—Por nuestro padre Wotan —farfullaba—, no sé por qué la gente desea y esperar vivir largos años sin pensar que eso significa hacerse viejo.
Así, cuando oscurecía, yo dejaba la honda y él me prestaba el arco huno para que yo siguiera cazando; con la práctica, al utilizar el arma cada día, fui adquiriendo bastante habilidad —aunque jamás llegaría a tener la de Wyrd en sus mejores tiempos— y, durante el par de horas en las que él no podía cazar, yo seguía abatiendo más piezas para obtener pieles y para la cena. Con la honda o con el arco de Wyrd —y en cierta ocasión incluso con mi espada corta, un día en que me detuve en una espesura y un íbice muy curioso, o muy estúpido, vino a olisquear—, aquellos meses cobré un ejemplar de cada especie, excepto de dos. Como yo nunca adquirí la asombrosa habilidad de Wyrd para disparar flechas una tras de otra con tal rapidez, era él quien siempre hacía la hazaña de despertar y hacer salir a un oso en hibernación de la guarida para abatirlo de un último flechazo; por otra parte, aunque la piel invernal lustrosa y espesa del lobo alcanzaba un precio igual a la de un glotón, Wyrd, emel Amigo de los lobos, no me dejaba matarlos.
Debo decir también que, aunque yo no era tan amigo de los lobos, comenzaba a admirarlos por su firmeza; hay un dicho popular «llega el invierno y… el lobo» que expresa perfectamente la relación; a los lobos la estación que más les gusta es el invierno. Siempre que cruzaba trechos de nieve, muerto de frío, y veía algún lobo tumbado bajo un árbol, me maravillaba el hecho de que el animal estuviera tumbado a la sombra por puro gusto.
Mucho antes de que entrase la primavera, ya nos desplazábamos a pie con los caballos de las riendas, porque las sillas estaban cargadas de pieles, y aún seguíamos cazando. Por eso construimos unos trineos de madera fuerte pero flexible, unidos con tiras de cuero sin curar y con largueros de extremos curvados para poderlos arrastrar con facilidad sobre los accidentes del terreno. Cuando salimos de Constantia rodeando el extremo sur del lago Brigantinus para seguir hacia el Este, nos hallábamos ya en la provincia romana de Rhaetia Secunda como se dice en latín, y de BajoVaria en el antiguo idioma. Igual que habíamos hecho el invierno anterior, nuestra ruta discurrió
principalmente por las estribaciones de los Alpes, pero al ser mucho más clemente aquel invierno, ganamos más altura en las montañas, buscando íbices o adentrándonos en cuevas que Wyrd conocía y en algunas de las cuales había osos. Bajo-Varia es una de las provincias menos pobladas del imperio occidental; la cruzamos sin encontrar ninguna calzada romana, ni ciudad, pueblo ni fuerte ni un solo destacamento de legionarios. Sus únicos habitantes eran alamanes nómadas, y en algunas ocasiones nos
tropezamos con lo que llaman «naciones» —apenas algo más numerosas que una tribu— que iban de un lado para otro o estaban acampadas para pasar el invierno. Acompañábamos a aquellas tribus ambulantes cuando seguían nuestra dirección, y en el campamento de invierno de una de ellas gozamos de su hospitalidad unos cuantos días.
Considerando la fama de belicosos que tienen los alamanes, habría cabido pensar que no les agradaría la presencia de extranjeros en sus tierras. Y, cierto que, si hubiésemos constituido un convoy de mercaderes o hubiésemos sido un ejército de paso, los alamanes nos habrían considerado intrusos y nos habrían atacado, matándonos o haciéndonos esclavos, pero como éramos nómadas igual que ellos, nos acogieron amistosamente. Aquel campamento era el de la nación más numerosa de la provincia; se llamaban los embaiuvarja y decían que el nombre de la provincia se derivaba del nombre gótico de su tribu por su hegemonía en la misma. Su jefe, Ediulfo, se autodenominaba, cómo no, rey de los embaiuvarja, pero era tan hospitalario como sus «subditos» y no nos recriminó haber penetrado en sus dominios. En realidad, ningún rey germánico haría semejante cosa, pues ninguno se atribuía dominios; igual que aquel rústico rey Ediulfo, hasta los más poderosos dirigentes germanos —como Khilderico, rey de los francos, o Genserico, rey de los vándalos— se decían reyes de pueblos, no de territorios. En los continentes de Europa y Libia, sólo los emperadores romanos se han considerado señores de tierras, poniendo límites a los territorios que dicen suyos y fortificando esas fronteras lo mejor posible para que no les usurpen las tierras otros jefes y otros pueblos. Desde la época de Constantinopla, en que el imperio quedó dividido en las porciones occidental y oriental, incluso entre las dos mitades ha habido querellas por su frontera en Europa, y la mitad oriental ha tenido que sostener muchas luchas para mantener sus confines en Oriente —en el continente de Asia, donde el imperio romano linda con Persia—
porque el «rey de reyes» persa, como él se llama, se considera soberano de tierras y de las gentes que las habitan. Los embaiuvarja eran acérrimos paganos y casi todos ellos portaban un amuleto que representaba al martillo primitivo del dios Thor —de piedra primorosamente tallada, hierro o bronce, con arreglo a la condición en la tribu de su dueño— colgado del mango en una tira de cuero atada al cuello.
—No obstante —nos dijo el rey Ediulfo, con una mueca— en nuestros desplazamientos a veces se nos acerca algún misionero cristiano itinerante y a veces algunos de nosotros vamos a una ciudad cristiana a comprar herramientas, sal o cosas que no podemos procurarnos, y para evitar que se nos acerquen a predicarnos, sermonearnos o injuriarnos, nos colgamos el martillo de Thor al revés, que se confunde fácilmente con una cruz cristiana y así parecemos más devotos que cualquier cristiano que se limita a hacer el signo de la cruz sin pensar en ponérsela al cuello. Os aseguro que esto nos ha evitado muchas molestias.
—Menos molesto creo yo que sería que os convirtieseis al cristianismo —dijo Wyrd, con una oculta sonrisa tras su barba.
— em¡Ne! ¡Ni allis! —exclamó Ediulfo, tomándoselo en serio—.
Nuestra antigua religión es como una mesa llena de toda clase de vituallas, desde la cerveza más fuerte hasta el dulce más fino, y uno puede elegir el dios y la creencia que más le guste. emNe, estamos satisfechos con nuestra religión y no queremos sacerdotes que nos dominen, y si queremos consejo o guía de nuestros dioses, nuestro emfrodei-qithan los consulta.
El emfrodei-qithan es un adivino, pero al de la nación embaiuvarja en latín se le denominaría emsternutospex por hacer las adivinaciones con el extraño método de interpretar los estornudos. Siempre que el rey Ediulfo convocaba concilio de ancianos, sentados en círculo, el adivino, llamado Wingurico, asistía también, y si la asamblea estimaba necesario requerir el consejo de los dioses para adoptar alguna decisión —o pensaba que a los dioses podía desagradarles alguna propuesta— los ancianos recurrían al adivino, quien recorría el círculo soplando en la palma de la mano un polen a la cara de todos, incluido el rey. Luego, se sentaba y escuchaba el número, frecuencia y fuerza de los consiguientes estornudos y, una vez que todos habían estornudado, se habían enjugado las lágrimas y sonado la nariz en el dobladillo de la túnica, o simplemente tirando los mocos en tierra, Wingurico hacía saber sus interpretación de las opiniones, admoniciones u objeciones de los dioses respecto al asunto tratado; interpretación que podía o no alterar la decisión del consejo, pero que siempre se tenía en cuenta.
Cuando nos disponíamos a dejar a los embaiuvarja para continuar nuestra ruta hacia el Este, el anciano adivino se prestó a predecirnos cómo iba a ser el viaje. Wyrd aceptó a regañadientes, pero yo lo hice ilusionado porque nunca me habían interpretado los estornudos. Nos sentamos ante el adivino y él nos sopló el polen al rostro para hacernos estornudar. Nos habría sido imposible no hacerlo, pero a mí me pareció evidente —y al adivino también, porque frunció el ceño en señal de censura— que Wyrd exageraba y prolongaba sus estornudos simplemente por llevarle la contraria. Cuando hubo cesado sus gesticulaciones, soplado sucesivamente por las ventanas de la nariz para arrojar los mocos al suelo, y se hubo limpiado las barbas, el anciano Wingurico nos miró impasible y dijo con odio:
—Los infieles no engañan a los dioses.
— emAj, ¿quién? —replicó Wyrd con cara de inocente—. ¿Cómo iba a osar mofarme de los poderes de…?
—Tú morirás a manos de un amigo —le espetó el anciano, señalándole con dedo acusador—. Lo dicen los dioses y lo digo yo.
Aquello debió conmocionar sin duda al cínico Wyrd. A mí desde luego me dejó atónito. Luego, antes de que ninguno de los dos pudiésemos decir una palabra, el adivino volvió su dedo hacia mí y añadió:
—Y tú matarás a un amigo. Lo dicen los dioses y lo digo yo.
A continuación, se levantó trabajosamente y se alejó sin dignarse mirarnos. Yo seguía sin poder hablar, pero Wyrd continuó tranquilamente tarareando mientras hacía el equipaje y ataba la carga a los trineos. Cuando salíamos del campamento, tirando de los caballos, gritamos em«huarbodáu mith gawaírthja» al rey Ediulfo y a los embaiuvarja que vinieron a despedirnos, y yo no recuperé la palabra hasta que nos hallamos a cierta distancia, pero me salió una voz temblorosa.
— emFráuja, si… el emfrodei-qithan tiene razón, parece que… que llegará un momento en que te mataré.
—Prueba —replicó secamente.
—¿No crees en sus predicciones?
—¡Por san Jerónimo husmeador de pecados, claro que no! Cada vez que me tropiezo con un adivino, un astrólogo o un augur del tipo que sea, me acuerdo de la advertencia que tuvo Nerón por parte del oráculo de Delfos: «Cuidado con los setenta y tres años.» Nerón pensó alegremente que iba a vivir esa edad, y fue el anciano Galba de setenta y tres años quien le destronó. Nerón se quitó la vida a los treinta y dos años. Las predicciones se expresan siempre de tal manera que pueden significar cualquier cosa o nada en particular. Pero la mayoría de las veces, cachorro, no significan nada. A mí, igual que Catón, me sorprende que un augur pueda mirar a otro a la cara.
Notablemente tranquilizado por la profunda indiferencia de Wyrd, dije:
—Ya sé que tú compartes la baja opinión del rey Ediulfo respecto al cristianismo, pero yo pensaba que tendrías cierta inclinación por la antigua religión. Al menos tiene el mérito de su antigüedad.
em—¡Vái! Los que veneran lo antiguo no se dan cuenta de que un guijarro es más antiguo que cualquier cosa hecha por el hombre, incluidas las religiones inventadas por los llamados antiguos. Todo el mundo habla con veneración de esos «antiguos» y de lo sabios que eran. Pero no eran ni una cosa ni otra, cachorro. Considera los pueblos antiguos, los reinos antiguos, los antiguos sabios y profetas… todo eso existía en la ignorante juventud del mundo. Desde entonces han pasado por él tantas edades, que hasta las estrellas han cambiado. En aquellos tiempos, era Tubán la que señalaba el Norte y ahora es Fénice. emNe, emne, somos nosotros los antiguos, y nosotros los sabios —al menos deberíamos serlo—, los que vivimos ahora; el mundo es el que se ha hecho viejo.
Me lo pensé y añadí:
—No se me había ocurrido.
—Desde luego que, al principio del mundo, por ignorantes que fuesen, había hombres listos e inteligentes, y, que igual que ahora, se aprovechaban de la ignorancia de los demás. Por eso digo que las
antiguas religiones son tan válidas —o tan absurdas— porque todas las religiones son mitos y no hay un mito que sea superior a otro, y esos mitos los han ideado los hombres.
Se detuvo tan bruscamente que su caballo tropezó con él y el trineo con el caballo.
—¡Mira! ¡Huellas de alce! Vamos, cachorro. Esta noche cenaremos hígado de alce, una exquisitez muy superior a cualquier mito insulso e indigesto.
Ninguno de los dos mató al otro y, finalmente, hubo un momento en que cruzamos una línea divisoria invisible en el bosque al pasar de Bajo-Varia a la provincia llamada Noricum. Aunque las tribus alamanas también recorrían Noricum, allí existían asentamientos de colonos romanos cuyos antepasados habían emigrado de Italia, principalmente porque en el subsuelo hay mucho hierro y sus habitantes viven prósperamente manufacturando el famoso acero que Roma compra para hacer armas. Así, todos los asentamientos a que llegábamos los determinaba una mina, una forja o una fundición. A principios de primavera descendimos por el curso del río Aenus, cazando muchos castores, y al final dimos con una auténtica calzada, más ancha que una vereda; era la vía romana que cruza los Alpes por el Alpis Ambusta, seguramente el paso más concurrido de esas montañas, por lo que en la calzada había un buen tránsito de personas, animales, carros y carretas de ida y vuelta entre Tridentum, en Italia, y Castra Regina, sobre el gran río Danuvius, al Norte. La calzada cruza el Aenus sobre un puente bien construido por el que pasamos, para encontrarnos que en el extremo este lo defendía el destacamento romano de Veldidena, guarnecido por tropas de la Legio II Itálica Pia. Como en otros sitios, las emcabanae que lo rodeaban, con sus tiendas, tabernas, forjas, curtidurías y otros establecimientos, habían sido en su mayor parte obra de veteranos legionarios, que seguían al frente de los mismos, y, del mismo modo que en otras localidades, también aquí Wyrd tenía amistades. Y allí, como en otros sitios, se emborrachó con sus amigos, aunque tan sólo después de vender cierta cantidad de pieles y cuernos y parte del emcastoreum al emmedicus del destacamento. Luego, mientras él se emborrachaba y se revolcaba feliz en aquel estado durante varios días, yo compré las provisiones que necesitábamos para la siguiente etapa del viaje. Fase que, una vez que Wyrd se hubo recuperado para seguir viaje, nos llevó más aguas abajo del Aenus, cada vez más ancho, y luego —en el punto en que el río tuerce hacia el Norte— nos alejó de él hacia tierras surcadas únicamente por modestos riachuelos. Ahora viajábamos más aprisa porque casi todos los animales de pelo ya lo habían mudado y lo que cazábamos era casi exclusivamente para comer. Así, a finales de primavera, llegamos a la ciudad mercantil y capital de la provincia, Juvavum, y en cuanto hubimos vendido la mercancía —y por una fortuna aún mayor que la que habíamos obtenido el año anterior en Constantia— Wyrd me dijo:
—Aquí no conozco a nadie con quien beber y charlar de recuerdos, y las ciudades no me atraen mucho. Además, creo que nos hemos merecido unas vacaciones. Cachorro, quedémonos aquí unos días más para quitarnos el tufo de los bosques en unos buenos baños, comer las exquisiteces de la civilización y reponer nuestras ropas y otras cosas que necesitemos, pero después nos iremos y te llevaré a uno de los lugares más maravillosos para pasar las vacaciones. ¿Qué me dices?