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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (40 page)

BOOK: Halcón
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Yo aún conservaba dolorosos recuerdos de la última ciudad en que tanto tiempo había estado, así

que asentí sin dudarlo y, una semana después, salíamos a caballo de Juvavum, dejando allí los vacíos trineos. No tomamos ninguna de las calzadas romanas que confluyen en la ciudad, sino que nos dirigimos al Sudeste por la altiplanicie que conduce a los Alpes de Tejados de Piedra, como los llaman los habitantes del lugar.

Tras unos días de cabalgada fácil, nos hallamos en la parte de Noricum que en latín se llama Regio Salinarum, o Salthuzdland en lenguaje antiguo; los dos nombres significan «lugar de mucha sal», lo cual no quiere decir que sea un desierto salino (esos grandes yermos me han dicho que existen en Asia y Libia), muy al contrario. La región tiene muchas minas de sal, pero todas ellas muy subterráneas y sus entradas rara vez afean el campo. El resto del paisaje es majestuoso, la tierra más preciosa que yo he recorrido. Hay estupendos prados alpinos de flores silvestres y yerba, alternando con bosques que eran —

no sé por qué— distintos a los que habíamos cruzado hasta entonces. Eran unos bosques muy parecidos a los jardines que vería en algunas fincas de gente rica, sin maleza, con árboles bien separados de modo que

todos tienen sitio para las ramas y una esplendorosa copa, y entre ellos crecen arbustos y yerba como en los prados tan cuidados de esas fincas.

—Es el país más bonito que he visto en mi vida —le dije a Wyrd extasiado—. ¿Crees que en estos bosques habrá centauros, sátiros y ninfas?

—Lo mismo que en otros —contestó irónico, pero con cara de satisfacción al oírme elogiar el lugar que había elegido para las vacaciones.

Nos estropeó el viaje un lamentable incidente. Nos habíamos detenido a pasar la noche junto a un arroyo cristalino que cruzaba un soto florido y fragante, y yo había ido a recoger leña para hacer fuego y volvía con los brazos llenos, cuando oí que Wyrd lanzaba una exclamación de sorpresa y un extraño sonido animal, una mezcla de gañido y gruñido, y a continuación oí un ruido de refriega que cesó en seguida. Eché a correr hacia el campamento y me encontré a Wyrd con la espada corta desenvainada toda manchada de sangre, mirando taciturno la preciosa loba que acababa de matar.

—¿Pero cómo? ¿No eras amigo de los lobos? —inquirí.

—Y lo soy —contestó, sin alzar la vista del animal—, pero es que ésta ha querido atacarme. Me imagino que sería un furioso ataque que a Wyrd le cogió desprevenido, porque en una de sus polainas había sangre y él era muy limpio cuando mataba animales, aunque fuesen osos enfurecidos.

—Además, creía que los lobos no atacaban al hombre. Me lo dijiste tú —añadí.

—Esta loba estaba enferma —dijo entristecido—. Es una enfermedad que he visto otras veces, y habría muerto entre terribles sufrimientos. La he matado por compasión.

Se le veía tan dolido que no quise preguntarle qué enfermedad era y me limité a decir:

—Bueno, al menos la has matado antes de que te sorprendiera a ti o a los caballos.

— emJa —dijo, cabizbabo—. Cachorro, mientras voy a lavar la espada —añadió, casi de mal humor, removiéndose el pelo y la barba—, haz el fuego más abajo cerca del arroyo, porque no quiero pasar la noche tan cerca de ese pobre animal muerto.

Yo había cazado una liebre con la honda y la cenamos asada al fuego, bien aderezada con sal; ya que la sal era tan barata en aquella comarca, se me ocurrió decir:

—¿Sabes qué, emfráuja? Lo predijo bien aquel viejo adivino que conocimos en invierno… sólo que nos lo dijo al revés. Has sido tú quien ha matado a un amigo, no yo.

Wyrd no lanzó su habitual gruñido. Me imaginé que le molestaba haberse equivocado respecto a los oráculos y adivinaciones, y añadí en broma:

—Seguramente confundiste al emfrodei-qithan estornudando tan exageradamente. Tampoco contestó a esto, y comprendí que yo había sido grosero e insensible. Debía estar apenado por la loba, del mismo modo que yo cuando murió mi emjuika-bloth. Así que cerré la boca y pasamos la velada en silencio. A la mañana siguiente, ya era el Wyrd de siempre —gruñón, sarcástico e irritable— y el resto de la jornada anduvo por aquellos bosques maravillosos alegre y despreocupado. Pensaba yo que ya había visto todas las maravillas del viaje, pero todo el paisaje iba a palidecer en mi recuerdo al llegar al lugar de destino. Sería mediodía cuando cabalgábamos por la ladera de una gran montaña alpina y Wyrd tiró de las riendas para detener el caballo, haciendo un amplio gesto con el brazo para mostrarme lo que se extendía a nuestros pies. La panorámica me dejó sin respiración.

— emHaustaths. El Lugar de los Ecos —dijo ufano.

CAPITULO 2

He conocido en mi vida Roma Flora y Konstantinópolis Anthusa, sobrenombres latinos y griegos que significan ambos «la floreciente», y, desde luego, las dos ciudades son impresionantes; he visto Vindobona, la ciudad más antigua de todo el imperio después de Roma, y conozco Ravena, así como muchas otras ciudades históricas. He estado en las tierras que bordean el Danuvius, desde el mar Negro hasta la Selva Negra, y he navegado por el Mediterráneo y el mar sarmático. En resumen, he visto más mundo que la mayoría de la gente, pero Haustaths aún persiste en mi recuerdo como el lugar más bello y sobrecogedor del mundo.

Desde la montaña en que lo contemplábamos, el Lugar de los Ecos era como una larga hondonada formada por los Alpes, en cuyo centro había agua, un lago; y debía ser muy profundo, pues las laderas que lo circundaban ascendían casi en vertical desde la orilla. Sólo a intervalos se veían en sus orillas zonas de tierra inclinada hasta el agua, cubiertas por unos prados en terraza; varias de las montañas alpinas del extremo más lejano de la hondonada eran tan altas, que sus cumbres —pese a que estábamos a principios de verano— se hallaban cubiertas de nieve; eran unas montañas con peñascos y farallones por doquier de roca marrón desnuda, pero sobre todo cubiertas por bosques, que, desde donde estábamos, parecían ondas y pliegues de pujante vellón verde, salpicado de verde oscuro en las zonas en que recibía la sombra ondulada de una nube.

El lago, el Haustaths-Saiws, era una miniatura comparado con el Brigantinus, pero era muchísimo más luminoso y atractivo. El azul —¡aj, qué azul!— lo hacía parecer, desde el lugar en que lo vi por primera vez, una increíble piedra preciosa añil incrustada entre aquellos pliegues montañosos de vellón verde; tardaría mucho en ver un deslumbrante zafiro azul oscuro, pero nada más verlo recordé el color de aquel lago Haustaths.

En el agua se veían flotar unos objetos inidentificables por lo diminutos que resultaban desde allí, y justo a nuestros pies dormía el pueblo de Haustaths, tan abajo que parecía uno de esos pueblos de juguete que hacen los tallistas para los niños. Ocupaba por completo una de las zonas de tierra que había en la orilla del lago, y sólo se veían los tejados —todos empinados para que resbalase la nieve en invierno—, una plaza de mercado cuadrada y algunos embarcaderos que avanzaban en la orilla. Pero eran muchos tejados, tantos que no acababa de entender cómo debajo cabían las casas en tan poco espacio. Descendimos la montaña por un sendero que discurría próximo a un caudaloso arroyo que saltaba alegre por una serie de cascadas para desembocar en el lago, y, conforme nos aproximábamos a Haustaths, me fui dando cuenta de cómo estaba construido el pueblo. Había muy poco terreno plano junto al lago, por lo que sólo unas pocas casas —una gran iglesia y la plaza, bordeada por tiendas, tabernas y emgasts-razna— se asentaban en terreno plano, mientras que el resto de las casas y establecimientos se empinaban casi unas sobre otras ladera arriba, separadas no por amplias calles, sino por estrechos callejones, y hacia arriba no ascendía ninguna calle sino escaleras de piedra. Las casas estaban tan juntas y apelmazadas, que había algunas muy estrechas, pero compensaban la falta de espacio con dos y hasta tres pisos.

A primera vista, Haustaths daba la impresión de hallarse precariamente colgado, pero no cabía duda de que llevaba allí mucho tiempo; todos los edificios estaban construidos con sólida piedra y resistente madera, techos de pizarra, teja o gruesas ripias, y casi todos tenían la fachada enlucida con yeso y adornos de volutas en vivos colores, una parra o un arbusto florido, que crecía por toda la fachada y rodeaba la puerta y las ventanas. La plaza del mercado tenía en el centro una fuente con cuatro caños por los que constantemente brotaba agua, procedente del arroyo que habíamos seguido, y las tiendas que la rodeaban estaban primorosamente adornadas con tiestos y macetas de flores en los umbrales. Nunca he visto una población, ya sea la más humilde aldea o la mayor ciudad, que tanto afán se diera por tener un aspecto tan alegre; creo que debía ser por el estímulo que procuraba el entorno, que inducía a los habitantes a tener la población en consonancia con el paisaje. Además, podían permitirse aquel engalanamiento innecesario pero tan agradable, pues una de las montañas que dominaban el pueblo era una mina de sal, la más antigua del mundo, me dijeron, pues habían hallado herramientas primitivas y cadáveres conservados en aquel mineral, que pertenecía a víctimas de derrumbamientos ocurridos eones atrás; seres feos y pequeños pero muy musculosos que quizá fuesen alguna clase de emskohls de los que

viven bajo tierra, salvo que vestían la misma clase de prendas de cuero que siguen usando los mineros actuales. Según los habitantes de Haustaths, aquella mina debía explotarse ya en la época en que los hijos de Noé se dispersaron por el mundo.

En fin, la mina sigue dando ingentes cantidades de sal de gran pureza y enriquece a sus gentes, que llevan viviendo en el pueblo varias generaciones y son de origen tan diverso —descendientes de colonos de casi todas las tribus germánicas que hace ya tiempo se mezclaron con los colonos romanos de Italia—

que resultaría problemático determinar su nacionalidad, al margen de que sean, desde luego, ciudadanos romanos de la provincia de Noricum.

Nos llegamos a la orilla del lago fuera del pueblo, en la zona en la que únicamente había establos, y en uno de ellos dejamos los caballos, pagando por su cuidado. Después, cogimos nuestro bagaje y caminamos por la calle principal, que es el paseo del lago, desde el cual vi ahora qué eran aquellos objetos que flotaban; los más cercanos eran garzas grises y rojas que nadaban o estaban meditativas de pie sobre una pata; más lejos había unos maravillosos cisnes blancos desplazándose majestuosos, y más allá, faenaban barcas de pesca de una clase que no he visto en ningún otro sitio; los pescadores las llaman emfaúrda, que aproximadamente vendrá a significar «los rápidos», aunque esas barcas no necesitan ir rápido a ningún sitio; todas tienen forma de raja de melón cortada por el centro y la proa, muy curvada, se alza sobre el agua, mientras que la popa, que es donde se sitúa el remero, es plana y recta. Nadie me supo explicar el porqué de aquella forma, ni el nombre, pero yo no creo que una barca así pueda ser rápida. Aquella primera noche cenamos unas deliciosas tajadas a la brasa de pesca pescada hacía una hora. La taberna daba a la plaza y su emcaupo, un hombre fornido llamado Andraías, era otro de los viejos amigos de Wyrd. La fachada estaba pintada con unos airosos trazos, y unas macetas flanqueaban la entrada, pero la parte de atrás, que daba al lago, la formaban unos paneles móviles que el tabernero quitaba al llegar el buen tiempo, por lo que, durante la cena, disfrutamos de una magnífica vista de aquellas cumbres doradas por el sol, nos divertimos echando trozos de pan a los cisnes que se acercaban a la terraza y de vez en cuando lanzaban fuertes gritos, que la ninfa Eco repetía cada vez más flojo desde una sombría cumbre a otra. Después de cenar nos retiramos al piso de arriba, a nuestro aposento en el que había una cama cubierta con un edredón; yo estuve largo rato sin dormirme, vuelto hacia la ventana y mirando la luna salir por detrás de una montaña y llenar como de escarcha plateada aquel lago azul. Cuando al fin mis ojos se cerraron, pusieron punto final a uno de los días mas plácidos y felices de mi vida. Me desperté a la mañana siguiente cuando Wyrd ya se había levantado, y ya se había lavado y se vestía; hizo una pausa antes de ponerse las polainas de tiras para mirarse una herida de la canilla.

—¿Te has lastimado? —le pregunté medio dormido.

—La loba —musitó—. Me dio un mordisco antes de matarla. Me tenía preocupado pero ya se va curando.

—¿Y por qué iba a preocuparte un pequeño mordisco? Te he visto mucho peor después de vaciar un pellejo de vino.

—No seas insolente con los mayores, cachorro. Esa loba tenía el emhundswoths y esa terrible mal puede contagiarse con un mordisco; aunque, contaba con que, al tener que atravesar con los colmillos mis gruesas polainas, no me hubiese contaminado con su saliva venenosa… y parece que no. Créeme que es un gran alivio ver el mordisco cubierto de costra. Ahora creo que me iré abajo a recoger la cola de ese otro lobo que me mordió anoche.

Yo había oído hablar del emhundswoths —que significa «locura de perro»— y sabía que acarreaba la muerte, pero no había visto ningún animal que lo padeciera; me habría preocupado tanto como Wyrd de haber sabido lo de su herida, pero al ver que dejaba de darle importancia, me alegré de que no me lo hubiera dicho.

Me reuní con él en la taberna, en donde estaba desayunando con pan negro y vino, y allí siguió todo el día bebiendo con su amigo el emcaupo. Yo devoré una salchicha, un huevo duro de pato y un vaso de leche, deseoso de salir cuanto antes a explorar Haustaths al terso sol matutino.

Quizá se piense que un pueblo tan pequeño y aislado no encierra atractivos para un joven, pero fueron paseos encantadores los que hice aquel día y durante los días sucesivos, y me habría gustado quedarme allí todo el verano; aquella mañana decidí hacer una excursión desde arriba hasta abajo, por así

decir, y seguí el sendero paralelo al arroyo por el que habíamos llegado el día antes. Fue un duro ascenso a pie, pero así pude detenerme de vez en cuando para recuperar aliento y descansar los músculos, a la par que contemplaba la panorámica cada vez desde más alto. Llegué más arriba del punto en que habíamos avistado el pueblo y continué subiendo hasta la emsaltwaúrtswa, la mina de sal que procuraba el bienestar de Haustaths.

Los mineros salían penosamente cargados con sus cestos cónicos llenos de terrones de sal grisácea, por el arco de entrada, cruzándose con otros que entraban con los cestos descargados; la mina tenía su propia comunidad dedicada a la manufactura, y disponía de un caserón para el director, otras edificaciones para técnicos y capataces y todo un poblado de chozas rudimentarias con jardincillos para los trabajadores. En las faldas de las montañas circundantes, había aquella especie de prados en terraza con parapetos en los bordes para acumular el agua, en los que echaban las piedras de sal para disolverlas, lavarlas de impurezas y decolorarlas, y luego dejarlas secar y convertirlas en sal granulada para el consumo. Había un cobertizo para ensacarla y un gran sotechado para almacenar los sacos, con emcorrales para las mulas que transportaban los sacos por los Alpes a los distintos destinos. Los mineros que trabajaban en el interior y los muleros eran todos hombres, naturalmente, pero el trabajo en el exterior lo hacían casi todo sus mujeres y sus hijos; habría allí tanta gente como en Haustaths. Luego supe que algunos eran esclavos obligados hacía poco a aquel penoso trabajo porque no sabían hacer otra cosa.

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