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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (42 page)

BOOK: Halcón
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Él siguió tocándose la barba y musitó:

—Por la cabeza de san Dionisio, que el mismo llevó bajo el brazo, que no lo sé. Quizá sea porque soy viejo. Qué duda cabe de que ser quisquilloso es otra de las señales de que uno se hace viejo, como la pérdida de vista. Ve, cachorro, y diviértete con tu nueva amiga, y deja a este viejo melancólico con su vino —dijo, dando un buen trago y eructando—. Cuando me recupere… dentro de unos días… te llevaré a cazar. Hip. Simplemente por diversión… una clase de caza que tú no conoces. Y volvió a llevarse el pichel a la boca; yo me limité a lanzar un bufido de exasperación y salí

enfadado de la taberna a la plaza del mercado. Como todas las mañanas, estaba llena de gente, en su mayoría mujeres haciendo la compra del día. Me sorprendió ver a Livia deambulando por los puestos; yo le había dicho donde me alojaba, pero me pregunté qué es lo que la habría hecho bajar desde la mina tan temprano.

—Pues es que he venido a verte para enseñarte el pueblo —me dijo.

Aquel día me llevó a la iglesia del Monte Calvario, que hacía, además, las veces de salón de consejo del pueblo y de museo histórico de Haustaths; se guardaban allí objetos hallados por los mineros, los constructores y los sepultureros a lo largo del tiempo, tales como mumerosas piezas de alhajas de bronce, corroídas y llenas cardenillo y el cadáver muy bien conservado —aunque arrugado y coriáceo y marrón como sus ropas— de uno de aquellos primitivos mineros enanos, hallado en tiempos recientes. Luego, visitamos el taller de un emaizasmitha, que no hacía joyas según la técnica moderna, como las que yo he visto (y a veces comprado) en otros lugares; éste copiaba los objetos antiguos del museo de la iglesia del Calvario y reproducía en su forma original pulseras, ajorcas, fíbulas y delicadas dagas que, más que armas, eran objetos de adorno, collares y broches, todos de bronce pulido. Cuando llegó la hora de que Livia regresase a su casa para la lección con su tutor, la acompañé

hasta la ladera, ya en las afueras del pueblo, y volví al obrador del emaizasmitha, pues había visto algo que deseaba comprarme, pero no quería que Livia me viese, pues se habría quedado perpleja o sorprendida, dado que era un artículo de adorno femenino; se trataba de unas cazoletas para los senos de un estilo tan antiguo, que nunca volví a ver nada semejante en ningún sitio, ni mujer que llevase unas parecidas a las mías.

El objeto era un artilugio obra de los primitivos artesanos del ramo, pero muy ingenioso y artístico y hecho con una varilla muy larga de bronce, no más ancha que el cañón de una pluma de águila, artísticamente dispuesta en espirales en sentido contrario; en la del lado izquierdo, la espiral se iniciaba en el sitio del pezón y, pasada la curva exterior máxima, la varilla descendía cruzando la boca del estómago para enroscarse otra vez en el seno derecho desde afuera hacia el vértice del pezón; las dos cazoletas llevaban una correa para atarlas por detrás. El objeto estaba encima del banco de trabajo del artífice y parecía plano, pero cuando uno se lo ponía, las espirales se ahuecaban y adquirían la forma para que estaban destinadas, sirviendo de protección y de adorno. Yo me lo compré, no como coraza, sino para poder acrecentar la protuberancia de mis senos cuando me vistiese de mujer; me resultó bastante caro, pero pensé que valía la pena para lograr un aspecto más femenino y atractivo cuando lo necesitase. Lo mejor de los días siguientes lo pasé en compañía de Livia, porque Wyrd permaneció hundido en su inexplicable depresión y encharcado en vino; yo sólo volvía algunas veces a la taberna a cenar, a dormir y a desayunar antes de salir otra vez. El resto de las veces, Livia y yo comíamos en otra taberna y en una ocasión cenamos con su padre en su caserón. Pero cuando teníamos hambre, casi siempre nos íbamos fuera del pueblo, al campo, y buscábamos la humilde morada de algún leñador, carbonero o recolector de hierbas, en donde, por una modesta suma, la mujer de la casa nos guisaba algo sencillo.

Una mañana en que Livia y yo habíamos pensado pasar el día explorando una zona que ella sabía estaba totalmente deshabitada, entré en la cocina de la taberna a encargar a la esposa del emcaupo una cesta con pan, queso y salchichas y que me llenase la cantimplora de leche. Mientras aguardaba, entró Andraías y, llevándome aparte, me dijo:

— emAj, Thorn, me preocupa nuestro amigo Wyrd. Lleva muchos años viniendo aquí, pero es la primera vez que le veo de esta manera; ahora ya no quiere ni comer, y sólo se alimenta de cerveza y vino. Dice que su cabeza está demasiado turbada para poder comer. ¿A ti te parece normal? ¿No podrías convencerle para que saliera a reponer fuerzas al bosque, al lago o algún sitio?

—Ya lo he intentado —contesté—, pero no puedo obligarle porque le ofendería que alguien joven dé órdenes a un viejo que seguramente estará borracho perdido. Andraías, tú eres más o menos de su edad, díselo tú aunque nada más sea por su bien.

— em¡Vái! Si lo hago ni siquiera querrá tomar el poco alimento del vino y la cerveza.

—Pues lamento no poder hacer nada —añadí—. Yo ya le he visto beber seguido muchos más días de los que lleva hasta ahora. Acabará enfermo en cama, lamentándolo y de muy mal humor, pero llegará

un momento en que lo deje.

Sacaba casi todos los días a emVelox del establo y subía en él hasta la mina; lo dejaba allí con las mulas y Livia y yo salíamos a pasear a pie o, si íbamos muy lejos, montábamos en él, ella en la grupa. Llevaba siempre la honda y traté de enseñar su manejo a la niña, pero nunca llegó a hacerlo bien, así que era yo quien abatía las piezas, liebres, ardillas, conejos y perdices; luego, nos traímos la caza para repartírnosla; su parte la entregaba a la cocinera de su casa y yo llevaba la mía a la taberna donde dábamos cuenta de ella Andraías, su mujer y yo, bien contentos de comer carne para variar la dieta habitual de pescado. Pero ni siquiera la caza animaba a Wyrd a comer, aun cuando estuviese sobrio y lúcido.

—Es que no puedo tragar —decía—. Es la edad, que, además, de afectarme al cerebro y a la vista, me ha encogido las tragaderas.

— emIésus —dije yo—, no te pasa nada en la garganta si eres capaz de tragar vinacho.

—Hasta eso me resulta cada vez más difícil —musitó él— y cada vez me cura menos— añadió, dándose otro buen trago, ante lo cual me marché de la taberna.

Livia y yo, en nuestros vagabundeos, íbamos a todos los sitios que a ella se le ocurrían; una vez, ascendimos a más de la mitad de la montaña más alta del contorno —el Tejado, que daba el nombre a toda aquel grupo de los Alpes— para que ella me mostrara lo que llamaba el emeisflodus. A mí, el término

«flujo de hielo» no me decía nada hasta que alcanzamos aquel punto con emVelox y quedé maravillado. Tan ancho como un río, el flujo de hielo ocupaba una hendedura serpenteante de la montaña, con sus ondas, olas, remolinos y cascadas, igual que en la corriente de agua que desembocaba en el lago de Haustaths, pero todo ello inmóvil, pues era hielo sólido; o al menos era inmóvil aparentemente, porque Livia me dijo que se movía muy despacio, tan despacio que si hacía una señal en él, no habría avanzado montaña abajo la longitud equivalente a mi altura antes de morir yo.

Salvo por los manchones y remolinos de nieve vieja que se veía en la superficie, el flujo de hielo era casi tan azul como el Haustaths-Saiws y, para mí, una novedad incomparable, a tal punto que habría deseado cabalgar con emVelox por él, pero Livia me asió con fuerza por la cintura y me dijo que no lo hiciera.

—Estamos en verano, Thorn, y habrá muchos emrunaruneis.

Era otra palabra que no conocía, y la pregunté al azar:

—¿Demonios del hielo?

— emNe, bobo —contestó ella, riendo—. Grietas ocultas. En la temporada cálida, durante el día, el hielo se derrite formando regueros que corren por todas partes y abren profundas fisuras, pero por la noche, la nieve que sopla el viento se congela sobre ellas como si fuese un puente. Pisas lo que parece hielo firme y, al ser nada más que una débil costra, caes dentro de una de esas profundas grietas y no

puedes salir. No me gustaría que le sucediera eso a alguien a quien yo… —se calló tan de repente, que me volví en la silla y vi que estaba ruborizada—. No me gustaría que me sucediera a mí o a emVelox —se apresuró a añadir.

—Pues no me arriesgaré —dije, bajándome del caballo—. Pero lo que voy a hacer es grabar nuestros nombres en esa laja de hielo que hay junto a ese peñasco negro tan fácil de reconocer, y cuando uno de los dos venga aquí antes de morir… —tú, que eres más joven, Livia— vea si los nombres han avanzado el equivalente a la longitud de un cuerpo.

—O se han juntado —musitó ella, mientras yo tallaba el hielo con la punta de la espada—, o se han apartado.

—O si los nombres existen todavía —añadí, sin que ella comentase nada más. Yo sabía que gustaba a la pequeña Livia, y no creo que me considerase un hermano mayor, porque ya tenía dos y era evidente que los despreciaba; supongo que me consideraba una especie de tío excepcionalmente indulgente y de ideas parecidas a las suyas o —ya he dicho que era una niña muy perspicaz— quizá una especie de tía. A veces me hablaba como una mujer habla a otra, de vestidos, adornos y cosas por el estilo, cosas de las que una chica no suele hablar con un chico; y muchas veces la sorprendía dirigiéndome miradas inquisitivas de soslayo; era evidente que le dominaba la curiosidad que por mí sentía y estaba decidida a satisfacerla, porque un día, en un lugar retirado de la orilla del lago, ella se desvistió para echarse al agua y me instó a hacer lo propio.

—No sé nadar —mentí.

—Pues métete donde no cubra y chapoteas —gritó, retozando como una nutria joven sin pelo—. Está estupenda.

—Ni mucho menos —repliqué, metiendo los dedos en el agua y haciendo como que me estremecía—. ¡Brrr! Tú estás acostumbrada al agua helada, pero yo soy de un clima más cálido.

—¡Mentiroso! Eres un pudibundo o un cobarde, o tienes alguna deformidad horrenda que ocultar. Y no andaba muy descaminada; así que seguí sin hacer caso de sus incitaciones y retos y me senté

en una roca, contemplando sus cabriolas hasta que se cansó y salió del agua para sentarse a mi lado a secarse al sol antes de vestirse; ahora tiritaba y se acurrucó contra mí. Yo la abracé para darle calor y ella se dejó arrrullar complacida.

Entretanto, yo no dejaba de pensar. Hacía tiempo que me había dicho mentalmente que nunca debía intentar engañar a nadie —cambiando de hombre a mujer, o viceversa— cuando hubiese un perro, porque sabía que el fino sentido del olfato del can descubriría mi impostura. Y ahora, el comportamiento de Livia me obligaba a adoptar otra precaución, porque el instinto de los niños es tan sutil como el de los perros. Nunca me descuidaría ante los niños.

Por los acontecimientos que siguieron, no necesité tener mucho cuidado con Livia. A la mañana siguiente, cuando llegué en emVelox a la mina, no la vi por ninguna parte, pero allí estaba el padre, quien me dijo que la niña se había resfriado y que el emmedicus de la mina le había prescrito quedarse en su habitación —bien cerrada, con las cortinas echadas y vapores medicinales— hasta que estuviera bien. Georgius me lo dijo como haciéndome responsable, aunque estoy seguro de que la pequeña le habría contado que el baño había sido por iniciativa propia.

En cualquier caso, vi una rendija en las contraventanas de su habitación y me acerqué a la casa; ella abrió un poco más la rendija y vi que estaba taciturna y muy abrigada; la saludé efusivamente con la mano, haciendo gestos para comunicarle que estaría a sus disposición cuando pudiese salir. Su rostro se iluminó y me contestó por gestos de frustración, para, luego, alzar cuatro dedos, indicándome los días que tenía que estar recluida; después, me mandó un beso y yo me alejé. Nunca sabemos cuando acaban las cosas.

Bajé de la montaña pensando cómo iba a pasar el día —los cuatro días que tenía por delante—, pues me había acostumbrado a la compañía de Livia al menos la mitad de la jornada; pero cuando llegué a los establos para dejar a emVelox, me quedé perplejo al encontrame allí con Wyrd. Por primera vez desde que habíamos llegado le veía cepillar su caballo, refunfuñándole cariñosamente. Ahora que no le veía detrás

de una mesa ni tumbado en cama, advertí que estaba cadavérico, su voz era ronca —ya fuera porque tuviese la garganta encogida, como él decía, o porque el vino se la hubiese puesto en carne viva—, pero parecía sobrio y bien despierto.

—¿Cómo es que —le dije escéptico—, después de que Andraías, su mujer y yo hemos intentado tanto que dejases de beber, ahora lo dejas por iniciativa propia?

Él carraspeó, escupió en la paja del establo y dijo:

—Cuando esta mañana vi que no podía tragar ni vino aguado al estilo romano ni cerveza suave, he pensado que mi organismo debe estar rebelándose. Ahora ya ni quiero oír hablar de beber. Te prometí ir de caza, cachorro. ¿Qué me dices? ¿Estás tan enfadado con este viejo desgraciado para no acompañarle una vez más?

— emNe, fráuja, ne allis —contesté, humildemente, lamentando haberle reprendido tantas veces como una esposa regañona—. Estaba deseando que te repusieras para ir por ahí juntos.

—Estaremos fuera unos días. ¿Lo consentirá Livia? ¿Puedes dejar de hacer de niñera unos días?

—Claro. Creo que últimamente he estado demasiado con esa niña; me sentará bien volver a salir sin sentirme como una aya.

—Ya veo que llevas la espada y la honda. Yo tengo mi arco. Así que acabemos de cargar los caballos y vayámonos.

No tuvimos que volver a la taberna a recoger nada, porque todos los utensilios de caza estaban en el establo; cogimos unas pieles para dormir, enrollamos dentro las provisiones que necesitábamos y las atamos detrás de la silla. Al salir de Haustaths, Wyrd no tomó por el sendero de nuestra llegada y por el que yo acababa de bajar de la mina, sino por el que habíamos seguido Livia y yo para ir a ver el glaciar. Mientras el sendero fue lo bastante ancho y cabalgábamos uno al lado del otro, yo comenté:

— emFráuja, me dijiste que iríamos a cazar algo que yo no conozco. ¿Qué es?

—El ave llamada emauths-hana. No es que sea rara, pero es precavida y no se deja ver mucho, y, además, requiere una clase de caza especial. En los viajes que hemos hecho juntos nunca hemos visto un emauths-hana, y he pensado que ya es hora de que te enseñe a seguirle el rastro, y ya verás qué carne tan rica.

El nombre de «gallo salvaje» no me decía nada, pero Wyrd prosiguió sus explicaciones.

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