Halcón (45 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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La venta de todo esto me procuró un excedente aun después de pagar las cuentas de la taberna y del establo; como poseía, además, mi dinero y el de Wyrd, me vi enriquecido para mi humilde condición y mi edad. Empero, ello no me procuró gran placer, dadas las circunstancias que lo habían propiciado. Permanecí una noche más en la posada de la taberna y me despedí de Andraías y su mujer y fui a acabar de cargar mis cosas en emVelox; mientras lo hacía, vi que aún tenía el pomo de cristal de emdomina Aetherea. Sin leche de la Virgen de nada me servía, aunque, a decir verdad, tampoco me había servido cuando contenía la gota del seno de María, pero pensé que era una lástima desprenderme de él y lo guardé con las demás cosas.

Al salir del establo y ya fuera del pueblo, me detuve al pie del sendero que conducía a la emsaltwaúrtswa, pensando en ir a despedirme de la pequeña Livia, pero me dije que sería para simplemente

volver a apartarme de ella como ya había hecho; en aquellos cuatro días se habría acostumbrado a no verme —posiblemente ya se habría olvidado de mí, como sucede con muchos niños que no recuerdan una amistad por reciente que sea— y decidí que sería mejor no vernos otra vez para poner fin acto seguido a nuestra relación.

Así, únicamente me estuve allí un rato, volviéndome en la silla a mirar por última vez aquel hermoso paisaje: el cielo, el lago azul, los cisnes, las garzas, las bonitas casas en cuesta de Haustaths y el horizonte cerrado por las crestas nevadas de los Alpes. Me marchaba del Lugar de los Ecos con gran sentimiento, en parte por lo bello que era, pero sobre todo porque dejaba allí al hombre a quien más cariño había tenido en mi vida. Sí, dejaba atrás una parte muy importante de mi vida. Traté de consolarme en cierto modo pensando que Wyrd descansaba en un lugar apacible y maravilloso, y solté las riendas para que emVelox prosiguiera hacia el Este aquel viaje que yo había iniciado solo.

V. Vindobona
CAPITULO 1

En realidad, no había dejado a Wyrd atrás. En los meses que siguieron, cada día, desde la mañana gris felino hasta el atardecer gris mustio, era como si el viejo cazador cabalgase a mi lado; cuando me despertaba notaba como si estuviese por allí, rascándose su pelo desordenado y su barba, refunfuñando como de costumbre hasta después del desayuno. Al calor del mediodía, cuando hasta los lagartos dormitan en las grietas de las rocas y las alondras callan, era como si oyese su voz bronca contando una larga historia enrevesada; siempre que acampaba, me parecía oír sus críticas diciéndome cómo encender el fuego o despedazar la caza del día en trozos adecuados para el guiso.

Muchas veces, incluso, llegué a hablar con él sin darme cuenta. Si veía una montaña con una extraña configuración, le preguntaba: «¿Cuál de las Oreadas es la ninfa de esa cumbre, emfráuja?», o en un arroyo de agua muy fresca, le decía: «¿Cómo se llama la náyade de estas aguas dulces, emfráuja?», o en un bosque exuberante: «¿Qué dríada…?», pero nunca recibía respuesta ni la esperaba, del mismo modo que tampoco veía a las escurridizas ninfas ni contaba con ello.

Sin embargo, por las noches, sí veía y oía a menudo a Wyrd. Quizá tengan razón los paganos al decir que la noche es madre del descanso y los mil sueños y que el hijo más sagaz de los sueños es Morfeo, capaz de encarnar a cualquier ser humano, vivo o muerto; si es cierta la creencia pagana, muchas noches Morfeo vino a visitarme encarnando a Wyrd, para darme consejos y guía e insinuarme cosas prácticas de las tradiciones populares del bosque; aunque no sé si me comunicó alguno desde la ultratumba, porque los únicos consejos que recordaba al despertarme eran los que me había dado cuando estaba en este mundo.

En cualquier caso, me alegraba conservar aquella sensación de la presencia constante de Wyrd, pues me hacía sentirme menos solo conforme avanzaba en mi aventura y me ayudaba a paliar poco a poco la aflicción de haber perdido al hombre que verdaderamente había sido un padre adoptivo. Que haya recordado tanto tiempo las enseñanzas de Wyrd, incluso las de índole más cínica —y las he utilizado con frecuencia en años posteriores— prueba que nunca lo consideré como alguien muerto y borrado de mi existencia, y probablemente nunca lo haré hasta el fin de mis días.

Como aún no tenía motivos que me acuciaran a dar con mis supuestos compatriotas godos, continué

tranquilamente el viaje por el resto de la provincia de Noricum; y como no tenía necesidad de ganar más dinero, no cacé para tener pieles ni cuernos para vender, sino que simplemente abatía caza menor para alimentarme. Y como por entonces ya había alcanzado mi estatura de adulto —y, además, iba bien montado y bien armado—, ya no temía ser apresado como esclavo. Empero, me hallaba en un territorio de gentes desconocidas y no tenía a Wyrd que me previniera sobre los posibles peligros, y, por ello, siempre iba alerta y con cautela y de noche dormía como hacía él, con una piedra en el puño y la escudilla de latón debajo de él para que, aun hallándome profundamente dormido, me despertase el ruido al caer en ella al sentir el menor ruido.

Atravesaba de nuevo una región en la que no existían calzadas romanas y lo único que había era algún sendero de carros, de herradura o alguna senda, que tomaba siempre que seguían la dirección Este; pero si notaba que había algún otro viajero cerca o veía que me conducía hacia algún sitio habitado, me

apartaba del camino o hacía un alto oculto en el bosque hasta estar seguro de que el viajero o el asentamiento no representaba peligro.

emVelox sabía andar sin hacer ruido y ambos oíamos perfectamente el estrépito de un carro, de una manada de ganado o de un simple viajero que siguiera nuestro itinerario; hasta un lego que recorre el bosque —como lo había sido yo— sabe cuándo se acerca a un asentamiento con sólo observar a los pájaros: mientras veía cigüeñas negras sobre nuestras cabezas y urracas azules y marrón claro, sabía que no había nadie, pero cuando comenzaba a ver cigüeñas blancas que anidan en los tejados y esas urracas blanquinegras que viven del hurto, sabía con certeza que andábamos cerca de algún sitio habitado. Fui percatándome de que la población constaba tan sólo de grupos dispersos de gentes de las naciones germánicas menos importantes, hérulos, varnos y longobardos, que en su mayoría vivían del pastoreo; la región la formaban vastas zonas boscosas interrumpidas por pastos y chozas en las que vivían los pastores con sus familias, agrupadas para defenderse mutuamente y por razones sociales; núcleos habitados que casi siempre eran aldehuelas y algunas veces llegaban al tamaño de pueblos, pero ninguno tenía la amplitud de una ciudad. Las aldeas solían habitarlas un emsibja o grupo de gentes relacionadas por parentesco, en donde el jefe era uno de los más viejos y sabios o de los más fuertes; los pueblos los habitaba un emgau o conjunto de varios emsibja que formaba una especie de tribu dirigida por un pequeño cacique de cargo hereditario.

Aparte de observar los pájaros, en seguida advertí otro signo que me indicaba la proximidad de un lugar habitado, fuese un emsibja o un emgau, y si me convenía acercarme o eludirlo prudentemente. Descubrí

que la importancia y la inviolabilidad de aquellos núcleos habitados de la región se establecía con arreglo a la extensión de yermo que pudiese mantener a su alrededor; por consiguiente, cuando me encontraba con una vasta extensión de tierra desbrozada en el bosque —y era un claro muy vasto desde cuyo linde no se divisaba el poblado— imaginaba que sus habitantes no debían ser muy hospitalarios con los extranjeros y posiblemente los rechazarían por la fuerza.

En cualquier caso, no me tentaba mucho detenerme aún en los poblados menos hostiles, salvo cuando necesitaba sal, o tenía ganas de un buen vaso de leche o de provisiones que no podía procurarme yo mismo. Los pueblos y aldeas presentaban poco atractivo para el viajero, pues eran lugares rudimentarios y miserables y los habitaban campesinos ignorantes, sucios y feos. En ocasiones, cuando cabalgaba por uno de aquellos senderos más hollados y me encontraba con algún inofensivo pastor o carrero, seguía a su lado por el hecho de hablar con alguien que no fuese la sombra de Wyrd; entablábamos conversación, por así decir, siempre que yo era capaz de entender el dialecto del antiguo lenguaje, hérulo o longobardo. Casi todos los campesinos con que me tropezaba sabían poca cosa de lo que había fuera de sus reducidos poblados y no tenían interés por saberlo; cuando a un hombre le pedí noticias sobre sucesos más interesantes que las bodas locales, me habló en términos vagos de haber oído rumores de guerras y batallas «lejos de allí», sin que supiera precisármelos, salvo que no era por allí donde últimamente habían sucedido los hechos; cuando a otro le pregunté a dónde conducía el sendero que seguíamos, más allá de su pueblo, sólo supo contestarme:

—Me han dicho —como si fuese un rumor del que no estaba muy seguro— que al final lleva de esta provincia a otra, y que en ella hay un gran río y en su orilla una ciudad importante.

—¿Y cuál es la provincia colindante? ¿Cómo se llaman el río y la ciudad?

—¿Los nombres? emAj, extranjero, no sé decírtelos si los tienen.

Un día en que cabalgaba solo por un camino amplio y bien hollado de carros, emVelox estiró de pronto las orejas y, casi al mismo tiempo, oí que de más adelante llegaba el sonido de numerosos cascos al trote. Detuve el caballo y agucé el oído, y al cabo de un rato pude distinguir el tintineo y el crujir de algo más que arreos y sillas: era el ruido que hacen las ensambladuras de las corazas y las armas. Saqué a emVelox del camino y me alejé bastante, porque una fuerza militar a caballo siempre lleva emspeculators o exploradores en vanguardia y por los flancos.

Ya dentro del bosque, hallé un promontorio desde el que, trepando a un árbol, avistaba un trozo del camino sin ser visto, a menos que un emspeculator pasase por casualidad por allí mismo y reparase en emVelox

atado; pero no pasó ninguno y, al cabo de un rato, vi acercarse una fuerza a caballo. Serían más de doscientos jinetes, formando un conjunto abigarrado; distinguí los que iban en cabeza perfectamente uniformados con coraza y casco romano de caballería, que constituirían una emturma, pero los otros vestían casi todos diversas ropas y cascos desconocidos para mí, y todos llevaban barba, en contraste con los romanos. Prisioneros de guerra no podían ser, pensé, pues, si no, la emturma habría ido escindida en dos, quince en vanguardia y quince en retaguardia; así pues, los barbudos extranjeros debían ser aliados o mercenarios bajo mando romano.

Me asaltó fugazmente la idea de salir a su paso y presentarme. Parecían dirigirse a alguna operación bélica y yo nunca había visto un combate; era probable que los romanos me acogieran complacidos al verme pertrechado como ellos, y más si les decía que mi corcel y armas eran regalo del emlegatus Calidius de la Legio XI Claudia, pero deseché la idea. Por una parte, las tropas iban en dirección contraria a la mía, y, por lo que sabía, mis compatriotas ostrogodos en aquel momento estaban en guerra con el imperio romano. No quería ponerme de parte de nadie hasta saber qué pueblo era el mío. Así que aguardé un buen rato a que pasara la columna y dejaran de oírse los cascos de los caballos —ya que una tropa en movimiento a veces lleva emsingulares en retaguardia— y monté en emVelox para reemprender mi camino. Hasta poco después, una vez que hube cruzado la imperceptible frontera del bosque para entrar en la provincia de Pannonia, no supe lo que era aquella curiosa tropa de caballería, y me lo dijo el primero que me encontré durante meses con algo interesante que contar —fue él quien me hizo saber que estaba en Pannonia— y el que me llevó a la primera población de aquellos bosques algo fuera de lo corriente. Observé al hombre desde lejos y, como de costumbre, no le quité ojo hasta que vi que iba solo y no parecía peligroso; recogía en aquel momento leña, que apilaba en un armazón sobre un viejo caballo derrengado, tarea que, por simple que fuese, efectuaba con gran torpeza y parsimonia. Al aproximarme comprendí el porqué: el pobre no tenía manos y recogía las ramas con los muñones de las muñecas.

— emHáils frijonds —dije a guisa de saludo—. ¿Puedo ayudarte?

—Salud, extranjero —me respondió con acento longobardo—. Sólo recojo leña para el pueblo antes de que llegue el invierno y el lobo. Pero no hay prisa —añadió, entornando los ojos al mirar el azul cielo de septiembre—. No hay prisa aún.

—De todos modos —dije—, el pueblo habría podido enviar a alguien más dotado. Deja que te ayude.

— emThags izvis —contestó, mientras yo desmontaba—. En el pueblo faltan manos. En pocos minutos recogí más leña que la que el pobre había reunido en todo el rato que llevaba observándole; hice un buen montón sobre el viejo rocín y aún cogí más, haciendo unos haces que colgué

de la silla de emVelox. Luego, así las riendas de los dos animales y seguí con el hombre hasta el claro del bosque en que se hallaba la aldea. Cuando cruzábamos el claro, observé que no estaba muy bien desbrozado y que había yerbas altas y muchos arbustos.

Los habitantes salieron a nuestro encuentro al ver que llegaba un extranjero, y comprendí lo que había querido decir el hombre con su comentario de las manos: ninguno de ellos tenía manos; hombres, mujeres, niños y niñas tenían brazos que acababan en muñones. No, no todos, pues al mirar en derredor atónito y horrorizado, vi algunos pequeñines jugando y andando a gatas que sí tenían manos. Por un instante, pensé que, al tratarse de un emsibja en el que todos los habitantes están emparentados, me había tropezado con una familia que concebía monstruos sin manos, pero si había niños pequeños normales, como sucedía con los de dos años aproximadamente, no iban a perder las manos al crecer… Luego a aquellos aldeanos les habían cortado las manos unos dos años antes.

—En el nombre de emliufs Guth —exclamé dejándome llevar de la sorpresa—, ¿qué ha sucedido aquí?

—Edika —contestó el leñador, al tiempo que los que se hallaban más cerca se echaban a temblar—. Edika sucedió aquí.

—¿Qué es o quién es Edika? —inquirí, mientras uno de ellos cogía con sus muñones las riendas del caballo y otros comenzaban a descargar la leña.

—Edika es una calamidad periódica —dijo el hombre con un suspiro—. Es el rey de los estirios, un pueblo temible.

Es posible que la carencia de manos de aquel hombre y su incapacidad para realizar tareas manuales como cualquier otro campesino le hubiese hecho más reflexivo y coherente que los patanes que había encontrado últimamente, porque prosiguió con suma fluidez y profunda indignación contándome cosas que ya sabía y otras que ignoraba.

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