A decir verdad, era de nuevo y a tal extremo el viril Thorn, que me molestó bastante oírle hablar con tanta fruición de la chica maravillosa y de las estupendas cosas que había hecho por la noche. (Menciono esto únicamente para dejar bien claro los diversos y encontrados sentimientos con que tendría que enfrentarme, en mi condición de emmannamavi adolescente.) En realidad, habría debido sentirme halagado por los cumplidos y elogios que dedicaba Gudinando a mi otro ser, Juhiza, pero imagino que a cualquier muchacho normal —y en aquel momento me sentía un muchacho normal— oír a otro alardear de sus escarceos amorosos, sin poder contrarrestarlos con otros parecidos, debe suscitarle cierta envidía por la superioridad del otro. En cualquier caso, Gudinando continuó su eufórico discurso:
— em\Liufs Guth, amigo Thorn, tu hermana es extraordinaria! Extraordinaria por su hermosura, su amabilidad, su audacia, su habilidad…
La verdad es que se mostró decentemente discreto en los detalles, pero yo los conocía perfectamente, y así, a mis numerosos sentimientos contradictorios, se sumó otro, no ya normal sino irracional: sentía rencor porque mi amigo Gudinando lo hubiese pasado tan bien conmigo y al mismo tiempo emsin mí, por absurdo que parezca. ¡Basta!, dije para mis adentros, ¡te estás volviendo loco!, y logré
interrumpir las confidencias de Gudinando, diciendo:
—Ya sé que Juhiza es una muchacha encantadora, y estoy seguro de que con ella lo pasaste bien, pero lo más importante es saber si crees que su… ayuda te ha servido para curarte la enfermedad.
—¿Cómo voy a saberlo —replicó, encogiéndose de hombros—, a menos que no vuelva a sufrir un ataque? Es la única manera —y me dirigió una débil sonrisa—. Casi puedo dar las gracias por la enfermedad, ya que por ella he conocido un remedio tan estupendo e imborrable. Ya lo creo… y bien sabe emliufs Guth que no debería decir eso… Casi desearía que la cura no haya sido del todo eficaz… Por un instante, la Juhiza latente se despertó en mí, haciéndome decir:
—Mira, en ciertos males el emmedicus prescribe un tratamiento… Mi hermana y yo —añadí
inmediatamente, reprimiendo mi lascivo impulso— ya hemos desobedecido a nuestro tutor, y si lo hacemos más veces, es muy probable que llegue a enterarse por algún comentario. O quizá regrese inesperadamente y vea que ella no está en el alojamiento.
— emJa —dijo abatido—. No tengo derecho a que os arriesguéis por mí.
—Aunque tu riesgo es mayor —añadí—. Si sufres otro ataque, no me lo ocultes. Me lo dices… yo se lo digo a Juhiza… y…
Su rostro se iluminó y me sonrió encantado.
—Esperemos que esa cura haya servido. Ahora me encuentro saludable y feliz como no me había sentido en mi vida, y eso debe ser un buen augurio, ¿no? Vamos a olvidarlo; volvamos a ser el Thorn y el Gudinando de antes de que sucediera esto. ¿Qué dices? ¿Vamos a divertirnos en lo que queda de día?
¿Echamos una carrera, una lucha, vamos a pescar al lago o volvemos a la ciudad a hacerles truhanerías a los tenderos judíos?
Explicaré brevemente los acontecimientos que siguieron. Poco más de una semana después, Gudinando acudió a nuestro lugar de encuentro ojeroso y cariacontecido. Aquella tarde, me dijo, había sufrido mientras trabajaba en la balsa de la peletería una convulsión tan repentina que apenas había tenido tiempo de llegarse al borde de ella, con peligro de ahogarse. Lamentaba tener que decírmelo, pero parecía que la cura de «iniciación sexual» no había dado resultado… o era insuficiente… Así, a la tarde siguiente, fue Juhiza quien se reunió con él en el bosquecillo del lago. Lo que sucedió
fue muy parecido a lo de la anterior ocasión y no voy a repetirme; tan sólo diré que fue una cópula más larga y paradisíaca que la primera.
Y no fue la última. A intervalos de quizá una semana, Gudinando me decía avergonzado que había sufrido otro ataque y, aunque nunca fui testigo de ellos, no lo ponía en duda. Me negaba a pensar que mintiese para aprovecharse de sus amigos Thorn y Juhiza. Por lo que, cada vez, aceptaba su palabra y convenía un encuentro con Juhiza.
En uno de ellos, además de expresar su sincero agradecimiento, como siempre hacía, me dijo de pronto:
—Te amo, Juhiza. Ya sabes que soy torpe… expresando mis sentimientos a otra persona, pero te habrás dado cuenta que te considero mucho más que una simple benefactora. Te amo. Te adoro. Si alguna vez me curo de este maldito mal, me gustaría que nos…
Yo le puse un dedo en los labios y sonreí, meneando la cabeza.
—Ya sabes que no haría esto si no sintiera afecto por ti, y confieso que disfruto tanto como tú, pero he jurado que nunca me enamoraré en serio. Y aunque fuese a quebrantar mi juramento, sería en vano, porque me iré de Constantia a finales del verano…
—¡Me iré contigo!
—¿Arrastrando contigo a tu madre inválida? —repliqué—. emNe, no hablemos más de esto. Disfrutemos mientras dure, pues pensar en un mañana o en algo duradero no hará más que ensombrecer el presente. Ni una palabra más, Gudinando. Está oscureciendo y tenemos mejores cosas que hacer que estar hablando.
He contado lo que siguió en pocas palabras porque la segunda parte no puedo relatarla tan concisamente. Aquel verano de tan extraños y maravillosos acontecimientos tocó a su fin, llegó el otoño y con él la catástrofe para Gudinando, para Juhiza y —¿cómo no?— para mí.
Debo señalar que durante aquellos meses de verano en Constantia no estuve ocioso. Estando Wyrd fuera de la ciudad, Gudinando ocupado casi todos los días menos los domingos, y al no tener yo una obligación, disponía de mucho tiempo libre. Y no lo llenaba quedándome simplemente sentado en mi cuarto del emdeversorium esperando el próximo encuentro con Gudinando, como Thorn o como Juhiza. Cierto que algunas veces ayudaba a los gañanes del establo a dar de comer a emVelox o a engrasar la silla y los arreos para que no se agrietara el cuero.
Pero la mayor parte del tiempo libre lo pasaba paseando a pie o a caballo, cediendo a mi natural curiosidad y recorriendo Constantia y sus alrededores; a veces cabalgaba durante millas para ver los convoyes de carros de mercancías y las recuas de animales que llegaban a la ciudad, y otras seguía algún carro que iba a otra parte; hablaba con carreteros y jinetes y aprendía muchas cosas de las tierras de donde venían y a las que iban.
En la ciudad, ganduleaba por mercados y almacenes y conocía a vendedores y compradores de toda clase de mercancías, aprendiendo muchas cosas sobre el arte de regatear bien. Incluso pasaba a veces por el mercado de esclavos y llegué a congraciarme con un tratante egipcio que, a escondidas, pero muy ufano, me enseñó una de sus mercancías que, según me dijo, no iba a mostrar nunca en la subasta pública.
— emOuk —añadió, que en lengua griega quiere decir «no»—, la tengo para vender a escondidas a alguien… a un comprador con exigencias concretas… porque esta clase de esclava es muy poco frecuente y muy costosa.
La miré y no vi más que una muchacha desnuda de aproximadamente mi edad, bastante atractiva, aunque era etíope; la saludé en todas las lenguas y dialectos que conocía, pero ella no hizo más que sonreírme tímidamente con un movimiento de cabeza.
—No habla más que su lengua indígena —dijo el tratante con indiferencia—. Ni siquiera sé cómo se llama, yo la llamo Mono.
—Bueno —dije—, es negra, la piel negra no es rara, aunque sea poco frecuente. Supongo que, a su edad, aún será virgen, pero tampoco las vírgenes son una cosa exótica. Y, además, en la cama no podrá
decir palabras amorosas. ¿Cuánto pides por ella?
El egipcio dio un precio que me dejó sin respiración, pues equivalía aproximadamente a la suma que Wyrd y yo habíamos ganado por la caza de todo el invierno.
—¡Por ese dinero se puede comprar toda una ristra de hermosas esclavas vírgenes! —repliqué
atónito—. ¿Por qué ésta vale tanto? ¿Ya qué se debe que sólo la enseñes en privado?
—Ah, joven maestro, las auténticas virtudes y talentos de Mono no se ven, porque radican en el modo en que fue criada desde que nació. No sólo es negra, atractiva y virgen, es que es una emvenéfica.
—¿Y eso qué es?
El egipcio me explicó una historia increíble; miré de nuevo a la jovencíta negra, pasmado y horrorizado, casi sin creérmelo.
— em¡Liufs Guth! —exclamé—. ¿Y quién puede comprar semejante monstruo?
—Ah, alguien —contestó el egipcio, encogiéndose de hombros—. Tendré que alimentarla y darle cobijo un tiempo, pero tarde o temprano surgirá alguien que la necesite y pague de buena gana el precio. Excusadme, joven maestro, pero en algún momento de vuestra vida os complacerá saber que, si buscáis bien y pagáis el precio debido, podéis encontrar una emvenéfica que os sirva.
—Ruego a Dios… —musité asqueado—. Ruego a todos los dioses que nunca lo necesite. No obstante, gracias, egipcio, por ampliar mis conocimientos sobre las maldades de este mundo —añadí, despidiéndome.
A la hora de las comidas, iba a las tabernas en que se reunían mercaderes y viajeros para comer con ellos y escuchar sus relatos de los riesgos y albures del camino, sus alardes de las ganancias que obtenían o sus quejas de las pérdidas en que culminaban sus viajes. A veces, incluso cenaba en una empopina, que es el local más barato, lóbrego y grasiento al que acudían los trabajadores más bajos de la escala social; pero
para mí aquella gente era de lo más estúpida, ignorante e incoherente y no aprendía gran cosa de ella, a no ser un amplio vocabulario de palabras groseras.
Asistía a juegos atléticos, a carreras de carros y caballos y a luchas de púgiles en el anfiteatro de Constantia —más pequeño que el que había visto en Vesontio— y aprendí a hacer apuestas, y ganaba algunas veces; otras muchas horas las pasaba en las diversas termas para hombres, haciendo amistad con los que jugaba o luchaba; jugaba a los dados o las doce rayas o al divertido juego que consistía en golpear una pelota de fieltro con paletas abiertas cubiertas con tiras de tripa; o simplemente me tumbaba a escuchar a alguien de voz estentórea recitar en latín poemas o cantar las emcarmina priscae o las emsaggwasteis fram aldrs germánicas.
En Constantia había también una biblioteca pública, pero a ella sólo fui en raras ocasiones, pues era muy inferior al emscriptorium de San Damián y guardaba pocos códices y rollos que no hubiera leído. Tampoco iba a la basílica de San Juan, salvo cuando me hallaba muy aburrido, porque me desagradaba el prelado Tiburnius desde el día en que había sido testigo «involuntario» de su nombramiento y escuché su interesado sermón.
Calles, mercados y plazas de Constantia estaban constantemente llenos de gente, pero al final ya distinguía a muchos de sus habitantes permanentes de los viajeros de paso y residentes veraniegos como yo. De dos personas en concreto tenía motivos para fijarme. La multitud solía ser desordenada y maleducada, empujaba y se abría paso a codazos por doquier, pero se apartaba sumisa y cedía el paso y hasta se refugiaba en los portales cuando veían a determinadas personas; durante mucho tiempo no pude ver a una de esas personas porque aparecía siempre en un fastuoso palanquín liburnio, profusamente adornado y con cortinas, a hombros de ocho fornidos y sudorosos esclavos que iban gritando: «¡Paso, paso al emlegatus!» y atrepellaban a quien no se apartaba. Pregunté y me dijeron que era el vehículo de Latobrigex —nombre latino del emdux— o el herizogo, como se diría en lenguaje antiguo. El Latobrigex, me dijo la persona a quien pregunté, era el único ciudadano natural de Constantia de noble linaje, y por ello ejercía de legado de Roma en aquel próspero puesto avanzado del imperio. La otra persona que llegué a reconocer, porque la veía con frecuencia, era un joven grueso y fornido de rostro ajado y sombrío al que el pelo le comenzaba muy cerca de las revueltas cejas; tendría la edad de Gudinando, es decir, la propia de estar ganándose la vida, pero ganduleaba por la ciudad tan tranquilo como yo. Yo al menos salía para ver y aprender cosas, pero aquel joven andaba por todas partes con una mirada vacua que no denotaba más que enfado y disgusto; y nunca le vi hacer nada, y era todavía más maleducado que la gente de la calle, a la que apartaba a empellones, siempre gruñendo madiciones. Pregunté también por él a un viejo a quien acababa de dar un empujón tan fuerte que le había tirado al suelo y a quien ayudé a levantarse.
—¿Pero quién es ese gamberro?
—Ese cachorro, que Dios confunda, se llama Claudius Jaerius y no está bien de la cabeza; lo único que hace es ir por ahí abusando de su superioridad sobre los inferiores. No hace nada ni le interesa nada, aparte de su vagancia y su estúpida brutalidad.
El viejo se puso a limpiarse el barro, y yo seguí preguntándole.
—¿Y por qué los ciudadanos inferiores no ponen freno a sus actos? Yo lo haría de buena gana, a pesar de que pesa dos veces más que yo.
—Ni se te ocurra, joven. Nadie osa oponerse a su voluntad porque es hijo único del emdux Latobrigex. Te advierto que nuestro emdux es un hombre amable e inofensivo, no es un tirano que sea severo con los inferiores y menos con ese malhadado retoño suyo. Ese Jaerius podría haber heredado el carácter de su padre, pero también es hijo de su madre, que es una fiera tremenda. Gracias joven, joven señor, por tu ayuda y amabilidad. En justa correspondencia, te prevengo contra ese intolerable pero intocable Jaerius. Y es lo que hice, al menos mientras pude.
Ni que decir tiene que en mi deambular por las calles y el campo siempre iba vestido de Thorn; sólo salía ataviado como Juhiza en mis escapadas del atardecer para ver a Gudinando y administrarle una sesión del tratamiento de su enfermedad. Aunque ya era una hora de poca luz, me esforzaba cuanto podía
porque nadie me viese salir del emdeversorium y caminaba por calles secundarias hacia las afueras de la ciudad que daban al lago para llegarme al bosquecillo. Generalmente, después del encuentro —al amparo de la oscuridad— también acudía a una de las termas para mujeres a bañarme y recuperarme; en algunas ocasiones, en uno u otro de aquellos establecimientos, volví a ver a la impúdica Robeya que me había acosado, pero no volvió a molestarme, y si por azar se cruzaban nuestros ojos, yo le dirigía una sonrisa sardónica a la que ella respondía con una mirada venenosa antes de apartar la vista. Sólo en dos o tres ocasiones me aventuré a la luz del día vestida de Juhiza. El vestido de mujer que había comprado en Vesontio era ya de segunda mano y ahora, después de las sesiones con Gudinando, estaba francamente gastado y ajado de tanto quitármelo y ponérmelo; por entonces tenía dinero suficiente para comprarme otra ropa y sin necesidad de que fuese usada. Así, para adquirir una vestimenta que me sentara bien y fuera bonita, salí vestida de Juhiza de compras por las tiendas de ropa para damas. Me recibieron con cierta frialdad al verme tan poco elegante, pero como traté a la dependencia con la altanería de una dama de alcurnia, y pedí que únicamente me enseñaran las prendas de más calidad, los sastres en seguida se deshicieron en reverencias y atenciones. Durante aquellas escasas incursiones diurnas en la ciudad, compré tres vestidos nuevos exquisitamente bordados y varios complementos: pañoletas y sandalias nuevas, horquillas, cintas y varillas para hacerme diversos peinados. Repito que mis salidas personificando a Juhiza fueron pocas, pero resultaran excesivas por lo que aconteció en una de ellas.