el campamento de los hunos y las instrucciones para proceder al ataque. Por tener algo de qué hablar, se me ocurrió decirle a Dylas:

—¿Quién es o era Juhiza?

Él vació otro cuerno de vino y meneó su cabezota.

—No debería haberla mencionado. Ya has visto la cara que ha puesto Wyrd. No le hables nunca de ella.

—Se ve que tú y Wyrd os conocéis hace mucho —dije para cambiar de tema.

Se limpió la grasa de la barba, o, mejor dicho, se la restregó por ella distraídamente y contestó:

—Desde que éramos reclutas en la vigésima legión en Deva. Recuerdo cuando le pusieron por nombre Wyrd, emel Amigo de los lobos.

—Ahora se llama Wyrd, emel Cazador —dije—, pero sé que le gustan los lobos. Dylas asintió con la cabeza.

—No se lo pusieron por su sentimiento, sino en el sentido de que mataba a muchos enemigos y dejaba los cadáveres para los animales carroñeros. A veces le llamaban también Wyrd, emel Carroñera. En Deva era muy famoso entre los lobos y… los gusanos.

—No sé dónde está Deva.

—En la región de Cornubia de la provincia de Britannia. Las Islas del Estaño, como decís en el continente. Wyrd y yo somos ciudadanos romanos por el servicio militar, pero britanos de nacimiento y por eso a veces hablamos británico en recuerdo de los viejos tiempos.

—No lo sabía. ¿Y por qué os marchasteis de esas islas?

—Un soldado va a donde le ordenan. Éramos los dos únicos de allí de los miles de soldados que Roma fue retirando de Britannia cuando los bárbaros de Europa comenzaron a amenazar sus colonias. Wyrd y yo acabamos el servicio sirviendo de auxiliares en la undécima legión, combatiendo contra los hunos.

Hizo un gesto en dirección a una pared de la taberna y vi una plancha de metal colgada, que me acerqué a mirar. Eran los títulos de Dylas, dos planchas de bronce unidas, del tamaño de una mano. En una de ellas figuraba grabado su nombre (es decir, una versión en latín: emDiligens Britannus) su grado al licenciarse y la unidad em(Optio Aquilifer, Cohors IV Auxiliarum, Legio XI, Claudia Pía Fidelis), el nombre de su último comandante, la fecha de licénciamiento (dieciséis años atrás), y los nombres de los testigos de la provincia en que le había licenciado: Gallia Lugdunensis.

— Por la vaca parda que alimentó a san Pirano — añadió—, habríamos preferido —si un soldado pudiera tener preferencias— haber ido a defender nuestra región natal de Cornubia contra los pictos, escoceses y sajones.

—Ahora que estás licenciado, podrías volver allí.

— emAj! ¿para qué? Como Roma ha abandonado totalmente Britannia, el país ha vuelto a degenerar cayendo en la barbarie de antes; las mejores ciudades y fortalezas, las mejores granjas y villas no son más que míseros campamentos de gente tan salvaje y sucia como esos hunos de los que tú y Wyrd habéis logrado escapar esta mañana.

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